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Por Nicolás Antonio Vásquez López
Cronista

¡Aplausos! El carriel antioqueño, nuestro símbolo, el símbolo de la Antioquia supernumeraria, rezandera y matona, acaba de vestirse de júbilo, nada más y nada menos colgado en el hombro macho antioqueño. ¿Nuestro, el carriel es nuestro? No crea, ¡qué va! El carriel es una bolsa de cazador, cazador de montañas, cazador de lugares, cazador de votos.

Suelten el guarniel, hijo de los dones del mundo, taleguita de cuero fino; no les metan en su interior rojo los demonios de la sociedad antioqueña, nuestra tierra parabólica de hijos del pántano; la vida se empantana y los jodidos quejumbrosos no liberan la tradición de empantanar y empantanarse, vicio corrupto de la tierra paisa. Querido lector, hace un lustro no iba a Jericó; para ir, en buseta, atravesé el túnel de Camilo C, la gesta ingenieril de mi pueblo. La ondulación geográfica de las breñas de Jericó me tenía el estómago hecho un ocho; voy entrando a los pintorescos pesebres en las montañas, de casas, casitas, casonas de arquitectura colonial y neocolonial. Los españoles nos dejaron curas, avaricia, enfermedades y casonas de intensos colores parecidas a los carros escaleras brillantes, flamantes y variopintos.

Me bajo con un morral atiborrado, y cruzado como banda presidencial, en cuero forrado de charol, mi guarniel sanpedreño de la Casacarriel de los Agudelo Gaviria. La casa vieja, Jericó, donde nació Mejía Vallejo, Abad Gómez y la santísima Madre Laura, su majestad en moneda de níquel y cobre. ¡Ay!, hablando de cuando en cuando de monedas, morrocotas y esterlinas de las correrías guaqueras antediluvianas de la región. Ahora existen nuevos guaqueros con retroexcavadoras, moneda gringa e inversión. Las fincas las quieren o compran extranjeros; la gente envejece y, por un mandato casi vallejiano, pero no estoy hablando de Mejía, estoy hablando del hereje de Medellín; están dejando de tener hijos por contrato.

Jericó posee una belleza asfixiante; uno se las cree estando en su despliegue cultural, patrimonial e histórico. Las cosas cambian cuando nos damos cuenta de que a los pueblos de Colombia los persigue el collarín del infortunio: guerra, explotación y contaminación. Se me acerca Piedad García, me vende la historia de la familia Ceballos y los famosos “calados”, parva dura, duros como la tonsurada cabeza de los santos, la plaza principal ancha, la fuente esbelta de piedra con cuatro grifos escoltando el agua. Soy feliz en Jericó, pero anuncio, la felicidad es fugaz, fugitiva, no dura, se esfuma en “par patadas». El Cristo Rey se asoma desde el morro en frente, socarrón infeliz, ¡ojo redentor! No vaya a dejar sepultar el pueblo por las nubes, miles y miles, cientos de miles de millones de metros cúbicos de tierra sobre casitas tan bellas, no jodás. Y me encontré un librero, dueño de la librería El Caracol, Antonio Vásquez; yo, si no sabían, soy Nicolás Antonio, así me pusieron, así me bautizaron en pila sacra. Subí, omití Bomarzo, pasé de largo por La Danta y La Nutria, saludé a Rubén Darío Agudelo, guarnielero, y sus hijas, las creadoras de mi guarniel sanpedreño, uno de los dos que existen en las parcelas del mundo.

Esa fue una misión para esta familia: salvar el guarniel en San Pedro de los Milagros; a falta de un milagro, hicieron varios. Hoy, después de 60 años, existen dos guarnieleros haciendo milagros en el pueblo. La religión del cuero: temprano se levanta, temprano se acuesta, se vive tranquilo; así queremos vivir… Llegué a Amagá, mi pueblo, y lo vi bonito, raramente en su caos pasmoso de pueblo estulto. Con orgullo y sin billetera.

La casa Jericó, 8 de noviembre de 2025.

Lectura recomendada

Crónica parroquial: Lucas

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