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Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro


Entrega 26

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

En el San Gregorio de los años 70, en los días en los que la vida del caserío transcurre serena y tranquilamente, un hombre alto, flaco y desgarbado, sencillamente vestido, sin más adornos que el infaltable carriel, la mulera, el machete al cinto y la paruma, camina descalzo y silencioso por las polvorientas calles de mi aldea. El oficio de la arriería, que ha ejercido seguramente durante toda su vida como trabajador, lo ha dotado de un profundo conocimiento de esa parte del reino animal que tanta importancia ha tenido para el desarrollo del Suroeste del departamento de Antioquia desde la época de La Colonización, hasta bien entrado el siglo XX: las mulas y los caballos. Por esta misma razón, no hay negocio de compra y venta de estos animales en el que los vendedores o compradores no quieran contar previamente con el concepto técnico de este experto antes de cerrar un trato. Y este hombre de casi 2 metros de altura, cuyos largos brazos y callosas manos están dotados de una fuerza física fuera de lo común, capaz de sostener una mula cargada que va derecho al precipicio para devolverla de nuevo a su camino, es también un ser capaz de volver suavemente a su lugar un hueso dislocado de algún accidentado o accidentada y, a punta de diestros masajes, lograr la completa recuperación del paciente de ocasión. Un hombre incapaz también de permanecer indiferente ante una mula o un caballo mal presentados, porque de su viejo y maltrecho carriel extraerá entonces tijeras y cepillo, los que carga para una ocasión como ésta y, en silencio, sin pedir permiso a su dueño (sabe que éste jamás se lo negará) procederá a recortar las crines del animal, dejándolo reluciente, para, luego de guardar sus instrumentos de trabajo, continuar su camino sin siquiera esperar unas palabras de agradecimiento del propietario, mucho menos unas monedas como pago.

Es Francisco de Paula Soto Cadavid o, sencillamente, Soto, el hombre que, gracias a su destreza como arriero, a su vocación de servicio, pero, sobre todo, gracias a su sencillez y calidad humanas, se ganó el cariño y la admiración de todos los sangregorianos, especialmente de parte de una amiga que lo acogió generosamente en su casa, cuando ya las fuerzas para arrear las recuas empezaban seguramente a declinar y que, por esta misma razón, debió jugar un papel muy importante en la etapa final de su existencia. Esa amiga fue Valentina Vélez.

Con frecuencia, en los orígenes de los pueblos, las personas más inspiradoras, aquellas que por alguna razón nos causaron más atractivo y se ganaron de una manera especial nuestro cariño, no fueron precisamente las más encumbradas, ni los hombres más guapos o valientes, los más afortunados o con mayor éxito material o social, sino unos seres ordinarios, aparentemente intrascendentes, pero con unas cualidades humanas y espirituales de las que irradió una energía  que los llevó a ejercer sobre sus contemporáneos una indiscutible fuerza tan solo con la forma como vivieron, con la forma como sirvieron a los demás: calladamente, sin aspavientos y, casi siempre, sin pedir a cambio nada diferente a la de poder llevar su existencia en paz. Cuando pienso en seres humanos con estas cualidades en San Gregorio, no puedo menos que reconocer que en ellas se retratan nítidamente las figuras y vidas de Soto y Valentina.

Soto y Valentina
                                                        Soto y Valentina

Por ello mismo, al hablar del arriero, es necesario hablar también de esta discreta persona, quien fuera para él algo así como el buen samaritano que el Destino puso en su camino, tal vez en el momento en el que más lo necesitaba. Este ser, cuyo apellido solo hasta ahora vengo a conocer, fue una mujer que construyó una familia con su esposo Efraín Gil, nieto de Crisóstomo Gil, quien fuera el propietario de la finca que se convirtió en el asentamiento de lo que hoy es San Gregorio. Una familia cuyos hijos, probablemente ya mayores, habían dejado su hogar para el momento en el que yo la conocí y quien siempre me causó un raro encanto por la peculiaridad de su personalidad; en algunos días de primer viernes de mes, cuando por obligación escolar mi hermano y yo debíamos estar en la iglesia a primera hora de la mañana en ayunas para asistir a misa y comulgar, mamá Julia lograba que ella nos diera posada y el desayuno después del acto religioso, en su modesta casa. Jamás dijo que no, jamás cobró un centavo por estos favores, jamás esperó nada a cambio, fuera del acostumbrado “que Dios se lo pague” con el que se saldaban tantas deudas en aquellos tiempos.

