Un relato del camino hacia Cerro Plateado
Por Nancy Muriel Estrada @nancymuriele
En la jurisdicción del municipio de Salgar, en el Suroeste de Antioquia, se encuentra el Distrito Regional de Manejo Integrado -DRMI Cuchilla Cerro Plateado Alto San José, un lugar agreste y hermoso, al que sólo se puede acceder caminando quebrada arriba, atravesando su bosque nativo y, finalmente, el páramo.
Nuestro recorrido comenzó el 5 de enero de 2025 a orillas de la quebrada La Liboriana, la misma fuente hídrica que nace en esta reserva natural y que, en la madrugada del 18 de mayo de 2015, provocó una avenida torrencial que devastó casi por completo el corregimiento Las Margaritas de Salgar, uno de los mayores desastres naturales que se haya presentado en el municipio y en la región.
A las cinco de la mañana, nos recogió el conductor conocido en el municipio como “El Lechero”. En su camioneta, hicimos la primera avanzada por carretera destapada, aproximadamente durante 40 minutos, desde la cabecera del municipio hasta la casa del “Loco” en la vereda La Regada, quien nos recibió con chocolate caliente para espantar un poco el frío. Con toda la sinceridad que caracteriza a este campesino de la zona, nos dijo que la época no era la más adecuada para subir al cerro.
Era una mañana fría. La noche anterior había llovido y el pronóstico del clima nos prometía un día nublado, con alta probabilidad de lluvia. A las seis de la mañana, todavía con algo de oscuridad, iniciamos el cruce de la quebrada (nuestro primer obstáculo). No hubo más remedio que mojarnos la ropa y los zapatos desde el primer momento. Durante aproximadamente cinco horas, nos abrimos paso entre la corriente, los matorrales y las rocas afiladas, quebrada arriba.
La Liboriana es una quebrada imponente, caudalosa, cristalina y muy refrescante. La temperatura de sus aguas nos permite sentir el páramo y ver la riqueza que brota de las montañas, el oro líquido que provee al municipio de Salgar.
Hasta ese momento, nos parecía una hazaña haber llegado al punto donde abandonábamos la quebrada e iniciaba el camino cerro arriba. El clima continuaba algo nublado. Luego de tomarnos una taza de café preparado con agua de La Liboriana y descansar un poco para recuperar energías, continuamos el ascenso. Carlos Mario, nuestro guía, era optimista y nos alentaba con frases típicas de aquellos que llevan tiempo transitando caminos y montañas: “ánimo, que faltaba más cuando empezamos”, “vamos bien, el cuerpo se va aclimatando”, “en unos cuantos metros comenzamos la travesía” … Una regla sagrada en las actividades de senderismo es nunca preguntar cuánto falta; puede resultar ofensivo para el guía y generar malestar en quienes, con tranquilidad, están disfrutando del camino. Por eso, es preciso mentalizarse para una jornada sin afán.
Había pasado más de dos horas avanzando y ya no escuchábamos la quebrada, sólo podíamos ver vegetación, verde y empinada. Internarse en el ecosistema del bosque alto andino es transitar entre una maraña espesa de musgo húmedo, niebla, tierra oscura, anturios, bromeliáceas, uvitos de monte, orquídeas en miniatura, bejucos y raíces que abrazan con fuerza a la montaña, todo ello sobre un colchón de hojas, hongos y micelio. El sonido misterioso, metálico y brillante de las aves, el zumbido de las alas de los colibríes, parecen disipar por momentos el cansancio y el combate constante contra los tábanos presentes durante casi todo el camino.
Cada cierto tiempo, parábamos para hidratarnos, respirar profundamente y comer algún bocadillo que nos diera la energía para seguir imprimiendo la fuerza necesaria al trepar con 8 o 10 kilos a la espalda. Es necesario precisar en este punto que subíamos a Cerro Plateado con la intención de dormir en la montaña, para lo cual era necesario equiparnos con carpas, aislantes para el frío, sacos de dormir, ropa abrigadora, abundante agua y alimentos. Cada persona debía ser responsable de cargar sus pertenencias, aunque el trabajo en equipo, repartir el peso del menaje y la ayuda mutua siempre serán necesarias para el éxito del grupo.
