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Por Edwin Andrés Rendón
Escritor y maestro

¡Ave María Purísima!, bienvenidos a Fredonia, el pueblo del café y de las brujas, ¿oyó? ¡Qué pueblo tan amañador, carajo! Vea, cuentan los abuelos, esos sabios de canas y aguardiente, que no fallan, que antes de que el primer arriero atravesara la montaña, ya la tierra murmuraba en lenguas antiguas, esas que sólo entienden los ancestros y los árboles que guardan memoria.

Por allá, en los tiempos en que el mundo todavía olía a barro fresco, los senufanáes mandaban la parada en estas lomas altas entre el Cauca y el Poblanco. Eran gentes de maíz y piedra, labradores de la niebla, ¡muy cumplidos! Vivían sembrando y cantando y cuando les tocaba irse de este mundo, hacían huecos hondos en los cerros pa’ dormir más cerquita del sol, ¿me entienden? Y dicen que en las noches de luna bajan sus espíritus a las quebradas, a mojar los pies en el agua fría y a contar los secretos del pasado…

Luego, ¡zas!, aparecieron los barbudos de Castilla, vea pues, con espadas que brillaban más que el sol en teja nueva. Corría el año de mil quinientos cuarenta y al frente venía un tal Hernán Rodríguez de Sosa, dizque buscando oro por mandato de Jorge Robledo. “Aquí hay oro escondido”, decían, “el cerro lo guarda”. Pero nanay cucas: no hallaron sino neblina, monte y silencio. Se fueron mascullando maldiciones  y la tierra, ¡como si nada!, siguió floreciendo maíz y guayabos.

Pasaron los años y la montaña, agradecida con quien la tratara con cariño, empezó a mostrar sus bondades. Llegaron colonos de Medellín, de Envigado, de Itagüí, con sus santos, sus gallinas y sus ilusiones, ¡qué belleza! En esas andanzas aparecieron Cristóbal Uribe Mondragón y José Antonio Escobar Trujillo, dos berracos que dijeron: “¡hagamos aquí un pueblo, que esta tierra pide iglesia y campanas!”. Y vea, dicho y hecho: el 2 de octubre de 1830 el prefecto Alejandro Vélez Barrientos firmó el papel que les daba permiso pa’l caserío y al mes siguiente el obispo Mariano Garnica les echó la bendición con la Parroquia de Santa Ana de Fredonia. La fundación fue allá, abajito del Cerro Combia, lo que se conocía como la Mesa del Obispo, donde don Cristóbal donó ocho cuadras y media de pura esperanza, ¡y eso no es carreta! En ese terruño se trazaron el templo, la casa cural, la plaza y hasta el camposanto. Al principio levantaron una capillita de paja, humilde pero cumplidora, mas no pasó mucho pa’ que el primer párroco se animara a levantar una de tapias y tejas.

El nombre, según cuentan, lo propuso un inglesito medio loco, Tyrell Moore, que habló de freedom, que quiere decir libertad. Pero otros dicen que es freed, paz. ¡Bah!, libertad o paz, las dos cosas huelen a lo mismo cuando el alma está contenta.

Ah, pero la libertad no vino sólo del nombre. Años atrás, doña Javiera Londoño mandó a que soltaran a cuanto esclavo hubiera. Algunos de esos libertos, con el alma antojada de aire nuevo y tierra buena pa’ echar raíces, se vinieron desde El Retiro, trepando cerros y nieblas, hasta dar con estas montañas donde armaron rancho en un caserío que los viejos llaman Guarcitos.

Y así, mijitos, fue creciendo el pueblo, arrimadito al Combia y bajo la sombra buena del Cerro Bravo, ese gigante de tierra, piedra y sabiduría que no pega el ojo ni de día ni de noche, ¡no, señor! Allá arriba, dicen los viejos que saben de eso, se oyen murmullos de los senufanáes, como rezos de otra era y carcajadas de brujas que se peinan con el mismo viento que baja a espantar las gallinas. Y el Combia, altivo y noble, parado ahí como centinela del pueblo, vigila el horizonte con cara de cura en sermón, severo, sí, pero querendón.

