Por Daniel de Jesús Granados Rivera Maestro investigador, formador de formadores de la I.E.N.S.A. Magister en Educación en la línea de Formación de Maestros UdeA
Ahora es mi turno de contar la historia. Durante años he narrado las vivencias de otros maestros y maestras que han dejado huella en el Suroeste antioqueño. Hoy quiero abrir el corazón y compartir una parte de la mía, una historia que comenzó cuando salí de la Normal Victoriano Toro de Amagá y recibí mi primer nombramiento como docente en la Escuela Rural San José del León, en Mutatá, Urabá antioqueño, a comienzos de los años noventa.
“Caminante no hay camino, se hace camino al andar”
Joan Manuel Serrat
Cuando estaba en la Normal Victoriano Toro de Amagá nunca pasó por mi mente lo que un día no muy lejano de los años noventa experimentaría en mi ejercicio docente, en el tan esperado nombramiento como maestro en propiedad de la Escuela Rural San José del León, del municipio de Mutatá, Urabá antioqueño.
Tenía 22 años. Viajé durante toda una noche por lugares naturales, entre sonidos de agua y viento y el resplandor de las hojas de los árboles contra los vidrios del bus de la flota Gómez Hernández. Atrás dejé a mi familia; a mis padres Aura y Daniel, trabajadores incansables; mi pueblo Amaga, enclavado en la Cordillera Central, espacio acogedor, testigo de mi niñez, adolescencia y juventud, caracterizado por sus calles inclinadas y tranquilas en esa época.
Eran más o menos las siete y treinta de la mañana de un día jueves, cuando me bajé del bus con mi maleta llena de esperanzas, pero con el sentimiento inenarrable de haberlo perdido todo, para iniciar la siembra de lo que más adelante sería el fruto dulce de la profesión que elegí. Quizá perdí por un momento la noción del espacio y el tiempo, pero era normal; todo me era desconocido. En aquella mañana fría y poco resplandeciente, los rayos de sol me señalarían el horizonte para iniciar la misión: tener algún día las cualidades y el sentido profundo de ser maestro. Me dirigí a la oficina del “Núcleo”, como comúnmente se denominaba, y donde encontraría la colaboración y la orientación para caminar con firmeza. Era todo tan extraño, tan ajeno, tan indiferente, pues no encontré a nadie que me extendiera una mano cordial, que me diera ánimo y entusiasmo, que me indicara, por lo menos, qué era lo que legalmente debería hacer… aunque ya había empezado. Todavía sentía que era un sueño, porque la realidad que vivía era preocupante, cargada de incertidumbres.
Por fin, al final de la tarde, encontré a alguien que me preguntara dónde dormiría, lo cual me animó mucho, porque pocas veces había dormido fuera de mi hogar. Este momento lo recuerdo con tristeza y felicidad. Mirar la realidad desde la barrera es mucho más fácil que estar en ella. Otro mundo me llegaba con la brisa, con el sonido del río Piedras y el calor que pegaba contra mis brazos y mi cara. Debo contarles que el pueblo se caracteriza por el exuberante ambiente natural, las pocas casas y el trajinar de la gente que iba y venía ensimismada en sus asuntos.
El tiempo transcurría tan despacio, tan supremamente lento, que ni siquiera lo sentía aunque estaba ya próximo el día de desplazarme a la vereda San José del León. ¿Se imaginan qué podría suceder? Esa noche del domingo no dormí nada, era una noche tocada por el miedo, la esperanza, la ansiedad. Parecía, les aseguro, que estuviera encerrado y sepultado, pero con la mirada vigilante, fija, que ponía límites a lo que ya había trazado como proyecto de vida: ser un maestro al servicio de una comunidad; sin embargo, sólo atisbaba un horizonte llano, tan llano y tan desconocido…
Me levanté del suelo, del colchón que era mi única compañía material, porque Dios estaba allí presente en todo momento y lugar. Quería hablar aunque fuese con el colchón, pero ni siquiera me respondía. En el silencio Dios siempre me habló y me animó a seguir despacio pero seguro hacia adelante. Me organicé y salí con mi maleta llena de esperanzas. En el retén esperé. Al llegar donde hacían la parada los buses que venían de la ciudad de Medellín, se me acercó una joven sencilla y de estatura baja; le pregunté hacia dónde se dirigía, y me contestó con timidez:
– Hola, ¿usted es maestro?
– Sí, y me dirijo a la escuela San José del León.
– Bueno -me respondió-, yo lo acompaño. Pero, ¿cuál es su nombre?
– Daniel -le respondí tranquilo.
