Por Juan Carlos Monroy Giraldo
Las comunidades de este lejano corregimiento de Urrao – Antioquia recuperan sus tradiciones, como las cabalgatas y fiestas, que por casi una década desaparecieron por el conflicto armado. Así como lo hizo Judy del Río, una sobreviviente.
Al terminar la tarde del 28 de abril de 1998, un grupo armado perteneciente al Bloque Suroeste de las autodefensas incursionó en su corregimiento. Del bus escalera que llegó bajaron a los pasajeros, de las casas sacaron a otros pobladores y los reunieron cerca del parque.
“A mi esposo a mi nos sacaron de la casa a la brava y cuando llegamos tenían a la gente que recogieron en fila. Estando así dijeron que las mujeres que estuvieran en embarazo se podían ir para sus casas y pues todas resultamos en embarazo con ese miedo”, relata Judy de ese trágico día que no puede olvidar.
Ella tampoco borra de sus recuerdos que, rumbo a su casa, su esposo Emilio se negaba a entregarle a ella la hija pequeña que tenía cogida de la mano. No lo hacía porque presintiendo lo peor y temiendo por su vida, el hombre le respondió: “No se la doy porque la niña es la que me va a salvar”.
Su terquedad le dio resultado y a ambos les permitieron volver a su casa distante una cuadra del parque. Judy camino muy rápido y “no sé cómo, pero cuando llegamos a la casa resulté descalza y estaba cayendo un aguacero. Al rato sentimos esa balacera y Emilio asustado me dijo: ‘¡Ay mija!, mataron a toda esa gente’”.
El grupo armado ilegal obligó a las víctimas a tenderse en el suelo boca abajo y los masacraron a disparos. En ese momento murieron diez hombres: los dos ayudantes del bus y ocho campesinos.
Antes de irse quemaron el centro de salud y el puesto de la Policía, saquearon los negocios comerciales y se robaron caballos y mulas. Pero la masacre no terminó ahí, continuó en la vereda El Maravillo, a tres horas del caserío, donde retuvieron a doce personas que asesinaron. En este lugar también dañaron la caseta y la tienda, además se robaron el equipo de sonido de la Junta de Acción Comunal.
En el caserío, mientras unos lloraban y otros gritaban de dolor frente a los cadáveres de sus familiares y amigos, Judy y otros lugareños llevaron los cuerpos a la casa de un hermano y al día siguiente los transportaron a la municipalidad.
En los días posteriores a los sepelios siguió la violencia, porque la guerrilla, con el frente 34 que predominaba en la zona, incrementó su intimidación contra la población civil acusándola de informantes para la incursión de los paramilitares.
La consecuencia inmediata fue el desplazamiento de más de 350 habitantes que huyeron de la zona aterrorizados. Judy no se fue. Contando a su familia, solo quedaron unas quince viviendas habitadas. La escuela de la vereda El Maravillo pasó de tener 69 estudiantes a contar sólo con 24 y la ubicada en la vereda La Clara cerró sus aulas por falta de alumnos.
Durante los diez años siguientes, el conflicto no cesó y se sumaron más víctimas de asesinatos, desplazamientos masivos y de familias amenazadas, reclutamientos forzados, violencia sexual y hasta ejecuciones extrajudiciales.
Por la intimidación y la violencia de los grupos armados ilegales se acabaron tradiciones tan arraigadas como las cabalgatas, el Día del Campesino, los paseos al río y a pescar, los bingos y las fiestas en las veredas. No se salvaron ni las fiestas religiosas.
“Por el miedo y la falta de empleo, la mayoría de gente se tuvo que ir, porque hasta los grandes fiqueres que daban trabajo se fueron por el conflicto. La Encarnación se convirtió en un corregimiento fantasma”, exclama uno de los habitantes que se desplazó durante esa época, quien después de más de 15 años retornó.
Reparando territorio y comunidad
Han pasado veinte años de la masacre y casi diez desde el conflicto armado cesó y, ahora, la misma Judy es protagonista y testigo de la recuperación de este corregimiento y sus veredas más azotadas por la violencia, El Maravillo y La Clara, donde se implementa un plan de reparación colectiva coordinado por la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas – UARIV.
El corregimiento La Encarnación y sus veredas, a las que solo se llega cabalgando, están rodeadas de montañas, bosques y valles regados por muchos ríos. Además, tiene como atractivo su cercanía al Parque Natural Nacional de Las Orquídeas y el Páramo del Sol.
Cuentan con nostalgia sus habitantes que, antes de que la violencia se extendiera por la zona, las familias “vivían unidas, tranquilas y sin miedo”. La agricultura en esa tierra fértil daba buenas cosechas de frijol, maíz, granadilla, café, lulo, tomate y caña. Además, en las extensas praderas los campesinos madrugaban a ordeñar sus vacas y arriar el ganado.
“Esto aquí era muy de buen ambiente, uno vendía mucho en la tienda y había mucha siembra. Hacíamos paseos al río a bañarse y a pescar y disfrutábamos las cabalgatas, las peleas de gallos, las fiestas en el parque y las procesiones religiosas. Todo eso es lo que queremos recuperar ahora sin el conflicto”, afirma Yudy.
En estas veredas calculan que esa vida rural rodeada de naturaleza y música de carrillera comenzó a interrumpirse de forma violenta a partir del año 1994 y hasta el 2008, cuando la población quedó en medio de la disputa por el control territorial entre la guerrilla de las FARC, los grupos de Autodefensas y el Ejército.
