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Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

Aquí todos son indispensables

Hoy es un día cualquiera; un numeroso grupo de personas está abordando el vuelo que habrá de transportarlos a un determinado destino. Se trata de un grupo muy numeroso el que se dispone a hacer el abordaje (algo así como 190 pasajeros más la tripulación) compuesto por toda clase de personas: desde un bebé de brazos hasta el anciano que ya necesita de una silla de ruedas para movilizarse; mujeres y hombres de todas las razas y colores; ejecutivos y ejecutivas de alto vuelo; magnates poderosos y otros que, a duras penas, tuvieron con qué pagar el pasaje. Personas que ocupan diferentes rolas en la sociedad, desde conspicuos jerarcas de la Iglesia Católica, pastores y predicadores, seguidores de toda clase de creencias religiosas hasta quienes no creen ni en el rejo de las campanas; conservadores, liberales, socialistas, seguidores de diversas clases de grupos políticos o apáticos y refractarios a todo lo que sea política. Individuos dueños cada uno de un pasado que llevan a cuestas con los resultados de sus propios éxitos y fracasos, de sus propios temores y esperanzas, de sus propios aciertos y errores; cada quien en procura de sus propias metas, aspiraciones y sueños. En síntesis, el universo humano, con todas sus diversidades y especificidades, que pronto quedará representado en el reducido espacio del avión que dentro de unos instantes iniciará el viaje a su destino, en el vuelo tal vez el vuelo más importante de sus vidas.

Ya todo está listo, el avión con los motores encendidos espera en la pista la autorización para despegar. Una voz resuena en los altavoces de la nave. Es el capitán que extiende el saludo protocolario a todos los pasajeros:

— Buenos días señras y señores. Soy el capitán (nombre y apellido) y, en compañía de la tripulación de este avión (especificaciones técnicas del aparato), los llevaremos felizmente a su destino. Sean todos ustedes bienvenidos —. Acto seguido, el personal auxiliar explica a los pasajeros los procedimientos necesarios que deben ser seguidos por cada uno de éstos en caso de emergencia. Un recordatorio de que este viaje, pese a estar en manos de personas expertas altamente entrenadas, en una aeronave en condiciones técnicas debidamente verificadas, no está exento de sufrir percances. Ese ominoso margen de incertidumbre imposible de evitar en cualquier parte del mundo.

Entonces y sin ser plenamente conscientes de ello, los pasajeros entran a vivir en una nueva y curiosa realidad. Una dimensión en la que las diferencias individuales pierden toda su relevancia porque a partir de ese momento a todos los une un mismo objetivo. Una condición que los convierte en seres totalmente iguales: la necesidad de llegar sanos y salvos a su destino. Necesidad que se convierte a partir de ahora en el objetivo supremo de todos y cada uno de los pasajeros. Así y mientras dure el trayecto del vuelo, los proyectos, los objetivos, las esperanzas, las ambiciones y el futuro individual que cada uno de los pasajeros aspira a construir pasan a un muy segundo lugar, porque todo ello queda supeditado a una crítica e irremediable condición: la de, en último término, poder salir caminando en buenas condiciones del avión.

El vuelo transcurre normalmente; la velocidad crucero del avión es de unos 800 Kms. por hora y los pasajeros disfrutan tranquilamente del hermoso panorama de un sol naciente cuyos rayos se reflejan en los picos nevados de la cordillera de Los Andes. Todas las mentes están puestas en la pronta llegada a su destino, en las familias y amigos que los aguardan y en la vida futura que los espera.

Momentos de la existencia en los que la vida pone a prueba nuestra fe y nuestra capacidad de resolver nuestras diferencias y limitaciones.

De pronto, la aeronave recibe una fuerte sacudida que saca del ensimismamiento a todos los pasajeros. Con profundo desconcierto, unos minutos después los viajeros escuchan al capitán:

— Señoras y señores, hemos entrado en un campo magnético de naturaleza desconocida, una especie de Triángulo de las Bermudas, cuyo poder acaba de poner en peligro la estabilidad de la aeronave. Antes de que nuestros equipos de comunicación quedaran fuera de servicio, alcanzamos a consultar con la torre de control sobre nuestra situación y lo que nos han dicho es que esta clase de eventos, extremadamente raros, suceden cuando una fuerza, cuya naturaleza no se ha establecido aún, por alguna razón entra en acción; un poder que solo puede ser contrarrestado por la fuerza de voluntad de todos y cada uno de quienes están siendo atacados. Por tanto, es mi deber informarles que, a partir de ahora, la llegada sanos y salvos a nuestro destino depende exclusivamente de la voluntad de todos en torno a ese objetivo, alrededor del cual debemos estar comprometidos. La alternativa sería resignarnos a morir. De acuerdo con lo expuesto por los especialistas, el grupo dispone solo de tres horas para construir esa muralla espiritual y mental que nos proteja. Los invito a que trabajemos todos para lograrlo empezando ahora mismo. Que Dios nos ayude —.