– Esperemos un momento, pronto llegará el bus. Tal vez hubo problemas en la carretera en la noche. Eso es normal por aquí, ¿me entiendes?
Permanecí callado, muy callado. Al llegar el bus, me invitó a subir y me dijo:
– Tranquilo, no se preocupe, yo le indico el camino, pues yo también soy maestra desde hace algunos años en la escuela La Fortuna.
Esto me ayudó a respirar un poco mejor y me dio más tranquilidad. Iniciamos el viaje, no hablé nada, sólo lograba observar la rapidez del vehículo. Pareciera que la historia pasara rápido en una geografía estática por la violencia; paradójicamente, la pobreza se enmarcaba en la riqueza forestal e hídrica de la zona. Nos bajamos del bus en una llanura delineada por un río; un puente que lo atravesaba me indicaba que debía seguir adelante. Me despedí de la joven maestra en una pequeña casa de madera a orillas de la carretera, lo que me invitaba a ser cada vez más fuerte.
Pasaron unos minutos y a lo lejos observé un jinete con dos caballos; deseé fuertemente que viniera por mí. El milagro se hizo. El suave galope se fue sintiendo más cerca. Al llegar, un joven de unos 14 años me preguntó:
– ¿Usted es el profesor?
– Sí, joven -le contesté.
– Móntese en el caballo blanco mientras busco qué tomar.
Le ofrecí gaseosa y unos panes que llevaba; de buena gana me aceptó y compartimos juntos.
– Profe, yo soy… y ¿usted?
-Daniel -le respondí.
– Pero es muy joven, ¿sí podrá aguantar? Meses más tarde comprendí aquellas palabras.
-Apúrele, profe, que esto es muy retirado de la escuela y usted no está acostumbrado.
A cada momento nos perdíamos más y más por el camino señalado. Nos adentramos en un mundo selvático y natural con mucha agua; arriba, un infinito cielo azul, y hacia adelante, un largo y penoso camino enmarcado por coloridos árboles e imponentes montañas.
Llevábamos casi cuatro horas de camino cuando nos bajamos en una pequeña y humilde casa. Una mujer nos recibió muy bien y me ofreció algo de comer. Me animó mucho y se sintió muy feliz de tenerme en su casa. Cuando continuamos el viaje, el sol ya estaba ocultándose; oscurecía. Al fin le pregunté al joven: ¿Falta mucho para llegar a la escuela? Él se rió y me dijo: sí, mucho. Seguimos y al instante empezó a tronar fuertemente. Inició una fuerte lluvia que me daba la bienvenida y me anunciaba lo que solía pasar en la cotidianidad de aquel lugar. Era ya de noche cuando por fin llegamos a la escuela.
– Profe, esta es la escuela y allá en esa lucecita es donde usted va a vivir. Hasta mañana, dijo al despedirse.
– Gracias -le contesté con voz opaca y cansada.
Me bajé del caballo en busca de la escuela. Durante un momento lloré mucho, porque jamás imaginé encontrar una escuela… o por lo menos tenía la imagen de escuela como un espacio físico muy bonito en su estructura y apariencia. Y ello, en ese mismo momento, me inspiró la responsabilidad de reconstruirla. En mi esquema mental visualicé mi Normal y la escuela María Auxiliadora, los lugares ideales (imaginarios) en donde había permanecido durante parte de mi formación.
Me dirigí luego al lugar que por un tiempo habitaría. Pasé por un camino resbaladizo, atravesé un río, sólo la luz de una lámpara iluminaba el camino oscuro que me acompañaba desde hacía algunos días. Al llegar a la casa, la registré en mi memoria como “La cabaña del Tío Tom”. La lluvia era muy fuerte, amarré el caballo y llamé: buenas noches, soy Daniel, el profesor. Pero nadie me contestó. Por unos instantes quise desaparecer. Pasados por lo menos diez minutos sentí el galope de un caballo y el ladrido de un perro.
– ¿Quién es? -me preguntaron, señalándome con la luz de la lámpara.
– Soy el profesor -contesté.
– Bueno, profe, soy Luis Ramírez, un amigo más.
Don Luis me invitó a entrar, me presentó a su mujer, que me miró con no muy buena cara. Me dieron para dormir una pieza pequeña, desolada, pues no sólo le faltaba la cama, sino también que la habitaran; lucía fría, daba la sensación de haber estado sola por mucho tiempo. De alguna manera me acosté en el suelo, cubierto nuevamente por la esperanza de que al otro día el sol estuviese a mi favor. Pude descansar apenas un poco y lloré por un buen rato.
En las horas de la mañana me organicé y me dirigí a la escuela. Al llegar, allí encontré sólo el monte que cubría el lugar construido de tabla y zinc y que, no obstante, me reta a realizar un buen trabajo.
Era la hora de iniciar matrículas o clases, pero diferente a lo que ocurre en la gran mayoría de las instituciones educativas, no llegó ningún estudiante o padre de familia. Más tarde vino don Luis; lo saludé.
– ¿Qué ha pensado hacer? -me preguntó.
Le pedí que me colaborara a desyerbar y así fue. Empezamos a hablar sobre la vida y la experiencia en la escuela. Yo le conté un poco de mi familia. Lo que más me llamó la atención fue la solicitud que me hizo.
– Profe, de usted dependen muchas cosas para el futuro de los niños. No nos vaya a fallar, pues el maestro aquí no ha tenido buena fama, por su poca responsabilidad y compromiso. Además, debe permanecer mucho tiempo con nosotros. Como usted es aún joven y tiene muchos ánimos, seguro realizará un mejor trabajo.
Permanecí callado. Al llegar la tarde inicié la labor que me correspondía: buscar los alumnos. Logré recorrer las casas más cercanas, sólo tres, pues las otras estaban muy distantes. Las familias me recibieron muy bien, y de esta manera durante el transcurso de la semana las visité con las hojas de matrícula en mano.
A la semana siguiente todo fue mejorando. Los niños llegaban; el primer día cinco, el segundo 15 y el tercero 35; juntos fuimos mejorando el espacio, los horarios y el aseo, aunque no había agua ni traperos y mucho menos servicios sanitarios adecuados. Y del tablero ni qué decir; sólo contaba con algunas guías de trabajo deterioradas por la humedad, y unos pupitres desgastados ya por el uso y el tiempo. Como era metodología de Escuela Nueva, entre todos fuimos organizando algunos rincones, excepto el de ciencias naturales, ya que el lugar en sí era un taller para la experimentación. El rincón religioso estaba decorado por una imagen del Divino Niño Jesús, que siempre ejerció de testigo de todos los momentos de alegría y dificultad.
Los estudiantes llegaban todos los días a las ocho de la mañana, uno tras otro, a pesar de la lluvia, el calor y la violencia que en aquellos años se vivía en la zona. La oración y el saludo era el primer momento; luego, los líderes organizaban los grupos e iniciábamos el trabajo bajo mi orientación. En la práctica, poco sabía de este sistema, pero, en fin, las oportunidades se presentan, y luego me fui cualificando y logré apropiarme de esta metodología que día a día mejoré. El descanso era el momento para desayunar y compartir lo poco que llevábamos; los niños, humildes, jugaban con un balón viejo o improvisaban otro con bolsas de papel y periódico. Más que el conocimiento, en esta escuela se orientaba en valores y en aspectos necesarios para la vida.
Diariamente, casi todos los alumnos caminaban más de una hora; era semejante a una salida pedagógica (la clase paseo planteada por algunos pedagogos, Freinet entre ellos). Conversábamos mucho, algunos me contaban sus problemas y lo que acontecía en las noches por los caminos cuando se desplazaban para sus casas o a la escuela.
Para mí, este se tornó en un espacio de permanente reflexión, aunque generalmente no podía hacer nada significativo. Aprendimos de los problemas cotidianos, también a leer, escribir, sumar y restar; a describir y a tomar algunas decisiones. Allí el maestro no era sujeto de poder, era un acompañante; las fichas, las notas, las peleas o los problemas en la relación docente-alumnos no eran algo categórico.
El trabajo comunitario fue un aspecto importante, pues a la vereda se dirigían con frecuencia la vacunadora, el sacerdote, la jefa de planeación y otros líderes del municipio de Mutatá, lo que hizo que las condiciones de salud mejoraran y que yo, como maestro, me amañara un poco más y le encontrara sentido a mi labor. Infortunadamente, hubo un momento en que todo el trabajo emprendido cambió de rumbo, cuando tuve que desplazarme por asuntos de la violencia. Fue terriblemente duro para mí. Allí sólo duré dos años. Los niños y la comunidad quedaron con una escuela construida a fuerza del compromiso y la responsabilidad de todos ellos. Aquella experiencia sería el inicio de otros rumbos, búsquedas y sueños como maestro.
Mientras escribo este relato de vida como maestro me siento afortunado al poder contarlo. Han pasado 30 años de labores en otros lugares como Salgar y Amagá, pero como estos primeros años nunca se olvidan, le doy gracias a Dios y a estas comunidades por haberme permitido crecer como persona, como profesional y ante todo, como maestro.
Lectura recomendada