Iba cayendo la tarde y, por más que avanzáramos, no lográbamos aún salir del bosque. El frío se sentía mucho más con la ropa mojada por el sudor y por la humedad característica del ambiente. Estábamos en silencio, casi en un trance involuntario que hace que la mente empiece a pensar o a meditar. Alzar los brazos para sujetarse, agacharse para pasar por debajo de los troncos, se volvía una tarea que doblaba su dificultad. En la montaña, el optimismo retoma un sentido diferente; el entusiasmo del inicio evoluciona y se convierte en necesidad de avanzar. Se camina por inercia, tal vez por una memoria antigua que se despierta y nos recuerda que el hombre estático está condenado al fracaso y a la muerte lenta.
Mientras subía la empinada cuesta, cada vez con mayor dificultad, no podía evitar pensar en cómo mis pulmones se resistían a esa inyección de aire puro y lo importante que es prepararse física y mentalmente para cualquier reto de montaña. Eran casi las cinco de la tarde, y no veíamos a nuestro guía delante de nosotros. Presentíamos, por lo empinado del terreno y el frío que helaba los huesos, que ya estábamos cerca de la llegada. Unos minutos después, todavía con la luz del día, lo vimos. Ahí estaba, asomado como un guardián, un tótem legendario que miraba hacia el agujero que separaba el bosque del páramo: un frailejón altísimo. La señal, ¡habíamos llegado!
Se rompió el silencio. Lágrimas, risas y bromas no se hicieron esperar. Nos abrazamos, nos felicitamos, admiramos el lugar, tomamos fotos. Todo pasó muy rápido. El frío nos apuraba a armar las carpas, prender la estufa y cambiarnos la ropa mojada. Nos refugiamos ágilmente para tratar de calentarnos y comer un poco. El atún y el pan con agua de panela caliente apenas nos pasaban. Llegaron las 7:30 de la noche y, aunque el cansancio nos dominaba, el frío no nos permitía conciliar fácilmente el sueño. Minutos más tarde, una ventisca azotaba las dos carpas, la lluvia caía con fuerza y nos amenazaba con entrar; finalmente nos obligó a reaccionar para resolver la entrada de agua que fue inevitable.
La mañana del 6 de enero llegó tranquila. La lluvia había cesado en la madrugada. Se escuchaban los cantos de las aves y una luz brillante entraba por algún espacio de la carpa que el plástico no logró cubrir. Decidimos salir para descubrir el regalo del día: el sol saliendo en medio de una alfombra blanca de nubes. Al occidente, el cerro San Nicolás. Con una vista más cercana, los frailejones espeletia en plena floración, visitados por los colibríes. El aire fresco y todo el color del páramo estaban ahí para nosotros, porque así es la naturaleza: sin egoísmos, sin términos. Es inevitable pensar que no merecemos acceder a tanta belleza. Estando en el páramo, descubrimos también algunos restos de visitantes anteriores: latas viejas, botellas, almohadas y objetos que uno nunca se imaginaría encontrar en un lugar tan bello y alejado de la cotidianidad humana.
Luego de contemplar por un rato ese maravilloso ecosistema de alta montaña, recogimos todo lo que habíamos llevado e iniciamos el descenso a las ocho de la mañana por el mismo camino que habíamos subido el día anterior. Un descenso muy técnico, o en otras palabras, con un alto grado de dificultad, que requirió habilidad, equilibrio y rapidez de decisión. Fueron varias horas bajando por el bosque hasta que, finalmente, llegamos a La Liboriana, donde hicimos un receso de media hora antes de llegar nuevamente a la vereda La Tirada.
Los pies pesaban y el cansancio nos hacía lentos al andar. Nuevamente, la quebrada nos refrescó durante el último trayecto del camino. A las cuatro de la tarde, por fin, dábamos por terminada nuestra visita a Cerro Plateado.
De esta aventura tan retadora y fascinante, me quedan varias reflexiones sobre mi proceso de caminar. A la montaña no se le conquista; a la montaña se le debe respeto y devoción. De caminar en silencio se aprende mucho, por ejemplo, a respirar conscientemente, a entender que no somos ajenos a la naturaleza, por el contrario, somos una extensión de ella, y cuando nos desconectamos, perdemos el poder de verla y sentirla propia.
A mis compañeros con quien subí a Cerro Plateado, Carlos Mario, Carlos Hernández, Andrés Caro, Mary Ríos y a Natalia, les agradezco por el trabajo en equipo, porque las cumbres son más bonitas cuando se pueden disfrutar en compañía. Finalmente, para quienes se aventuren a visitar Cerro Plateado o cualquier otra reserva natural, es fundamental recordar que los ecosistemas de alta montaña no son destinos turísticos, son extremadamente frágiles y requieren nuestra protección. Somos los primeros responsables de su conservación, y sólo a través de un compromiso consciente y respetuoso con la naturaleza podremos garantizar su preservación.
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