Por Víctor Andrés Álvarez victoralvarez.va6@gmail.com
Soy un joven enamorado de la literatura, el cine, la política y mil cosas más. Soy un escritor en proceso de formalización, que busca por medio de las letras darle voz a aquellos que la han perdido.
El cielo se tiñe con un particular color rojo cobrizo, la luz del sol es centelleante y abrasa impetuosamente las secas y duras pieles de los viejos Emiliano y Ofelia, quienes caminan taciturnamente por las calles polvorientas y áridas de San Vicente: una aldea pequeña, escondida entre el desierto, poblada por viejos centenarios y escasos jóvenes aspirantes de la fuga. La pequeña aldea es mítica por su antigüedad e inexistencia en los mapas, es un artilugio de misterios y secretos abandonados y enterrados en lo más profundo del denso y dorado desierto.
Emiliano y Ofelia, dos viejos esposos, casados hace decenas de años, andan por los caminos polvorientos atados a las ensoñaciones que producen los anhelos de felicidad, sujetos a las improbables verdades sobre su futuro cercano, perdidos en cavilaciones y especulaciones de bienestar y parsimonia; caminan tomados de la mano desde el momento en que unieron sus vidas en sagrado matrimonio, de allí en adelante, ha sido, ante todos los pronósticos, la consolidación de un amor clásico y longevo, dotado de pequeñas y justas manifestaciones de amor, taimados y recogidos en la fervocidad de su regocijo interno. Se aman, como nunca antes nadie se ha amado en la inexistente aldea, su amor es arcaico, edificado sobre cimientos sólidos, constituidos para la contemplación mutua de sus deseos y la construcción conjunta de un hogar solo de dos. Viven solos, no tienen hijos, la vida no les ha regalado el don de la fertilidad, ya es demasiado tarde para recibir esos regalos, dicen, entre la risa y el dolor, que la fecundidad se extravió por el desierto de camino a la aldea.
El cielo es un lienzo pintado con suaves toques de anaranjado y amarillo requemado, pequeñas pinceladas de café y negro se dibujan en las inmediaciones; las nubes se aglomeran, conformándose densas sobre las cabezas del par de viejos esposos.
Emiliano y Ofelia siguen en su travesía, la casa ya está cerca, sus rostros denotan extenuación y un tanto de desconsuelo, sus miradas se pierden en el horizonte y se encuentran al mirarse el uno al otro, sus rostros, llenos de arrugas, palidecen ante el implacable calor, pequeñas y esquivas gotas de sudor bajan por sus cabezas, se invisibilizan en sus canas y cobran vida al tocar el suelo, sus labios están secos, ávidos de agua para calmar la sed, sus corazones no palpitan con rectitud, ya son viejos y, además de viejos, están enfermos, dos condiciones para cuidarse al límite, pero no lo hacen, desobedientes y tercos como ellos solos, retan las recomendaciones de los galenos y salen a caminar bajo el fuerte sol, exponiéndose al agotamiento y a un fallo respiratorio, dicen, entre risas, como lo hacen siempre, que eso no es con ellos, que ellos no están para morir tan pronto, que aún les faltan muchas caminatas más tomados de la mano.
El cielo se torna levemente oscuro, un viento con carácter agresivo empieza a golpear la aldea, Emiliano y Ofelia observan, extrañados, cómo las ráfagas de viento los golpea con furia, ambos tambalean, la intensidad aumenta y el polvo de las calles se levanta y forma una densa polvareda que los sumerge en la casi oscuridad. El viento es grosero y azota con vehemencia, ellos se cubren con su mano libre los ojos para evitar el polvo en sus pupilas, parece una tormenta, las ráfagas de viento crecen en violencia y los viejos esposos casi caen, se sueltan de las manos para protegerse y soportar el embate despiadado. La tormenta pasa, agresiva y rápido se diluye, la bruma se disipa. Emiliano se sostiene en pie, fuerte como ha sido por eternidades, descubre sus ojos y con sorpresa observa el sol resplandecer en las alturas, se sacude el polvo de la ropa y suspira, largo y profundo, está solo, Ofelia no está ahí, no está con él, desapareció. Emiliano observa su mano derecha, la mano con la que tomaba a Ofelia y se extraña, palpa sus dedos y siente escalofríos, mira, absorto a las lejanías, pensativo, dubitativo, expectante, mira buscando una respuesta, conociendo que tiene un vacío, que algo le falta, pero no recuerda qué es.
