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Por Nicolás Antonio Vásquez López
Cronista

El hombre alto parecía saber todo del pueblo. No tenía edad, no tenía nombre, no tenía rumbo… Un errante fantasmal se la pasa comprando boletas para el más allá. El espinazo de las montañas andinas estaba cubierto por un cordón de nubarrones, tierra de los hombres de hielo. Altos en las breñas. De la cima desciende una neblina plomiza arrastrando consigo ramales de vesticas y aguaceros. Aguaceritos antioqueños, bobalicones, eternos, mojabobos. Le cuento, querido parroquiano, me encuentro sentado en las mesas bajo la pérgola, arriba en el atrio, en plena plaza de Amagá. Desfilaron ante mis ojos distintos paisanos, distintas historias; soplaba el tinto mientras leía el periódico Universo Centro. Leí una crónica sobre la marquinha brasilera: moda carioca donde una mujer u hombre encinta las zonas erógenas con pedazos de cinta aislante finamente puesta para dejar las marcas del bikini, como si estuviera en el abrasador sol en Ipanema por horas. ¿Cuál Ipanema, cuál Brasil? En Amagá está lloviendo seguido y tendido hace dos días. El vocerío de la plaza, el gentío trazando líneas imaginarias de hormiguero. Pasan, pasan, requetepasan hasta que… Pasó él. Otro de los mayores, el viejo de boleta en mano e historia a cuestas.

En las faldas de Amagá nació él en el adusto territorio de la mina. La oscura mina, de oscuras entrañas, de triste preñez carbonífera. Era 1941 el alumbramiento. Don Guillermo: —¿Nos sentamos? -le pregunté. —Aquí parado, muchacho. No quiso sentarse. Parados conversando en plena acera al lado de la Carrera Santander, inundados de olores de panadería fresca, ¡Piiii! La bocina de los buses de Tratam, el gusano metálico rojo que nos lleva a los amagaseños a Medellín. Guillermo todos los días a mediodía ya tiene vendidas las boletas, papelitos de la suerte, numerados por la fortuna. Almuerza buena papa y yuca. Es menudo de carnes, sonriente, gafas de otro tiempo, saco violeta encendido, una heráldica de escudo francés antiguo zoomorfa (leones y águila); significan valentía. Reitera Guillermo Quiroz: —Aquí conseguí mi casita, la gente compra mis boletas, y aquí me voy, yo soy feliz. Le preocupan los barrios desolados, “barrios hundidos de Amagá”, 45 años de oficio, y el pueblo tumba el monumento a la Madre y nos da en la madre con otro bronceadito sin marquinha brasilera. El hombre alto, pálido, nos sigue. No hay boletas, no hay más venta por hoy. La cerrazón atisba un día profundo en gamas grises de llovizna lóbrega, esa que deja las gotas de terciopelo por el tejido de la ropa. Hace un sol timorato, blancuzco de calor borrachero. Los vahos se elevan del suelo; el hombre alto busca por otro lado fortuna. ¿Y ustedes? ¿Quieren fortuna?

¡La fortuna de conocer a un viejo afortunado!

Boletas, 12 de octubre de 2025.

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