Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar
Autor: Jorge Orlando Melo
Naturaleza: Histórica y crítica
Editorial: Planeta Colombia S.A. 2021
COMENTARIO:
Muchos de los libros – al menos de los que yo conozco – que se dedican a investigar sobre la historia de la violencia en Colombia, centran su esfuerzo en la narración de los hechos y, de manera especial, en identificar sus causas, sus ramificaciones y su entrelazamiento, así como en señalar sus consecuencias sociales y políticas; es algo que, por supuesto, tiene gran importancia. Este libro, sin embargo, aborda el tema desde una perspectiva diferente: la de las “justificaciones” o argumentos en los que se apoyan sus diferentes y sucesivos actores para ejercerla, con el objeto de encontrar la “legitimidad” que necesitan para hacerla aparecer como algo justo, inevitable y, tal vez – añado yo — como un recurso tranquilizador (una especie de anestesia) para sus propias conciencias. Al esculcar dentro de las entrañas de esos procesos y tratar de entender por qué sus actores, en cada etapa de nuestra historia, consideraban (o consideran) que ejercer la violencia era (o es) algo a lo cual tenían (o tienen) derecho, el libro necesariamente termina situando los hechos dentro de un contexto que le facilita al lector comprender mejor la psicología de la violencia como una estrategia para lograr objetivos de tipo racial, político, económico, religioso o los cuatro a la vez.
Cuando se ha escogido la violencia como único camino para alcanzar un objetivo, cualquier excusa es válida para mantener tranquila a la conciencia.
El libro hace una exposición de lo que podría tal vez llamarse “una cultura de la violencia”, que empieza con la etapa de La Colonia (siglos XVI, XVII y XVIII), durante la cual el argumento fundamental para ejercerla es el de la superioridad racial de los europeos (españoles y portugueses) sobre los habitantes del continente recién descubierto; sobre esta creencia se basó su supuesto derecho para disponer de las personas, de sus bienes y hasta de sus propias vidas, así como para imponerles su propia religión: el cristianismo. ¿Por qué no? El papa Alejandro VI (1493) había dicho que les “donaba” estas tierras: “Y a vosotros y a vuestros herederos y sucesores os hacemos… señores de ellas con plena y libre y omnímoda potestad, autoridad y jurisdicción” (Pág. 26). Por su lado, durante la guerra de independencia, la creencia sobre el uso legítimo de la violencia por parte de los criollos se basó en el concepto medieval de que el uso de las armas contra la tiranía era un derecho, mientras que, para los españoles, el uso supuestamente legítimo de la violencia se fundamentó en la defensa el orden establecido. Este mismo concepto, guardadas las diferencias, subsistió a lo largo del siglo XIX, durante las 8 décadas siguientes una vez lograda la independencia. En esos casos, casi siempre el tirano era el gobierno de turno, unas veces liberal y otras, conservador. Fueron las guerras partidistas. ¡Increíblemente y bajo argumentos de esta misma naturaleza, el país vivió durante el siglo XIX alrededor de 10 guerras civiles de carácter nacional, sin contar las regionales y todo tipo de levantamientos armados locales! Todas ellas entre el gobierno de turno y quienes se le oponían. Ya en el siglo XX y luego de una paz relativa (1910 – 1947), la violencia en la práctica no ha parado, si bien no se ha dado un caso de guerra civil propiamente dicha. Esta vez, el fundamento de legitimidad de la violencia ha tenido como razón de ser no ya derribar a un gobierno tirano “… sino cambiar la sociedad… como una forma de establecer una república justa, como el medio apropiado para lograr el más noble de los fines” (Pgs. 99 – 100). Esta línea de pensamiento se ha mantenido por parte de los grupos guerrilleros, mientras que, por parte de los sucesivos gobiernos, el fundamento de la represión violenta ha sido – igual que en la época de La Colonia, guardadas las diferencias — el de la defensa de la democracia o el orden establecido. Esto adquirió, ya en las últimas décadas del siglo XX y las primeras del siglo XXI, un enorme grado de complejidad con la aparición del paramilitarismo, que entró a actuar con el argumento de que el Estado como tal no tenía la capacidad para controlar los grupos armados rebeldes, ante la mirada tolerante, permisiva y, en algunos casos, abiertamente cómplice del Establecimiento o, al menos, de algunas de sus instituciones o representantes. Si se le suma a este estado de cosas el fenómeno del narcotráfico, tenemos aquí todo el entramado del complejo fenómeno de la violencia en el que el país terminó enredado en las últimas décadas.
Después de leer este libro, no le queda a uno más que tener que aceptar una dura realidad: Colombia es un país violento; fue engendrado con violencia (conquista y colonia), nació con violencia (guerra de independencia), ha evolucionado con violencia y sigue siendo violento: guerras civiles partidistas (siglo XIX) y guerra de guerrillas entre la clase dominante, paramilitarismo y los alzados en armas. Por una fatalidad incomprensible del Destino, los colombianos nos hemos acostumbrado a resolver nuestras diferencias políticas e ideológica, no a través de la confrontación de las ideas, del debate político civilizado y de la búsqueda de consensos, sino a través de la fuerza de las armas.
La gran pregunta que uno finalmente se hace es si el “camino de lucha violenta” ha servido para algo. La respuesta que se desprende de lo escrito por el autor, el señor Jorge Orlando Melo, es clara: no solo no ha servido para nada, sino que le ha puesto un freno al país que no le ha permitido crecer física y cualitativamente lo necesario para ser una sociedad razonablemente desarrollada y civilizada; dentro de esta perspectiva, los esfuerzos por las desmovilizaciones (paramilitares y FARC) tienen todo su sentido. El autor termina concluyendo que, hoy más que nunca, la violencia no tiene vigencia ni sentido. Esta ha fracasado. Es una conclusión con la que la inmensa mayoría de los colombianos seguramente estamos de acuerdo.
Lea también: “Carlitos”, o la grandeza de la sencillez humana
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)