La noche llega, bella e inescrupulosa. Emiliano yace sentado sobre su silla mecedora y se balancea lánguidamente de adelante hacia atrás, la sala es amplia y la penumbra la absorbe paso a paso. Él se balancea, una y otra vez, con la mirada perdida en la inmensidad de la incertidumbre, parece que lo observara todo, pero no ve nada, sus ojos están bien abiertos, pero no por eso ve más. Constantemente palpa sus manos, sus dedos, buscando entre el desespero del desconocimiento una memoria, un recuerdo potente que le libre de ese extraño alzhéimer que lo doblega y lo pone en el terreno de la nostalgia.
Su mirada es de angustia, de desespero, de una total amargura por no conseguir recordar nada, sus ojos se llenan de lágrimas, se humedecen de infortunio ante el constante desafío de la recordación; él lo sabe, sabe que algo le falta, sabe que le han arrebatado algo valioso, invaluable, fundamental, lo sabe, quizás sabe qué es o quién es, pero la laguna mental en la que se encuentra es un vacío profundo de angustia y soledad.
Aún palpa sus manos, entrecruza y toca sus dedos con frenesí, con furia, con espanto y con deseo, pareciese que quisiese arrancarse los dedos, busca una memoria, busca la salida a este embotamiento maligno. De golpe se levanta de la silla y camina a tientas por la oscura sala, se golpea con las cosas y ni un grito profiere, camina, deambula por su mismo hogar, hoy oscuro y frío porque le falta la luz y el calor de su amada Ofelia. Entre golpe y golpe ingresa a su habitación, tropieza y cae estrepitosamente al suelo, ni un ruido ni un quejido, lentamente se levanta y su mirada se posa en un retrato, en una foto, toma el marco en su arrugada mano, lo aprieta con violencia, casi al punto de resquebrajarlo, obnubilado observa con deleite y pasión la imagen de su esposa en la foto, están los dos juntos en esa foto, él observa, sin parpadear, sin espabilar, y llora, íntimamente llora, la memoria es potente y le brinda la salida, aprieta el cuadro contra su pecho y grita ¡Ofelia! ¿Dónde estás Ofelia?
El día siguiente llega con un sol robusto y vigoroso. Emiliano toma lentamente su café de la mañana, piensa en su esposa, en su ausencia que le martilla el corazón y se lo despedaza, está confundido, dado al desconsuelo y la amargura, aferrado a la esperanza de encontrarla ¿Dónde estás Ofelia? Se pregunta una y otra vez y la respuesta es un eco muerto y cóncavo que llega del otro lado de la pared.
Termina su café y sale de su casa a buscar a su esposa desaparecida, los vecinos lo observan, lo saludan con fervosidad, él asiente con su cabeza de manera afirmativa, parece un sonámbulo desaparecido de toda realidad; los vecinos le observan, inquietos, notan lo anormal y extraño de su comportamiento. –Vecino, ¿y Ofelia? –le preguntan. Emiliano lo observa con una mirada apabullante, dotada de tristeza y abandono infinito –Ofelia no está, desapareció, voy a buscarla –responde el viejo Emiliano consternado y compungido. Los vecinos lo observan, incrédulos, pasmados ante la revelación. –Entonces la buscaremos entre todos –le responden y con una señal indica a otros vecinos que se acerquen para comenzar la búsqueda.
