Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro
Entrega 28
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar
En la iglesia del pueblo y en la Misa Mayor de un domingo cualquiera de los años 40 y comienzos de los 50, desde el púlpito se escucha la voz de un hombre de fornida complexión y piel morena, que, ataviado con los vestidos rituales que le impone su condición de sacerdote a la hora de celebrar este acto religioso, les advierte a los feligreses que hay un cielo esperando por quienes se portan como buenos cristianos y siguen el ejemplo de los santos que, igual que muchos otros buenos católicos, lucharon durante toda su vida contra las tentaciones del Demonio, el Mundo y la Carne, y cuyo ejemplo todos deberíamos seguir. Pero que también hay un infierno o, al menos, un purgatorio, para todos aquellos hombres y mujeres que no cumplan con los mandamientos de la Ley de Dios y los de la Santa Madre Iglesia. Es José de los Santos Zapata, el padre Zapata, quien fuera el primer sacerdote con funciones de cura párroco de planta que empezó a dirigir los servicios religiosos del incipiente corregimiento a partir del año 1945 y hasta el año 1954, según se narra en la monografía y reseña histórica de San Gregorio escrita por Róguell Sábchez1.
Para entender cabalmente la esencia de la labor de un personaje como el padre Zapata, es necesario situarse dentro del contexto de lo que era una aldea como el San Gregorio de aquellos tiempos, cuyos habitantes han nacido y crecido dentro de una cultura profundamente influenciada por una visión del mundo fundamenta en los principios religiosos de la Iglesia Católica. Ello le daba al cura párroco un poder que, en la práctica, estaba inclusive por encima del de las mismas autoridades civiles. De aquí que la figura de un párroco fuera tan relevante y tan determinante en el transcurrir de una comunidad, especialmente en una tan pequeña como era la de nuestro corregimiento. A ello habría que añadir un factor que contribuye poderosamente a hacer más fuerte el poder del sacerdote: la estabilidad en su cargo. Esto le permitía llegar a conocer a fondo a las personas del lugar, su situación familiar, así como las condiciones sociales de la comunidad y, de igual forma, embarcarse en proyectos de largo plazo — entre ellos, probablemente la construcción de la primera capilla –, a diferencia de, por ejemplo, un inspector de policía, que, generalmente, era un funcionario que duraba muy poco tiempo en el lugar, lo que le impedía desarrollar una relación profunda con la comunidad, así como conocer a fondo sus problemas y necesidades; el mismo alcalde municipal en aquellos tiempos no pasaba de ser un burócrata lejano del que casi siempre se ignoraba hasta su nombre.
Además de la autoridad que ya de por sí tenía el sacerdote como jefe religioso, las gentes contribuían a hacerla aún más notoria al atribuirle poderes especiales. Así, por ejemplo, con sus oraciones podía lograr el favor de Dios para que las aguas lluvias volvieran al pueblo en tiempos de sequía; podía también hacer que sobre un pueblo o región cayeran desgracias por efectos de una maldición suya; en San Gregorio, para citar un solo caso, persiste aún la creencia de que el viejo derrumbe que existe (o existió) cerca de la Fonda del alto de San Gregorio (San Gregorio Viejo) fue la consecuencia de la maldición echada por un sacerdote, que salió dolido de la aldea por la ingratitud de sus gentes. De igual forma, los objetos que reciben su bendición (una imagen religiosa, un rosario, una porción de agua, los ramos de Semana Santa) adquiere de manera automática para sus dueños propiedades sobrenaturales, incluidas las de alejar a los malos espíritus o neutralizar amenazas de tempestades, todo lo anterior sin contar con otro increíble poder que le otorga la Iglesia: el de perdonar los pecados en el confesionario.
Vistas las cosas dentro de un escenario como el aquí descrito, es fácil comprender lo determinante de la labor de una persona como el padre Zapata, quien, por lo demás, era un hombre de una muy fuerte personalidad, con toda seguridad, alguien que se preocupó genuinamente por el bienestar de su comunidad y por la conservación de las buenas costumbres, sin pararse en mientes para hacer cosas como, cinturón en mano, sacar a correazos de una cantina a una mujer de vida ligera y, al mismo tiempo, jugar una partida de billar o sentarse a la mesa de una cantina a tomarse un tinto con unos parroquianos que beben cerveza. Este carácter y personalidad quedaron demostrados, entre otras cosas y según lo narra Fabio Fernández en sus “De memorias 5”, en los fatídicos años de La Violencia, cuando este sacerdote, incluso exponiendo su vida, salvó de la muerte a varios de los habitantes de San Gregorio que estaban a punto de morir a manos de enceguecidos fanáticos arrastrados por el odio partidista2. Como testimonio de agradecimiento a la labor de este sacerdote, las gentes de San Gregorio erigieron en su honor un busto luego de su muerte, el que hoy se levanta al frente de la iglesia y la casa cural, el único homenaje visible que esta comunidad ha hecho hasta el momento a una de las personalidades que contribuyeron a hacer del corregimiento lo que es hoy en día. No es extraño, por tanto, que este personaje hubiera tenido una influencia tan grande dentro de la población y que hoy, en mi concepto, siga siendo su fundador más destacado, así su llegada haya tenido lugar diez años después de que el corregimiento fue reconocido oficialmente como tal en 1935.
