Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar
¿Es posible ser protagonistas de nuestro propio destino?
¿Cómo sería la Colombia de hoy si a finales de los año 40 del siglo pasado, para más señas, después de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, las clases dirigentes: política, económica, académica, la institución de la Iglesia Católica, la clase campesina y los trabajadores de la ciudad, en un destello de la clarividencia que a veces la suerte, el destino o hasta la mismísima Providencia divina, suelen otorgar a los seres humanos, hubiesen tenido la inteligencia y el carácter de haberse despojado por un momento de sus miedos, de sus intereses de clase, de sus prejuicios, de los resentimientos del pasado y hasta de la cultura de la sumisión ante los poderosos imperios económicos e ideológicos del mundo y, en un acto de grandeza, de audacia, de valentía y determinación hubiesen tomado la decisión de que el país no podía seguir funcionando tal como lo había venido haciendo hasta ese momento? Y que esa convicción los hubiese llevado a concluir que la política no es la pala para la repartición de la torta del Estado entre liberales y conservadores (oficialmente consagrada con la creación del Frente Nacional en 1957), sino una herramienta para crear instrumentos de convivencia al servicio de toda la sociedad; que la desigualdad y la inconformidad social no se combaten con la represión y que la función del Estado mismo es la de garantizar igualdad de oportunidades para todos en el terreno del desarrollo intelectual, material y de bienestar. Así pues, un buen día, inspirados por el Espíritu Santo, por el dios del sentido común o por la diosa razón (según la creencia de cada cual), habrían decidido hacer un alto en el camino y, reunidos alrededor de un sancocho dominguero preparado con sus propias manos, hubieran tomado la decisión de cerrar el capítulo de un pasado que no había dejado más que violencia y pobreza, para empezar a construir una nueva sociedad colombiana y fijarse como meta la sociedad que querían tener para el siglo XXI.
Sumido en este tipo de pensamientos, me pregunto cuántos países o nuevas sociedades en la historia de la humanidad han surgido como el resultado de una decisión consciente de sus propios integrantes. La respuesta es obvia: muchos. Estados Unidos, para tomar solo un caso bien emblemático, es el resultado de una decisión consciente en ese sentido. Pero hay un caso que, visto desde esta perspectiva, llama poderosamente la atención: Israel.
Y es que — sin entrar a hacer consideraciones de carácter religioso — si hay un caso bien emblemático de una sociedad y nación que surgió de la nada por una decisión consciente de un grupo de personas es el de este pueblo. Una experiencia que está plenamente demostrada y documentada y no solo por la narración que de ello hace la Biblia. El hecho de que el relato bíblico atribuya estos acontecimientos a la intervención divina directa no le quita su legitimidad histórica como ejemplo exitoso de creación de un proyecto social. Como se sabe, la historia de Israel comenzó con la promesa que le hiciera Dios a Abraham, un pastor de ovejas, de que tendría su propio país y se empezó a convertir en una realidad con la salida de Egipto de los que fueron sus descendientes, para quedar oficialmente constituida en el Monte Sinaí con las Tablas de la Ley, que son algo así como la constitución en un país moderno. Lo que pasó a través del tiempo con el pueblo de Israel bien lo saben las tres grandes religiones monoteístas del mundo y la civilización occidental. ¿Cómo fue posible semejante hazaña? Todo se reduce a tres elementos: un pastor de ovejas, la creencia en una promesa divina y una gran determinación.
Como en Colombia finalmente no fue eso lo que pasó o, más bien, lo que pasó fue todo lo contrario, es imposible dar una respuesta razonable a la pregunta inicial acerca de cómo estaríamos hoy de haber tomado esa decisión. Sin embargo, algo me dice que de haberlo hecho y de haberse puesto todo el mundo a trabajar en esa dirección de manera consistente y sistemática para hacerla realidad, con toda seguridad hoy tendríamos un país mejor al que tenemos. Probablemente se habría dejado sin razón de ser a las guerrillas y posteriormente al mismo paramilitarismo. La politiquería, la corrupción y el narcotráfico tal vez no nos estarían tragando vivos y, ¿por qué no?, tal vez podríamos estar figurando como el primer país desarrollado de América Latina.
El Cerro Tusa es un hermoso recordatorio que nos regaló la naturaleza para que nunca olvidemos que, más allá de nuestras propias limitaciones, hay otros mundos que son posibles.
Sin embargo, tomar una decisión de esta naturaleza acerca de la clase de sociedad que queremos ser a la vuelta de tres, cuatro o cinco décadas, es algo que toda comunidad o el país mismo, puede hacer en el momento en el que lo desee. ¿Qué lo podría impedir? Solo una cosa: creer que no se es capaz. Porque no hay estímulo más grande o impedimento más poderoso para hacer o para dejar de hacer algo que el de nuestras propias creencias: creer que sí se puede o creer que no se puede. En el primer caso, las creencias actúan como un estímulo, una puerta abierta hacia la conquista del infinito; en el segundo, las creencias son una cadena mental que amarra a la muralla de la incapacidad humana.
Que una comunidad decida dejar de ser un grupo de personas que espera sumisa y pasivamente a que un salvador venga a resolverle sus problemas y, por el contrario, se convierta ella misma en la protagonista de su propio destino a través de un proyecto político debidamente estructurado, es una decisión de una enorme trascendencia y una de las primeras consecuencias que ello tendría es que cambiaría radicalmente la forma de hacer política. En efecto, a partir de ese momento, ya no serían los candidatos los que tendrían que llegar a exponer qué cosas harían en los próximos cuatro años para resolver algunos problemas en caso de ser elegidos, sino que sería la comunidad la que los llamaría, los sentaría al frente y les diría algo sí como:
—Este es nuestro proyecto político; aquel o aquella de ustedes que esté dispuesto a comprometerse con su ejecución y a rendirnos cuentas sobre sus avances tendrá nuestros votos —.
A partir de ese momento, el candidato deja de ser alguien que ofrece lo que él considera que es lo mejor para la gente, para convertirse en alguien que recibe un mandato de la comunidad. Y esto es válido para todos los cargos de elección popular.
Les pregunté a las muchachas de la SELECCIÓN COLOMBIA (así, con mayúscula) si creen que hay sueños imposibles. ¿Cuál creen ustedes que fue su respuesta?
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