Horas de ira y de miedo
Segunda parte.
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar
La parte de la ciudad que ahora tenía ante mis ojos y que hasta hacía cosa de unos instantes parecía ser el medio día de una jornada semanal normal de Bogotá, se había transformado, sin saber cómo ni por qué, en un escenario apocalíptico de gentes que, enloquecidas, gritaban cosas que no lograba entender, mientras corrían hacia la carrera Séptima o hacia otros lugares. Pero lo que me hizo experimentar un terror jamás imaginado fue darme cuenta de que desde el tercer piso del edificio hacia abajo enormes lenguas de fuego y volutas de una espesa y negra humareda salían despedidas por las ventanas. Sin pensarlo más y sin preocuparme por la posible presencia de la mosca, entré al apartamento gritando: ¡mamá, el edificio se está quemando! Ella, que no se había dado cuenta de lo que ocurría hasta ese momento, tomó conciencia inmediata del enorme peligro en el que nos encontrábamos. Su reacción fue tomar una cobija y poner en ella un platón grande en el que acomodó como pudo la plancha, un vestido y el sombrero nuevo de mi papá, el álbum de fotos de la familia, algo de ropa de mis hermanos y una porcelana del Ángel de la Guarda; en una pequeña bolsa también puso algo de comida que tenía a la mano. Así, pues, y luego de ponerme un abrigo color rojo que hacía poco me había comprado y calzarme unas botas de color blanco cuyos cordones no fui capaz de atar, salimos apresuradamente del pequeño apartamento, ella con el atado al hombro y yo tomada de su mano; una vez en el piso sexto, mi madre tuvo el increíble sentido de optimismo de pedir el ascensor que, en efecto, subió; en él alcanzó a poner el atado con las cosas que había podido recoger; ya nos disponíamos a entrar y lo hubiéramos hecho de no haber sido porque un señor de nombre Manuel, muy amigo nuestro, nos disuadió de hacerlo por el evidente riesgo que correríamos de morir asfixiadas allí dentro. Con ese acto de sensatez este amigo (nuestro primer Ángel de la Guarda de aquel día) probablemente acababa de salvarnos de una muerte horrible. Ya con las pocas cosas guardadas en el ascensor emprendimos el descenso por las escaleras, a lo largo de las cuales yacían numerosas personas que habían sucumbido ya a la asfixia provocada por el humo y al calor del fuego.
Finalmente, y mediante una hazaña que aún hoy día me parece imposible que hubiéramos logrado, llegamos al primer piso y salimos fuera del edificio, ilesas; allí nos encontramos con papá quien, pese a los ruegos de mi madre para que se fuera con nosotras, se negó a alejarse de aquel lugar porque, dijo, ese edificio estaba bajo su responsabilidad. A partir de ese momento el contacto con mi padre se perdió y nosotras debimos afrontar solas el incierto destino que nos esperaba.
Tiempo después, éste era el aspecto del parque San Victorino. (Bajada de Facebook, Henry López)
Teníamos ahora ante nuestra vista y en toda su trágica magnitud el escenario de horror en el que acababa de sumirse la ciudad. Nos encontrábamos en la plaza del parque San Victorino, hacia donde confluía una caótica multitud presa de una ira incontenible gritando “¡mataron a Gaitán!” y lanzando vivas al Partido Liberal. El ruido ensordecedor de los disparos; el estrépito de las puertas de los locales comerciales al ser derribadas; el espectáculo de edificios de oficinas en llamas; el griterío de la gente que, con armas de fuego, machetes, cuchillos, martillos, mazas, barras, piedras y toda clase de objetos contundentes producto del saqueo generalizado, parecían querer destruir el mundo entero: el auténtico raudal abrumador e incontenible paralizaba el alma. Un energúmeno, probablemente bajo los efectos de la borrachera, nos arrojó con toda la fuerza que pudo una botella de vino aun sin destapar que mi madre, no sé cómo, pudo aparar y evitar que nos golpeara. La película de espanto, inimaginable hacía apenas unos minutos antes, y cuyo final era imposible avizorar, había emprendido su marcha inexorable. En esas circunstancias de extrema confusión y de parálisis que nos impedía pensar sobre qué camino coger, un vecino que reconoció a mi madre se nos acercó y nos dijo que teníamos que irnos de allí cuanto antes. “Tome este machete — le dijo — y camine gritando que viva el Partido Liberal, talvez así no las maten”. El ángel protector de aquel día acababa nuevamente de personificarse en este amigo — del que nunca volveríamos a tener noticia — al mostrarnos la que era talvez, en ese momento, la única opción razonable para salir con vida de aquel infierno.
Tomada la decisión de alejarnos de aquel sitio, lo siguiente que había que hacer, corriendo un riesgo incalculable, saltando por encima de cadáveres esparcidos por el piso y, para colmo de males, en medio de un fuerte aguacero, era ir a sacar a mis hermanos Gustavo y Alfonso del colegio Los Ángeles, situado a espaldas de la iglesia de La Capuchina. Así que, machete en mano y fingiendo que gritaba (supongo que mi abrigo rojo también ayudó), llevándome prácticamente a rastras (uno de mis botines puestos sin amarrar se me había perdido) mi madre se dirigió a aquel colegio a donde pudimos llegar, una vez más, ilesas. No recuerdo qué cara pusieron las profesoras y los niños que, en ese momento, encerrados en un aula, eran presa de una angustia inimaginable, al ver llegar a una madre decidida con un machete en la mano, una botella de vino y una niña vestida de rojo; tal vez sintieron que, después de todo, su hora fatal les había llegado; pero, al parecer, mi madre pudo rápidamente explicar la situación y tranquilizar aquellas almas agitadas, porque de inmediato mis hermanos le fueron entregados.
La gran incógnita ahora era qué refugio buscar para guarecernos, al menos por el momento. Entonces, luego de recordar que tenía una amiga que vivía cerca de la Estación de la Sabana, mi madre decidió que en ese momento la casa (o la pieza) de esta señora era el sitio más cercano y relativamente más seguro al que nos podíamos. Se trataba de una robusta mujer llamada Nina, casada con un policía flaco y desgarbado con quien había procreado una numerosa prole de 11 hijos. Sin pensarlo más, mi madre, con nosotros los tres hermanos ya reunidos, se dirigió hacia allá. Aquella mujer nos acogió con cariño y sin poner condición alguna. Por tercera vez nuestro Ángel de la Guarda, en la persona de aquella entrañable amiga, nos estaba tendiendo la mano.
Ahora, al abrigo de la tormenta humana, al menos temporalmente, dos graves y preocupantes asuntos aparecieron en el horizonte inmediato. El primero era no saber nada de la suerte de mi papá: ¿Habría logrado refugiarse en una parte segura o habría sido víctima de la loca furia de los revoltosos? En el caso de estar vivo, ¿cómo iría a sobrevivir hasta que las cosas regresaran a la normalidad? El segundo motivo de preocupación era cómo se la iban a arreglar mi madre y la señora Nina para alimentar tantas bocas, porque la escasez de alimentos iba a ser algo previsible, inevitable. La amenaza de hambre era pues un asunto de vida o muerte. La prueba de supervivencia a la que estábamos sometidos entraba en esos momentos en la siguiente etapa, tan incierta y azarosa como la que habíamos vivido hasta ese momento. ¿Contaríamos nuevamente con la mano invisible de nuestro Ángel de la Guarda?
Foto portada: Sietefotografos.com
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio