Investigación y redacción: Eliana Hernández Pérez
Artista Visual y Técnica en Comunicación y Medios Periodísticos
también mis lágrimas. Sobre esta montaña y en esta noche de misterios
y augurios siento un terrible, un inmenso y cósmico gozo interior.
Me siento reconciliado con mi corazón. No sé si volveré a partir o si me hundiré
aún más en la tierra y en el silencio”.
– Rodrigo Arenas Betancourt.
Hablar del primer artista monumental de Colombia no es sólo contar la historia de un país, es conocer a Rodrigo Arenas Betancourt a través de su obra. Su historia comienza el 24 de octubre de 1919 en una tierra infértil que no le permitió disfrutar de la abundante cosecha que puede proveer la naturaleza. Al ser el primogénito y tener que cuidar varias veces de sus hermanos y hermanas, se vio en la necesidad de robar alimentos para calmar el hambre que los agobiaba. En esta tierra no todos podían sobrevivir, pero la naturaleza era increíblemente hermosa, trágica pero hermosa como la vida misma.
La vereda El Uvital ubicada en Fredonia, es el génesis de toda su creatividad. Su madre le decía: ‘vamos al filo a divisar’ en esa frase “estaba contenida toda mi voluntad sociológica y todo mi mundo interior” describió Rodrigo Arenas Betancourt (2015, p.53). Quedarse horas observando ‘el milagro de la naturaleza’ fue su mayor compensación en una vida llena de carencia, que desde muy pequeño le hizo cuestionar a Dios.

El Cerro Tusa y El Cerro Bravo, que se pueden observar desde El Uvital, permanecen envueltos por nubes gigantes y un cielo que parece infinito, convirtiendo en sublime su contemplación. Ese punto, en el que la belleza toca lo inabarcable traspasó a su obra; una danza con formas ondulantes, un movimiento rítmico y orgánico y figuras que siempre están apuntando al cielo, que buscan elevarse de la tierra, para encontrar la libertad en la inmensidad del firmamento.
El arte siempre estuvo presente en la vida de Arenas Betancourt, su padre José Dolores Arenas Arenas, hijo de dos primos hermanos, fue un trabajador del campo que sabía albañilería campesina y era capaz de hacer las casas con tierra, tapia y bahareque, además era artesano y fue su primer maestro, aunque él lo llama su primer orientador. Rodrigo Arenas lo observaba mientras tallaba en trozos de madera de balsa diversos animales coloridos y con movimiento, porque les unía cada una de sus partes con alfileres, puntillas y alambres. Su padre, un artista innato, también era un gran dibujante de animales y los coloreaba con luz tenue.
Después, fue el maestro de cuarto de escuela Miguel Yepes quien le despertó su curiosidad por el dibujo. Un día le puso la tarea de dibujar la cara de Simón Bolívar; un rostro muy representativo en su obra. Otra de las tareas de este tiempo fueron las lecturas avivaron su universo simbólico. Leía el ‘Corazón’ de Edmundo D’Amicis y los libros de historia donde observaba los grabados de Gustavo Doré. También le gustaba contemplar los retablos del cuarto de su abuela.
Tiempo después, un primo de su madre al cual llamaba “tío”, Ramón Elías Betancourt, escultor con gran influencia española, decidió también ser su maestro, tras descubrirlo trabajando con Cristos que sometía al sufrimiento extremo, una muestra de su hondura forma de habitar el mundo. Su tío lo impulsó a vivir en la ciudad de Medellín e iniciar sus estudios durante un año en La Escuela de Bellas Artes, luego decide trasladarse a la ciudad de Bogotá, matriculándose en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional. Allí conoció al maestro José Domingo Rodríguez, quien le transmitió “un orden en el aprendizaje: primero el dibujo o el proyecto; después el modelado o la talla. Primero el pensamiento, después la acción” (Arenas Betancourt, 2015, p. 107). También fue discípulo del maestro Pedro Nel Gómez, convirtiéndose en su amigo con el paso de los años, contó con el privilegio de residir en la casa del maestro y le ayudó en algunos trabajos. Otros dos grandes amigos fueron Belisario Antonio Betancur Cuartas, nacido en Amagá y ex presidente de la República de Colombia y Otto Morales Benítez, jurista, político y abogado.
En 1944 durante la Segunda Guerra Mundial, Rodrigo Arenas Betancourt decide viajar a México, a raíz de la dura realidad que se vivía en Colombia: la desigualdad social, los conflictos agrarios y las disputas de poder entre los liberales y los conservadores, una ruralidad impactada significativamente por los indicios de una violencia que se intensificaría en 1948 con el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, un hecho que desencadenó El Bogotazo, una revuelta social que desató una guerra civil que duró hasta mediados de los años 50. Esta violencia política también afectó la subsistencia de los artistas.
Apenas tenía 24 años de edad y se pudo ir gracias al impulso solidario de sus amigos, quienes incluso crearon un fondo que se abastecía con los ingresos de artículos publicados y algunas contribuciones constantes. En momentos difíciles esta fue una gran motivación, porque sabía que existían muchas personas que esperaban que él cumpliera sus sueños.
Un país como México, era de gran importancia para los intelectuales colombianos, el lugar donde sus sueños se podían volver realidad y para Arenas, el país que lo formó como escultor monumental. Allí, comprendió que “el arte es el único lenguaje universal, eterno y que forma parte absoluta y total del hombre” (1988, p.52), un pensamiento reflejado en su postura crítica frente al arte, la vida y la cultura.
Rodrigo Arenas era un gran admirador de la obra de Leonardo Davinci y de Miguel Ángel, y de los escritos de Sigmund Freud sobre el psicoanálisis del arte. Al mismo tiempo era crítico de lo que leía y contaba con una gran capacidad intelectual para argumentar cuando no estaba de acuerdo con lo que se planteaba acerca de la obra de los artistas que admiraba, de igual forma la escultura grecorromana influenció de una manera importante su visión artística, sumada al arte mexicano, especialmente el arte prehispánico mexicano.
Su llegada a México al inicio no fue la mejor, porque tuvo que subsistir antes de ser catapultado a la fama como escultor, sin embargo, vivió fascinantes historias y conoció a artistas importantes como Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. En este país, dominado por el arte que se respiraba en cada esquina, se fue moldeando poco a poco hasta convertirse en el gran maestro monumental.
Uno de sus grandes amores fue la artista mexicana Celia Calderón de la Barca Olvera, quien lamentablemente terminó con su vida. Ella le había avisado que lo haría, pero él no le creyó. Este acontecimiento removió sus entrañas y se dio cuenta de que sin las mujeres no existiría nada sobre la tierra.

