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Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro


Entrega 27

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

Hubo en el San Gregorio de nuestros orígenes personas que, por sus características, oficio, liderazgo o formación educativa, se destacaron de manera especial y que contribuyeron a darle a la comunidad el rostro que tiene hoy en día. Algunos de los que sobresalieron por su oficio fueron quienes desempeñaron cargos administrativos en representación de las autoridades municipales, tales como los inspectores de policía, con el correspondiente secretario, lo cual es explicable. Lo interesante de estos hombres es que, en algunos de esos casos, por alguna razón fue el secretario el que sobresalió, hasta el punto de que con el tiempo el nombre de los inspectores fue cayendo en el olvido, pero el de sus adjuntos ha permanecido vivo.

Personalmente recuerdo el nombre de dos de estos funcionarios. El primero de ellos fue alguien llamado Juan (ignoro el apellido) que, como secretario, y por su forma amable y respetuosa de tratar a la gente, se ganó el cariño de la población, de tal forma que cuando alguna vez se habló de su traslado, los vecinos hicieron una carta, dirigida tal vez a la gobernación, pidiendo su permanencia. Finalmente, don Juan terminó convertido en inspector por un período de tiempo bastante largo, gozando siempre del aprecio de toda la población. El segundo de ellos fue Francisco Londoño, el menor de una de las familias más reconocidas del corregimiento y una persona muy apreciada y respetada por toda la comunidad, y que aún vive como miembro de una comunidad religiosa, hasta donde yo sé, el único funcionario público de la alcaldía oriundo del corregimiento; lector empedernido, se destacó siempre como alguien con un muy interesante nivel educativo. Recuerdo mucho la impresión que me causó ver de pronto a Francisco convertido en funcionario oficial con todo y revólver al cinto (en ese tiempo inspectores y secretarios iban armados), sentado durante largas horas en la oficina de la inspección tecleando en la vieja máquina de escribir mientras tomaba alguna declaración.

Camilo Porras y Raquel Acevedo, mis abuelos paternos.

Hubo, sin embargo, un secretario de inspección cuyo nombre quedó grabado, casi que literalmente, en el corregimiento por razones muy especiales, entre ellas la de haber conformado allí su familia, varios de cuyos descendientes aun habitan en este lugar; su conocimiento del derecho le daba alta prestancia y su carácter de hombre bohemio y amante de la música, la que interpretaba acompañado de la guitarra, le abrieron las puertas del cariño de los habitantes del corregimiento. Este hombre fue José Gildardo Porras, quien ejerció su cargo, al parecer, a finales de la década de los 40 y comienzos de los 50. Aunque personalmente no lo conocí, sí recuerdo que mi madre mencionaba mucho su nombre, siempre con gran respeto, sobre todo, destacando su calidad humana e intelectual.

Pero dejemos que sea Amanda Porras, una de sus hijas, y quien heredó de su padre la vena musical, la que nos cuente la historia de este interesante hombre.

Amanda Lucía:

Corrían los años finales de la década de los 40 y la vida de la familia de mis abuelos maternos, compuesta por Jesús María Atehortúa Orrego y Ana Débora Gil Saldarriaga, transcurre rutinariamente dentro del ambiente sencillo y bucólico que caracteriza la pequeña población del San Gregorio de aquellos tiempos y cuyo nombre oficial fue, a partir del año 1935, Alfonso López. Para ese entonces mi madre, Ana Lucía, la segunda de las dos únicas hijas del matrimonio (la primera se llamó Mercedes), con una edad entre los 15 a 16 años, es una chica despierta y vivaracha cuya vida transcurre entre juegos, clases de sastrería, modistería, participación en obras de teatro que montaba la profesora de aquel pequeño colegio parroquial que dirigía el padre Zapata, y los furtivos coqueteos con los chicos que se cruzan por su camino, tal vez mucho mayores que ella. Los nombres de algunos de estos muchachos venían a su mente en los momentos en los que, sentada y rodeada de nosotros sus hijos, solía rememorar los tiempos pasados. Uno de ellos, el que fue posiblemente el primero de sus novios declarados, se llamaba Alejandro. Así como él, hubo otros pretendientes, porque mi madre – lo confiesa ella con todo desparpajo — era, según se decía en esos tiempos, una noviera empedernida, pero casi siempre sin que, al menos para ella, eso significara algo más allá de unas entretenidas conversaciones vespertinas, bajo la atenta vigilancia de la abuela, Ana Débora.