Por los años de mil ochocientos setenta, ¡milagro bendito!, el aire empezó a oler distinto. Ya no era sólo caña, sino café. El auge cafetero se fortaleció con el impulso de don Mariano Ospina Rodríguez, “¡Vea, compadre!”, decía un campesino, “esta matica sí que da vida”. Y dio vida y dio fama y dio trabajo, ¡claro que sí! Las lomas se vistieron de verde brillante, los caminos se llenaron de mulas cargadas de costales y las fiestas del pueblo se animaron con música y coplas de Mario Tierra. Fredonia se volvió nombre sonoro en el mapa cafetero, para que lo sepan.

De esas fincas salió un día un hombre humilde, Carlos Sánchez, de la vereda La Garrucha, que acabó siendo el mismísimo Juan Valdez. ¡Vea pues, quién lo creyera! Su sonrisa franca y su mula Conchita fueron la cara del café colombiano ante el mundo entero. ¡Y todavía el aroma de su legado se siente en el aire cuando el sol calienta las hojas del cafetal!

Pero no todo fue trilla y panela, ¡ni más faltaba! En El Uvital nació Rodrigo Arenas Betancur, escultor de manos firmes y corazón ardiente, que dejó en bronce la ternura de “Las manos de mi madre”. Y Efe Gómez, otro hijo de estas tierras, contó en letras lo que la montaña calla: la lucha, la tristeza y la esperanza del antioqueño. Pa’ que vea que aquí sale arte y poesía hasta de los barrancos.

Y cuando el sol se esconde detrás del cerro, las viejas del lugar prenden el fogón y empiezan los cuentos: “¡Ave María!, anoche mismo vi una bruja pasar sobre el tejado de doña Libia, con el pelo encendido y la escoba chorreando candela.” “¡No diga!”, responde otra. “Eso son los espíritus de los senufanáes que todavía buscan sus tesoros”. Y todas se persignan, pero siguen riendo. Porque aquí los sustos no asustan, acompañan. ¡Así es la cosa!

¡Ay, Fredonia! pueblo blanco, arropao de neblina en las mañanas. Tierra de campesinos buenos, de mujeres verracas y hombres madrugadores. Aquí se trabaja desde antes que cante el gallo y se ríe hasta después de que la luna se cansa. En los mercados se vende plátano, yuca, panela… y sonrisas, que no falten. Al forastero se le ofrece un tinto antes que una pregunta y si viene en apuros, no faltará quien le dé posada y aguapanela.

Porque Fredonia no es sólo un lugar, sino un modo de vivir: con trabajo y con ternura, con tranquilidad y con alegría, con café y esperanza. Y cuando amanece, el sol asoma entre las montañas, calienta los cafetales y el aire se llena de un olor dulce, de esos que no se olvidan. Entonces la tierra parece decir, con voz antigua y sabia: “aquí, en Fredonia, todavía somos libres… y felices, ¡carajo!”

Sobre el autor

Edwin Andrés Rendón. Escritor y profesor. Doctor en Educación, Magister, Especialista y Licenciado en Literatura. En 2016 fue reconocido por el Ministerio de Educación Nacional de Colombia, en la Noche de la Excelencia, como uno de los mejores maestros de Lengua Castellana del país. En 2017, 2019 y 2023 recibió reconocimientos de la Secretaría de Educación de Antioquia por sus experiencias significativas en educación; y en 2018 obtuvo el Premio Nacional al Docente BBVA. En 2023 fue distinguido con la Medalla al Mérito Presbítero Miguel Giraldo Salazar de la Gobernación de Antioquia, por su contribución excepcional a la educación. En 2024 fue finalista del Premio Educativo Nicanor Restrepo Santamaría. Ha sido ganador en varias ocasiones de los Estímulos del Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia y de becas del Ministerio de Cultura. Ha liderado relevantes proyectos de educación para la paz desde la literatura.

Entre sus libros destacan Escuela del territorio (2021), Informe sobre la belleza (2019), Cocuyos (2017), Escuela de Paz y Poesía (2017) y Poética del territorio (2014). Su obra literaria y pedagógica ha sido traducida al inglés, francés, portugués, alemán, hebreo y rumano, y ha sido presentada en ciudades como Medellín, Bogotá, Santiago de Chile, Nueva York, San Juan de Puerto Rico, San Salvador, Buenos Aires, Montevideo y Madrid, entre otras.

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