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La cifra es contundente: Andes superó los 50 homicidios en este 2025. No se trata sólo de un número frío, sino de historias truncadas, familias desoladas y comunidades que sienten que la vida en el campo se vuelve cada vez más frágil. A esto se suman desplazamientos forzados en corregimientos como Santa Inés, donde familias enteras abandonaron sus hogares por temor a los grupos armados que disputan el control territorial.

En pleno corazón del Suroeste antioqueño, Andes carga con un peso que amenaza con opacar su tradición cafetera y su riqueza cultural: la violencia persistente que ha marcado su cotidianidad en lo que va de 2025. El municipio, reconocido por su tierra fértil y su papel protagónico en la producción de café, atraviesa una crisis de orden público que revive viejas heridas y despierta nuevos temores.

La violencia en Andes no es un hecho aislado. Forma parte de una geografía de conflicto que atraviesa buena parte del Suroeste. Detrás de los asesinatos selectivos, las incursiones armadas y los enfrentamientos recientes en sectores rurales, se esconde una lucha soterrada por rentas ilegales: minería no regulada, extorsiones y rutas del narcotráfico. Mientras tanto, las comunidades campesinas quedan atrapadas en medio de las disputas, con una presencia institucional que aún se percibe limitada y fragmentada.

Lo más alarmante es el tipo de hechos que se han registrado: crímenes con señales de sevicia, decapitaciones, disparos a quemarropa. Escenas que no sólo evidencian la crudeza del accionar armado, sino que buscan infundir miedo y control social. En épocas de cosecha cafetera, cuando se movilizan jornaleros y circula dinero en efectivo, la violencia recrudece, marcando un contraste doloroso con la riqueza que debería ser motivo de orgullo.

Pero Andes no puede ni debe reducirse a la violencia. La comunidad sigue sosteniendo expresiones de resiliencia: jóvenes que lideran procesos culturales, caficultores que apuestan por la innovación, mujeres que mantienen viva la organización social en veredas apartadas. La pregunta que nos queda es si como sociedad seremos capaces de ver más allá de las cifras y acompañar estos esfuerzos con la misma fuerza con la que denunciamos la violencia.

El reto para las instituciones es doble: por un lado, garantizar seguridad y presencia real del Estado en el territorio; por otro, invertir en la vida digna de quienes allí habitan. Andes necesita carreteras seguras, escuelas fortalecidas, acceso a oportunidades y espacios donde la cultura y la educación le ganen terreno a la desesperanza.

Hoy, más que nunca, Andes nos interpela. No podemos mirar hacia otro lado mientras la violencia desangra a un municipio que nos recuerda que la paz no es un decreto ni un acuerdo firmado, sino una construcción cotidiana que exige coherencia, compromiso y solidaridad. Reflexionar sobre Andes es, en el fondo, reflexionar sobre el país que queremos construir.

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