Y esta humilde mujer, a la que jamás vi en un sitio diferente al de su casa — de la que, al parecer, nunca salía en esta etapa de su vida – poseía, según dicen las gentes de San Gregorio, unos saberes misteriosos, los que utilizaba solo para hacer el bien a personas que tenían alguna dolencia, porque, igual que su amigo de los años finales, era un ser humano bueno y, en la medida de sus posibilidades, solidario, algo que encajaba igualmente muy bien con la personalidad del arriero Soto, lo que, seguramente, los hacía más compatibles.

Como sea, la figura de esta mujer me fascina y aún hoy me llena de intriga y curiosidad, por ese halo de misterio del que estaba rodeada. ¿Cuál sería la razón de su retraimiento? ¿Qué clase de conocimientos se esconderían en su mente taciturna? ¿De qué forma adquirió todos esos saberes? ¿Por qué, a pesar de ser tan rica en esas raras ciencias, conservaba esa personalidad tan humilde, tan intrascendente, tan aislada de la de los demás habitantes de la aldea? Cómo me hubiera gustado haberme podido sentar con esta mujer, en una noche y a la luz de las estrellas, en el patio de su casa, para escucharla hablar de su pasado, haber conocido sus historias y, sobre todo, haber tenido acceso a esos raros conocimientos de los que la gente tanto hablaba: cómo y dónde los adquirió, quién se los transmitió y qué enseñanzas nos podrían haber dejado. Pero ahora, de aquella vida humana tan escasamente conocida por mí, solo me queda un lejano recuerdo.

Soto, pintura de Fernández
Soto, pintura de Fernández

Al rememorar la vida de Valentina, no puedo menos que evocar un fragmento del poema No. 15 de Pablo Neruda:

Me gusta cuando callas porque estás como ausente.

Distante y dolorosa como si hubieras muerto.

Una palabra entonces, una sonrisa, bastan.

Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

No tengo información sobre la fecha en la que Valentina abandonó este mundo, pero sospecho que lo hizo de la misma forma misteriosa en la que vivió sus últimos años: calladamente, sin hacer ruido, sin hacer aspaviento alguno. De Soto, sé que murió en el año 1993, con 86 años a cuestas, siendo usuario del hogar geriátrico de Salgar,2 seguramente también en paz con su conciencia, como mueren todos los seres humanos buenos.  Con sus muertes, la leyenda del arriero y la de la misteriosa dueña los recónditos saberes, nació para no morir jamás.

Notas: 

1 – Sobre la vida de Francisco Soto C. hay una biografía escrita por Álvaro Fernández, en su libro “Le llamaban Soto”, con muy buena información sobre la existencia de este arriero y su vínculo con San Gregorio (Fernández, Álvaro, ISBN-978-46-2096-5).

2 – Ibidem.

3 – Creo que San Gregorio debería tener – igual que con Tulia Agudelo un acto de justicia y de reconocimiento para con personas como Soto y tal vez otras personalidades que, por distintas razones, tuvieron a través de su vida importancia especial en algún momento de la historia del corregimiento. No tendría que ser algo excesivamente extraordinario: una calle con su nombre, una sencilla escultura o un mural en el que el alma del personaje quede retratada.


Entrega 25: Personajes de San Gregorio – La Señorita Tulia que conocí

Lea la primera parte de Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro

 

Por Rubén Darío González Zapata
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Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
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