Uno de esos noviazgos, sin embargo, adquirió de pronto un giro inesperado, pues este novio, llamado Pastor, se tomó muy en serio las cosas, hasta el punto de que habló, de hombre a hombre, con mi abuelo Jesús María, sobre sus intenciones de contraer matrimonio con mi madre, algo en lo que ella aún no había ni medio pensado y para lo que, desde luego, no se sentía preparada. Resulta, pues que, de pronto y sin saber a qué hora, mi madre se encuentra metida en una encrucijada de la que no sabe de qué manera liberarse. ¿Cómo explicarle a este enamorado, sin herir sus sentimientos, que ella aún no se siente preparada para casarse? ¿Qué excusa sacar para convencerlo de que no compre todavía las ollas, la máquina de moler y los demás utensilios de cocina que éste se empeña en adquirir para dotar el futuro hogar que ya parece tan irremediablemente cercano? Pero la decisión, por lo visto, ya está tomada y un domingo Pastor la invita a conocer oficialmente su finca para mostrarle los cafetales y la casa en la que los dos habrán de vivir, una vez ya unidos en santo matrimonio por la bendición del señor cura párroco. La abundante florescencia de los cafetos promete una muy buena cosecha, así que el futuro económico de la pareja está más que asegurado; no hay, por tanto, nada de qué preocuparse, excepto que el corazón de esta chica se debate en un mar de dudas del que no sabe cómo va a salir.

Sin embargo, la naturaleza, tantas veces caprichosa e impredecible, de pronto y sin saber por qué, descarga sobre la vereda en la que se encuentra la finca una súbita tempestad, acompañada de granizo y fuertes ventarrones, echando por tierra las flores del café y, de paso, también las ilusiones del enamorado. La cosecha se ha perdido y también las perspectivas de un matrimonio que parecía inevitable. Pocos días después, afligido y apesadumbrado, el frustrado novio le informó a mi madre que, debido a la intensidad de la inesperada tempestad, la cosecha de café se había arruinado y en esas condiciones era imposible cumplir con el compromiso de casarse, liberándola, de esta forma, de la obligación de cumplir con una supuesta promesa que ella formalmente jamás había dado.

Disuelto el noviazgo y libre ya de este compromiso, la chica atractiva y coqueta que era mi madre recobró su libertad para continuar disfrutando de las charlas vespertinas con diversos chicos de la aldea. Hasta que un día el Destino que, con frecuencia, también parece actuar de manera inesperada y misteriosa, trajo a San Gregorio a aquel hombre amable, amante de la música, de la guitarra, portador de un carisma personal que le abre caminos para hacer amigos fácilmente dentro y fuera de las cantinas y con los niveles de estudio suficientes como para desempeñar holgadamente el cargo de secretario de la inspección del corregimiento. Entonces también la vida de mi madre dio un giro total, el que la llevó finalmente a formar su hogar con esta especie de trovador y cantante itinerante, hogar en el que Luz Mireya y yo fuimos las primeras dos hermanas de este hogar compuesto además por mis otros 10 hermanos: Margarita, José Omero, José Renato, Olga Caridad, Álvaro Espedito, Elkin Augusto, Diana Patricia, Victoria Eugenia, María Alejandra y Claudia Liliana. Este hombre fue José Gildardo Porras Acevedo, mi padre, quien procedía de Jericó, del hogar compuesto por Camilo Porras y Raquel Acevedo, ésta de ascendencia portuguesa y mujer de excepcional belleza, según palabras de mi padre.

Gildardo Porras y Ana Débora Atehortúa, mis padres.

Desafortunadamente, el trabajo de mi padre en San Gregorio coincidió con los años cruciales de la violencia partidista que van del 1948 al 1953. Años en los que la gente se mataba por un color: rojo si era liberal o azul si era conservador, todo bajo la más absoluta ignorancia sobre lo que significaba ser de uno de esos dos partidos, desconocimiento total de los ideales que había en cada una de estas dos corrientes políticas y al vaivén del discurso radical de políticos que ejercían el poder, en los que fomentaba el odio partidista con su consecuencia lógica, la violencia. Eran los años en los que, en las elecciones, el dedo índice de la mano derecha marcado o no por la tinta que se usaba en las mesas de votación, era una razón para agredir o ser agredido por alguien o para armar una riña a machete, casi siempre bajo los efectos del alcohol.

