Sale el sol en Amagá, y junto a los primeros que toman el bus a Medellín está Boca con sus orejas caídas, cola larga y su pelaje entre marrón, negro y mono. Aunque no tiene collar, es la mascota de todo el pueblo.
Si usted ha caminado por las calles de Amagá seguramente lo ha visto, le gusta estar donde hay fiesta o mucha gente. Es juguetón y se duerme a los pies de los que se mantienen tomando tinto o fresqueando en los parasoles del parque de Amagá.

“Cuando llegó era tímido y retraído, pensamos que para él iba a ser difícil la supervivencia en el parque porque ya había otros perros muy veteranos. Con el proyecto Llenando Pancitas le dábamos comida tres veces a la semana para recuperarlo un poquito y además lo esterilizamos”, recuerda Mabel Zapata.
Con esa ayuda, poco fue el tiempo que Boca necesitó para apropiarse del parque de Amagá, al punto de volverse uno de los líderes de la manada de los perros callejeros. Botas, Negro y otros, pasan sus días persiguiéndose y resguardándose del sol amagaseño en los locales e incluso en el templo, uno de sus lugares preferidos. Es justamente ahí donde encontramos al hombre que más se ha encariñado con él, el padre Diego, que lo conoció desde su primera madrugada en el pueblo. “Cuando llegué hace unos tres años, salí al balcón de la casa cural y vi un perro tan grande que lo llamé Caballogrande. Entonces desde el balcón empecé a silbarle y ahí mismo paró las orejas, llegó a la casa y entró con mucha confianza”, cuenta el párroco de Amagá.

Así pasa sus días en el parque que convirtió en su hogar, acompañando a los transeúntes. A veces se acerca y se deja tocar la cabeza, otras veces solo los acompaña. “Yo a veces me pongo a mirar desde el parque y me pregunto ¿Quién no tiene que ver con Boca?, todo el mundo; niños, jóvenes, adultos. Todos lo acarician, es un perro que realmente se ganó el cariño de todos”, comenta el padre.