El sucesor del padre Zapata fue el presbítero Pedo Nel Ramírez, quien ejerció su ministerio durante el período que va de 1954 a 1960. Hombre escrupulosamente pulcro y ordenado, con un trato distante para con la gente, siempre se comportó – como todo cura párroco que se respetara — con la conciencia de su autoridad eclesiástica y material, en cuyas manos estaba la última palabra en las grandes decisiones del corregimiento. Esto quedó demostrado en varias oportunidades, especialmente en dos ocasiones que paso a relatar:
Sucedió que unos muchachos traviesos venían haciendo pilatunas a algunas personas del poblado y el profesor, pese a las quejas de la gente, parecía ser incapaz de poner el remedio del caso, de tal forma que, probablemente ya cansadas, algunas señoras se quejaron con el padre Ramírez y éste, en un acto de sorprendente demostración de poder, fue a la escuela, le ordenó al profesor reunirnos a todos los estudiantes en uno de los salones y, una vez allí, empezó a echarnos un sermón de padre y señor mío, mientras que nosotros solo mirábamos confundidos y amedrentados, la mayoría sin saber exactamente el porqué de tal regaño; el profesor, por su parte, solo atinaba a mirarlo entre desconcertado y sumiso. En un momento dado, sin embargo, éste intervino, tal vez con el ánimo de hacer alguna aclaración respecto a los hechos, lo que causó una reacción en el padre Ramírez que todavía hoy encuentro profundamente inexplicable: como un resorte se levantó de su asiento y le propinó una tremenda bofetada, lo que causó una estampida de los muchachos, que, poseídos por el pánico, no atinábamos a comprender semejante manera de proceder. La cosa terminó ofreciéndose entre ellos dos excusas mutuas, en un esfuerzo evidente por tratar de restarle importancia al hecho. Y así quedaron las cosas.
La segunda sucedió cuando, dentro de los notables del corregimiento, surgió la idea de llevar a cabo lo que en ese tiempo se llamó un carnaval. La noticia se regó por todas las veredas y ya todos estábamos mental y físicamente preparados para las fiestas. Sin embargo, llegado el día de iniciación del jolgorio, al arribar al pueblo con gran expectativa, la gente se sorprendió de que todo estuviera callado: nada de música, nada de disfraces, nada de decoración y nada de chalanes haciendo demostraciones con sus caballos de paso. El pueblo estaba tan muerto como en los más malos días de un mes de julio. Solo se veía al frente de la casa cural al grupo de organizadores que, con rostros adustos, hablaban con el padre Ramírez. Todo indicaba que el tema objeto de discusión era algo muy serio. Terminada la reunión, supimos entonces de qué se trataba: el padre había prohibido la realización de las fiestas y, en esas condiciones, no era posible hacer nada, ya que, para este tipo de eventos, como para muchas otras cosas, el cura párroco tenía siempre la última palabra. De esta forma transcurrió el ministerio religioso del segundo de los sacerdotes que tuvo San Gregorio, bajo cuyo mandato la localidad que hasta el momento había sido una vicaría, se convirtió en parroquia con el nombre de Pío X. Fue el 9 de enero de 1956.
La llegada del sacerdote Miguel Ángel López (enero de 1960 – enero de 1965) fue, en cambio, una especie de bocanada de aire fresco en el ambiente de la comunidad. Hombre abierto y con un gran carisma para sintonizar fácilmente con la gente, era también amante de la música, de la fotografía, del cine y hasta de la investigación arqueológica,3 afición que demostró con la búsqueda de vestigios de las culturas indígenas de la región (la simple y llana guaquería), para lo cual contaba con equipos especiales. Este hombre se ganó el liderazgo no tanto por su condición de sacerdote, — lo que, desde luego, seguía siendo un factor decisivo — sino también por sus cualidades de persona activa, imaginativa y con gran capacidad para relacionarse con los habitantes de la parroquia. Paradójicamente, de este sacerdote nadie hasta el momento ha reportado tener fotografía alguna.
Fueron éstos los sacerdotes que ejercieron su ministerio religioso en San Gregorio y que conocí personalmente. Sobre los que les sucedieron, existe una relación elaborada por Róguell Sánchez, en su ya citada monografía, que incluye los nombres de los párrocos de San Gregorio desde José de los Santos Zapata hasta Oscar Fabio Correa Moncada, año 20174.
Aparte de los anteriormente señalados, existieron dos sacerdotes que, si bien no fungieron como párrocos, sí tuvieron la condición especial de ser oriundos de San Gregorio: Héctor Gallego — cuyo nacimiento se ubica sin embargo en Salgar en su biografía 5–, y Roberto Vélez. El primero de ellos, el padre Héctor Gallego, terminó siendo un mártir, pues fue asesinado, según todo parece indicar, a manos de la clase terrateniente y del gobierno del general Omar Torrijos (año 1971), quienes no le perdonaron el trabajo social que éste hacía en una apartada y empobrecida región de Panamá, razón por la cual fue acusado de comunista. Con respecto al padre Vélez, a quien conocí personalmente y de quien recibí el impulso determinante inicial que me llevó a lograr años más tarde mi sueño de tener una carrera profesional, fue alguien por quien siempre tuve un gran afecto y lo que puedo decir de él es que fue el amigo por cuyo consejo un día mi vida cambió para siempre.
NOTAS:
1 – Sánchez, Róguell, “Monografía y reseña histórica del corregimiento Alfonso López – San Gregorio de Ciudad Bolívar Antioquia”
2 – Fernández, Fabio, De memorias 5
3 – Sánchez, Róguell, obra citada
4 – Sánchez, Róguell, obra citada
5 – Héctor Gallego – Wikipedia, la enciclopedia libre
Aguilar, Rubén, Lo que quiso decir. animalpolitico.com/lo-que-quiso-decir/padre-hector- gallego/
Entrega 25: Personajes de San Gregorio – La Señorita Tulia que conocí
Entrega 26: Personajes de San Gregorio – El arriero y la dueña de los recónditos saberes
Entrega 27: Personajes de San Gregorio – Secretario y bohemio
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