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¿Vivirá aún mi padre? 

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

La incertidumbre por la ausencia de nuestro padre era, a pesar de los esfuerzos de mamá por hacer más llevaderas las cosas, una carga emocional que con los días se volvía cada vez más insoportable. Con enorme ansiedad mi madre no se despegaba del pequeño aparato de radio a la hora de las noticias, en las que se daba información sobre personas muertas, desaparecidas o heridas; pero, aunque el nombre Jesús Cárdenas no aparecía en esos noticieros, esa no era una garantía de que estuviera vivo, porque una de las grandes tragedias de aquellos días fue la numerosa cantidad de personas asesinadas que debieron ser enterradas en fosas comunes por la imposibilidad de ser identificadas. En mis noches de desvelo, veía a mi padre vagando por las silenciosas y amenazantes calles buscando sin hallar noticia acerca de nosotros y eso me llenaba de una inmensa ansiedad y tristeza. Gran parte de nuestro tiempo la pasábamos hablando de él, imaginando todo tipo de cosas preocupantes. Pasadas unas dos o tres semanas, mi madre ya no esperó más y, pese al peligro de alguna bala perdida, se aventuró a acercarse cada vez más a la plaza de San Victorino, en cuyos alrededores solo había destrucción y soledad; su intuición de mujer le decía que él tenía que estar vivo y, de estarlo, tendría que encontrarse cerca de aquella zona, o en otro edificio del mismo propietario del Edificio Rex, en el que vivíamos hasta el día del 9 de abril, y que también era administrado por mi padre: el Edificio Matiz, una hermosa construcción estilo republicano — hoy reemplazado por un anodino edificio de oficinas — situado al lado de otro edificio muchos más grande de un estilo similar (sede de la gobernación de Cundinamarca, aún en pie), situado a una cuadra en diagonal del sitio del asesinato que desató la tormenta. Pero arriesgarse a llegar hasta ese edificio — del que no se sabía si también habría sido destruido — era en ese momento una apuesta muy arriesgada.

Pero en un momento dado y luego de averiguar por su nombre aquí y allá sin resultado positivo alguno, finalmente un rayo de esperanza llegó a su corazón cuando alguien le dijo que creía haberlo visto. Entonces tuvo la certeza de que mi padre no había muerto: ¡papá estaba vivo! Esta alentadora perspectiva nos devolvió la confianza, especialmente la alegría. La escasez de alimentos y la estrechez en la que nos encontrábamos en cierta manera pasaron a ser asuntos secundarios; nuestra estancia en aquel lugar se volvió casi hasta divertida, a lo cual contribuía el temperamento optimista y tranquilo de mi madre. — ¡Increíblemente, jamás la vi llorar en aquellos días! —. Ahora, pues, mi mamá, mis hermanos y yo sentíamos que nuestro sufrimiento tenía que ser algo pasajero porque, en cualquier momento, mi padre y nosotros volveríamos a estar reunidos y esas semanas de tragedia no serían más que un doloroso recuerdo que quedaría en el pasado. ¡La esperanza había renacido!

Mi padre. La lealtad para con sus valores cristianos, para con la familia y para con las personas a las que les dio su palabra, fueron apenas tres de sus más valiosas cualidades humanas.

Dueña ya de la certeza de que papá vivía, mi madre renovó la búsqueda con más ahínco, pero aún debieron pasar varios días hasta que, por fin, se arriesgó a acercarse a lo que quedaba del edificio Rex, que era ahora un esqueleto del que solo quedaban en pie, además de las columnas, algunas partes de sus paredes y escaleras; todo lo demás era solo un montón de cenizas de muebles de oficina y partes de objetos y estructuras metálicas apenas reconocibles apiladas en el sótano y primer piso. Pero algo le decía a mi madre que él estaba en ese lugar, talvez tratando de rescatar algo que quedara en servicio. ¡Y entonces lo vio y también él la vio! No recuerdo mucho acerca de los detalles del relato de mi madre sobre ese encuentro, pero debió ser un momento de profunda emoción para ambos cuando, fundidos en un mutuo abrazo lleno de amor y alegría, supieron que todo el grupo familiar estaba bien. La parte más espantosa de la pesadilla, que había durado alrededor de unas tres o cuatro semanas (las fronteras del tiempo se vuelven difusas con el paso de los años), cuyo comienzo fue la dramática separación en aquella tarde del 9 de abril, había terminado ahora con este emocionante reencuentro. Presa de una profunda alegría, sentí que estar de nuevo todos reunidos había dejado de ser una esperanza para pasar a ser una hermosa realidad.