En estas circunstancias y pese al cariño que las gentes, incluido el padre Zapata, sentían por mi padre debido a su carácter ecuánime y abierto a la amistad con las gentes a quienes les enseñó muchas cosas, pues era un hombre bueno, carismático y con un buen nivel de estudios, la convivencia para él se tornó muy difícil por ser funcionario del gobierno conservador en ese momento (mi padre era conservador), hasta el punto de que su vida misma corría peligro. Las circunstancias, pues, aconsejaban que debía salir de San Gregorio y, en efecto, fue trasladado al corregimiento de La Clara, en el municipio de Salgar. Mi madre, para ese momento embarazada de mí, debió quedarse en San Gregorio. Imagino lo duro que debió ser para mis padres esta separación. Corría entonces el año 1951.

Pero la vida seguía su curso y meses después nací yo; la noticia llegó pronto a mi padre. Lo imagino cavilando sobre si, dada la situación que se vivía en San Gregorio, era aconsejable regresar o no; pero él era un hombre valiente y corajudo y, sin pensarlo mucho, tomó su caballo y emprendió el camino hacia el sitio que seguía siendo su hogar, llevando a espaldas su infaltable compañera: la guitarra. Cuenta mi madre que, hacia las dos de la mañana de una de esas noches de desvelo e insomnio en las que – como seguramente sucedía con frecuencia — la figura de mi padre no se apartaba de su mente y, presa de una enorme incertidumbre añoraba su presencia, empezó de pronto a escuchar a lo lejos, por los lados del camino que venía de La Siberia, una bella melodía. Se trataba del tango Olga. ¿Estaría soñando? ¿Sería otro de los tantos sueños que había tenido con mi padre? No, no era un sueño, era una realidad. ¡Esa voz inconfundible era la de mi padre! Con frecuencia imagino lo emotivo que debió ser el encuentro de mis padres en aquel momento y cómo mi presencia ya en este mundo se había convertido para los dos en la oportunidad para volverse a encontrar en unas circunstancias tan dramáticas. Fue éste un momento de la vida del que mi madre siempre nos habló, una y otra vez, en una forma tal que hacía que el amor, el mío y el de mis hermanos, por mi padre fuera tan grande.

Pero el clima de confrontación partidista continuaba siendo un gran obstáculo para poder ejercer su oficio como funcionario público en esta parte del país y, sobre todo, para poder criar una familia de manera más tranquila, así que mi padre decidió que era más conveniente emigrar inicialmente hacia La Clara y de allí posteriormente hacia el departamento del Valle, a un pueblo llamada Anserma Nuevo, en donde las condiciones políticas le eran más favorables por ser una región don la gente de su partido era mayoría. Tenía yo entonces unos dos años. Es de anotar que mi padre tenía una hija — a quien precisamente había bautizado con el nombre del Olga — concebida fuera del matrimonio, la que posteriormente fue recibida por mi madre, de tal forma que esta media hermana nuestra formó parte durante varios años del núcleo de la familia. En este pueblo mi padre ejerció el oficio de secretario de juzgado hasta que se conoció con un abogado de nombre Guillermo Escobar Castillo, residenciado en Cartago (Valle), quien lo convenció para que se estableciera en ese pueblo; allí adelantó estudios de derecho y ejerció la actividad del litigio hasta el final de sus días.

La vida de mi padre en Cartago transcurrió entre su numerosa familia (como era la inmensa mayoría de las familias de aquellos tiempos), más los hijos que tuvo fuera del matrimonio (era un empedernido conquistador de amores pasajeros), su trabajo como litigante — algo que llevó a cabo con gran éxito — y la bohemia (música, licor y amores furtivos). Fueron varios los estudiantes de derecho que se beneficiaron de sus conocimientos y experiencia, de quienes supo ganarse su cariño, hasta el punto de que uno de ellos, llamado Gustavo Gutiérrez, le dedicó el libro titulado el hombre que me enseñó a litigar, así como unos versos, el último de los cuales dice:

“Al pasar tu penúltima morada

Se notaron adioses con pañuelo

Lloró unida tu sangre matizada

Y sin tu sangre ser, te lloré, Abuelo”.

Finalmente, a mi padre se lo llevó la muerte el 4 de julio del año de 1989. Así terminó la vida de la persona por la que, pese a todo y habernos abandonado, sentí siempre un gran amor como padre y una gran admiración por sus dotes de cantante, buen conversador, solidario con los necesitados y, sobre todo, gran experto en el arte del litigio legal.


Entrega 25: Personajes de San Gregorio – La Señorita Tulia que conocí

Entrega 26: Personajes de San Gregorio – El arriero y la dueña de los recónditos saberes

Lea la primera parte de Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro

 

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)

 

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