¡Cunde el pánico y el desconcierto!  En primer momento sale a flote lo que es cada individuo, con las cargas normales de resentimientos, prejuicios, odios y desconfianzas, pero también, de fe, esperanzas y anhelos, propios de la vida humana. Está el que siente que lo único que sirve ahora es rezar y se entrega silenciosamente a la oración; el político propone que elijan su nombre para conformar un comité de crisis prometiendo que bajo su dirección todos saldrán adelante; el indiferente, que cuando alguien le pide que haga algo porque el avión se va a desintegrar responde: “¿y a mí qué me importa? este avión no es mío”; el negociante que ve en el momento una oportunidad para sacar provecho económico una vez — según lo cree — la emergencia haya sido superada por el trabajo de los demás; el fatalista, que siente que es imposible hacer algo y, sencillamente, se resigna a su suerte sin comprometerse con nada; el fanático resentido que ve en quienes tienen ideas diferentes a las suya a enemigos a los que hay que excluir, inclusive perseguir y acabar para él poderse salvar; el dogmático inconformista  que piensa que esta es una conspiración internacional promovida por un enemigo que se encuentra, tal vez, agazapado en el avión, al que hay que buscar y darle muerte; pero se encuentran también los optimistas, los que no han perdido la fe en que, pese a lo desesperado de la situación, es posible lograr el objetivo de sobrevivir y llegar sanos y salvos finalmente su destino pero que saben que la única forma es logrando unir las voluntades de todos y están dispuestos a intentarlo.

De pronto, una nueva realidad empieza a tomar forma. La certeza de que la única arma para contrarrestar la misteriosa fuerza que amenaza con doblegar a los pasajeros y luego desintegrar la aeronave es una voluntad firme e inquebrantable, lleva a éstos a concluir que no tienen otra alternativa que la de fortalecer y unir el ánimo de todos los pasajeros. Una decisión en la que, inevitablemente, deben participar absolutamente todos. La pregunta es entonces: ¿cómo hacerlo? Después de una rápida deliberación, la primera decisión consistió en asumir que hay que empezar por despojarse de todo desánimo y entender que las diferencias de toda naturaleza existentes entre los pasajeros deben dejar de ser miradas como murallas que separan para convertirse en elementos constitutivos de una única voluntad colectiva. La segunda decisión consistió en que, una vez lograda la voluntad colectiva, había que hacer algo para probar su autenticidad y solidez. Pero, ¿cuál puede ser esa prueba? La solución, irrefutable, llegó del capitán. El avión dispone de algunos paracaídas de emergencia que podrán ser entregados aquellos pasajeros cuya falta de fe les haga desconfiar de la voluntad del grupo y estén con deseos de abandonar la aeronave. De esta forma tienen oportunidad de escapar con vida. Los demás permanecerán en el avión y si su compromiso de fe es auténtico y genuino, una vez cumplido el plazo de tres horas ya dado, la situación volverá a la normalidad, de lo contrario éste será desintegrado. El que esté interesado en abandonar el avión debe levantar la mano y para eso el capitán concede un minuto. Un silencio tenso se apodera de todos los presentes, ¿cuántos pasajeros levantarán la mano? Pasó el minuto… ¡nadie, nadie levantó la mano! Una sensación de confianza, fe y alegría arropó a todos estos pasajeros, porque ésta es la primera demostración de que la decisión tomada por todos es sincera y genuina.

Falta la prueba final, con la que se demostrará definitivamente si la decisión tomada por el grupo es lo suficientemente genuina y sólida como para contrarrestar aquella fuerza destructora. Si no es así, la nave se desintegrará y todos los pasajeros morirán. Eso sucederá cuando se cumpla el plazo de las tres horas para lo cual faltan escasos instantes. Pasan los minutos, los segundo; el punto cero se aproxima inexorablemente; los pasajeros, ahora tomados de las manos y cerrados los ojos, tienen puesta toda su confianza en que la decisión ha sido la correcta. La espera es toda una eternidad.

¡Momento cero! Una hermosa melodía suena en los altavoces del avión. Es el sonido que llega desde la torre de control del aeropuerto, en donde todo el personal y todo el país, sin que los pasajeros lo hubieran sabido, han seguido, paso a paso, los acontecimientos. Los equipos de comunicación se han activado. ¡El peligro ya pasó! y en los altavoces se oye un coro que parece llegado del cielo: es el Himno a la Alegría de L. V. Beethoven con el que el mundo entero celebra el triunfo de estos nuevos héroes que, dos horas más tarde, llegaron sanos y salvos a su destino. ¡El objetivo supremo fue logrado!

Reflexión: ¿No podríamos pensar que el nombre de ese avión es Colombia?

Pero éste, que puede terminar siendo un viaje rutinario más, puede convertirse también en una profunda experiencia de vida, a través de la cual comprenderemos que todos en el viaje de la existencia humana y por encima de todas las diferencias que tengamos, económicas, raciales o ideológico religiosas, somos seres humanos a quienes la naturaleza ha dotado de la capacidad

Hay, además otro fenómeno psicológico que, aunque no se perciba explícitamente, está subyacente en esta nueva realidad: la de que somos un grupo de personas que, eventualmente, todos nos necesitamos unos a otros.

Todos han elegido al capitán y a la tripulación.

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Por Rubén Darío González Zapata
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