Durante esos días críticos mi padre había logrado, efectivamente, refugiarse en el Edificio Matiz. Allí, en una pequeña pieza ubicada sobre el último piso, utilizada como dormitorio por parte del vigilante y que éste le cedió, pasó aquellos intranquilos días en los que escasamente podía dormir pensando en qué habría sido de su esposa e hijos. Esa pequeña pieza — ¡que para mis hermanos y para mí pasó a ser luego un verdadero y flamante palacio! — fue también, después del reencuentro de mis padres, nuestra vivienda por varios meses (no recuerdo cuántos) después de la tragedia, hasta que pudimos regresar a nuestra anterior vivienda una vez reconstruido el edificio Rex. Increíblemente, las pocas cosas que mi madre había guardado en el ascensor fueron encontradas por mi padre dentro del mismo aparato en buen estado. Éste, al cerrarse, lo hizo tan herméticamente que ni el humo ni las llamas pudieron penetrarlo. Fue lo único de nuestros bienes materiales que se logró rescatar. Todo lo demás se había perdido.

La política que, hasta el día 9 de abril de 1948, había sido para mi familia, para mí particularmente, una extraña forma que tenían los adultos de relacionarse entre sí con la que nosotros sentíamos que no teníamos algo que ver, fue de pronto e inesperadamente un torbellino siniestro contra el cual tuvimos una brutal estrellada, que me llevó a tener que reconocer — de una forma cada vez más consciente a lo largo de mis años — que vivo en un país en el que el concepto de “política” es una realidad social de la cual la violencia es una parte inherente. El 9 de abril me llevó también a ver en mi mamá, además de la mujer incondicional para con sus hijos — algo que ya lo sabíamos —, a la madre capaz de reinventarse el mundo para proteger a su familia cuando su bienestar y hasta su existencia misma estaban en juego. Ella fue para todos nosotros, pero especialmente para mí, el verdadero ANGEL DE LA GUARDA.

Termina aquí el relato de Gloria sobre la manera como ella con su familia vivió la experiencia de aquellos horribles días, la que, de hecho, no terminó totalmente con el reencuentro de sus padres, porque a partir de ese momento este grupo familiar debió afrontar una etapa colmada de increíbles carencias económicas y materiales que se extendió por muchos meses. Experiencias similares o hasta mucho más trágicas que, igualmente, debieron ser vividas por muchas otras familias de Colombia en los días y años subsiguientes de La Violencia. Una parte de su vida que conozco muy bien porque esa niña que, teniendo apenas 5 años, sufrió en carne propia semejante infierno, es la persona con la que, años más tarde, me uní para, entre los dos, construir nuestra propia familia; porque ella es mi esposa. Con el paso de los muchos años vividos, ya sea al calor de un almuerzo familiar o ya ante las moribundas horas de un sol crepuscular, los recuerdos de tristes horas de un pasado ya lejano vuelven a revivir en sus palabras: los recuerdos de ¡AQUEL ACIAGO 9 DE ABRIL!

FIN

Foto No. 1, portada: Leonor Cruz y sus dos hijos, Gustavo y Alfonso (Álbum familiar). Foto No. 2: Jesús Cárdenas (Álbum familiar).

Lea la tercera parte aquí 


Por Rubén Darío González Zapata
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