Con asesinatos, masacres, desapariciones forzadas, secuestros, reclutamiento ilegal para sus filas, desplazamientos masivos, confinamientos de población, ejecuciones extrajudiciales, violaciones sexuales, destrucción de viviendas e infraestructura, saqueos, bloqueos de vías, constreñimiento político y hasta con fronteras, los grupos armados ilegales acabaron con la tranquilidad que brinda la ubicación en una zona de gran riqueza natural.
En la última década, con la mayor seguridad y control territorial por parte del Gobierno y la Fuerza Pública, además de la desmovilización de los grupos de autodefensa y más reciente de las FARC, una parte de los pobladores que se desplazaron pudieron retornar.
También llegaron a reconstruir lo destruido, como una de las tenderas quien cuenta que al volver “encontramos la casa saqueada, en ruinas sin techo ni piso, solo quedaban los muros. Ahora estamos empezando a levantarla otra vez”.
El trabajo de reconstrucción física y del tejido social no ha sido fácil porque el conflicto armado que quieren dejar en el pasado no solo dejó víctimas directas, viudas y huérfanos. También destruyó las relaciones sociales al desintegrarse las familias que perdieron miembros, bienes y tierras y huyeron desplazados, impidió el trabajo de los líderes sociales y hasta acabó con las Juntas de Acción Comunal.
Para lograr ese resurgimiento de la comunidad, un grupo de pobladores se convirtieron en “tejedores”, como se conoce a estas personas que se capacitaron en liderazgo social con la estrategia Entrelazando, como parte de la implementación del Plan Integral de Reparación Colectiva a cargo de la Unidad para las Víctimas.
Sandra Montoya es una de ellas. Para esta mujer que también sufrió el desplazamiento forzado para evitar que la guerrilla reclutara por la fuerza a su hermana, el principal logro en su tarea ha sido “restablecer la confianza y esos lazos sociales y hasta familiares, ya que por el miedo desconfiábamos los unos y de otros”.
Se refiere a la estigmatización de estas veredas entre sí por la desintegración y el terror que se apoderaron de la región con la disputa entre los grupos armados. “Los que vivíamos aquí en La Encarnación no podíamos ir a El Maravillo o La Clara ni a Abriaquí porque, como las FARC mantenían aquí, decían que éramos guerrilleros y nos podían matar. Y si de esas veredas venían aquí los mataba la guerrilla porque los acusaban de paramilitares”.
Esas fronteras desaparecieron. Sandra destaca que “ahora la gente va y viene a los matrimonios o a compartir en las navidades y estamos viviendo otra vez muy tranquilos porque ya no tenemos esas fronteras y logramos unirnos otra vez las tres comunidades”. También cuenta que han vuelto “a los paseos al río y realizar los juegos tradicionales de yoyo, bolas, trompo y pirinola”.
Según María Clara Espinosa, líder del equipo de reparación colectiva de la Unidad para las Víctimas en Antioquia, “además de la reconstrucción de la infraestructura comunitaria afectada por el conflicto, con los talleres sicosociales enfocados a la recuperación emocional y rehabilitación comunitaria de la estrategia Entrelazando, los habitantes lograron integrarse de nuevo y recuperar muchas de sus tradiciones”.
La más reciente medida de la reparación colectiva se dio en diciembre con la dotación de insumos agropecuarios, animales, maquinaria para talleres textiles y de cocina para el fortalecimiento de las unidades productivas de 100 mujeres, así como la entrega de equipo deportivo y vestuarios para los grupos culturales.
Regresaron las cabalgatas
Las señales del resurgir están a la vista. Los campesinos volvieron a recorrer los caminos de herradura montados a caballo o en mula y a las tradicionales cabalgatas. A lomo de mula también se unieron durante este año para ayudar a transportar materiales para remodelar la escuela, la cancha y la caseta comunal de la vereda El Maravillo, las cuales se deterioraron por el abandono durante los desplazamientos. La obra fue financiada por la Unidad para las Víctimas como medida de la reparación colectiva con la cooperación del PNUD.
Otra costumbre que se recuperó son los juegos deportivos entre los habitantes de las 12 veredas que conforman el corregimiento, quienes en octubre de este año llegaron de nuevo a caballo hasta el caserío para integrarse a través del fútbol y otros deportes.
“Volvimos a hacer los juegos y también los paseos al río y las procesiones, también los convites para arreglar el parque y los caminos, ya que ahora la gente es más animosa”, comenta un arriero apenas desciende de su caballo tras cabalgar durante tres horas desde el vecino municipio de Abriaquí con un grupo de amigos.
La música tradicional campesina también regresó por cuenta del Grupo de Cuerda, integrado por campesinos que tocan la guitarra, quienes se presentan en las fiestas de las veredas y amenizaron los encuentros sicosociales para restablecer los vínculos sociales. Durante el conflicto, sus instrumentos también habían dejado de sonar y por eso este año recibieron una dotación de éstos.
Como memoria histórica, se han realizado actos conmemorativos y marchas para recordar a las víctimas y sembraron árboles como símbolo de la vida que reron nace en La Encarnación.
Y cerca al sitio donde ocurrió la masacre en 1998 pintaron el muro de la reconciliación, una señal a la vista del clamor de sus habitantes y sobrevivientes como la «tejedora» Judy: “Nos estamos recuperando y queremos que la violencia no vuelva por acá”.