En México estudió y practicó el muralismo y la pintura al óleo junto al pintor Jorge Elías Triana. En la primera exposición de la Sociedad para el Impulso de las Artes Plásticas, en el Palacio de Bellas Artes, expuso una “Mujer Maya Tortiando” (1948), una de sus primeras ventas en el arte adquirida por el ingeniero José Domingo Lavín.
También intentó ser periodista, escribió para el periódico El Sureste de México y para la revista Nosotros y en la sección editorial de El Nacional. Caminar por las calles, conocer a la famosa colonia colombiana y visitar los sitios donde en ese entonces departían las figuras más importantes del arte, la literatura y la poesía en México, le ayudó a sobresalir y conocer secretos del oficio. “México me dio la fe en la creación, fe en la función educativa del arte y la seguridad de que el artista no es un mendigo” (2015, p.77). Una muestra de ello es la primera escultura monumental que creó en México, ‘Prometeo-Quetzalcóatl’, tras ganarse un concurso en la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México.

México también le abrió las puertas para formar una familia, cuando trabajó en el Estudio Río de Loza, le pagó arriendo a quien sería su suegro Fernando Rosas Arellano, hijo del pintor Ignacio Rosas, con su hija Lydia Rosas Rodríguez tuvo sus tres primeros hijos: José Patricio, Rita Virginia y Margarita.
“Estoy construido con infinitas partes de todo esto y sé que todo esto está construido con mínimas partes mías” (Arenas Betancourt, 2015, p.11).
Aunque sus recuerdos de la niñez en El Uvital sobrecogen de una manera muy fuerte a Rodrigo Arenas Betancourt, tuvo la oportunidad de crecer artísticamente en México y en Europa. Sin embargo, siempre sintió un vacío profundo que se incrementó tras su secuestro por delincuencia común del Suroeste antioqueño en octubre de 1987, por el pago que recibió para la elaboración del Monumento a la Raza (1988) ubicado en la Plazoleta La Alpujarra en Medellín. De algún modo creía en la humanidad, pero cuando vivió en carne propia la oscuridad de este mundo, realmente sintió un vacío que nunca más logró volver a llenar.
sobre una cresta de la cordillera andina,
en los amaneceres acariciado por la bruma,
Cerro Bravo, es como un león dormido,
esperando que un sol naciente lo abrace.
Cuando el fuego madrugador desde el oriente lo acaricia,
sus primeros rayos calurosos… lentamente bajan por sus aristas,
como se esparce un helado por el cono de un barquillo.
De origen volcánico moldeado por el fuego,
su poder cósmico con su magia seductora,
esparcen la inspiración celestial,
por los manantiales cristalinos
que corren por sus laderas
hacia el cañón del Sinifaná.
ANTAR ARENAS — Dra. Enero/2016
– Arenas Betancourt, R. (2015). Crónicas de la errancia, del amor y de la muerte.
– Arenas Betancourt, R. (1988). Los pasos del condenado.
– Varela Ángel, F. (1984). Arenas Betancourt: de tallador de Cristos a escultor colosal.