La mañana pasa, un puñado de casi quince personas se han sumado a la búsqueda de Ofelia, recorren todos los rincones de la aldea, la búsqueda es infructuosa, la desazón es grande, Emiliano yace abatido, resquebrajado, se arroja al suelo caliente, vencido por la inconfundible y horrorosa verdad, Ofelia desapareció y nunca aparecerá. Los vecinos lo miran, con ojos tristes y Emiliano rompe en llanto, destruido; de pronto, el sol se esconde, temeroso, se siente frío y un viento irrumpe con vehemencia, Emiliano observa espantado, estupefacto, cómo de nuevo, así como ayer, una ráfaga de viento azota la aldea con furor. El terror en los ojos de Emiliano era incontrovertible, asustado, esconde su cabeza entre sus piernas buscando protegerse, la ráfaga de viento llega y azota fuerte la aldea, el polvo se levanta y la bruma se apodera de todo, el viento, de nuevo, pasa fuerte y rápido, sin dejar testigos.
Emiliano saca la cabeza de entre sus piernas y mira a su alrededor, algunos otros se observan entre sí presos de la duda y el desconocimiento, con pupilas dilatadas y miradas perdidas en la profundidad del vacío. Él lo sabe, lo reconoce al instante, han desaparecido otros más, cinco para ser exactos, los comprende a ellos en su perturbación –Váyanse para la casa y descansen, mañana estarán mejor y sabrán la verdad –les dice, mientras él se levanta y camina a casa, toma a algunos por el brazo y los arrima a sus hogares; Emiliano llega al suyo, cansado, extenuado y derrotado en una batalla en donde no tuvo oportunidad de pelear, pone a calentar el café y abraza la foto de su esposa.
La noche llega, con un cielo esplendido adornado de estrellas, Emiliano sentado en la misma silla mecedora que ahora está en el patio observa al cielo, busca respuestas, solloza, suspira y trata de reconfortase entre la desolación de la soledad, habla para sí mismo, habla para él y para ella, delira, amargamente, por su ausencia.
El día siguiente llega abruptamente, descorazonado y pálido, los gritos inundan las calles, los llantos y lamentos de pérdidas retumban en cada pared de las humildes casas, Emiliano, con su bondad y una voz entrecortada les explica lo que le aconteció hace ya dos días, les dice que Ofelia desapareció, así como ayer desaparecieron los otros, que muy seguramente no volverán y que lo peor está por venir. Las gentes no creen, algunos sí, otros no, algunos buscan a sus ausentes sin encontrarlos, la desesperación es ahora, un mal general, un padecimiento de todos, un duelo universal.
La tarde arrima y el viento fuerte viene con ella, todos corren para sus hogares, se resguardan en sus débiles caseríos, todos corren, despavoridos, consumidos por el más espantoso de los temores, el viejo Emiliano les oye correr mientras él, en calma, pero con una guerra interna, se acuesta en su cama matrimonial a recordar a Ofelia; el fuerte viento sacude las tejas de lata de su casa, no importa, nada importa, él se encuentra en un rito especial, parsimonioso, ese rito justo y religioso de aferrarse al prodigioso fruto de los recuerdos y olvidarse de la crudeza de la realidad para vivir en la reconfortante mentira de los sueños y recuerdos.
La noche llega, iluminada por los astros, las ausencias se sienten con fuerza en la aldea. Emiliano sueña sueños imposibles, con tanta pasión, con tanta frivolidad que se transforman en pesadillas descarnadas, que le obligan a despertarse violentamente, espantado, sudoroso, acongojado, llora, incansablemente y todo su ser se desbarata.
El día siguiente, así como los otros por venir fueron de total avasallamiento y destrucción, los desaparecidos aumentaron día tras día, sin dejar rastro ni huella ni esperanza, ni mensajes, ni pista para encontrarlos, dejaron solo dolor, vacíos, ausencias irremplazables, temores fundados en lo sobrenatural de las desapariciones. Las gentes se perdieron en el camino, cayeron a un pozo profundo del que nunca más pudieron volver a salir, sus mentes se abnegaron, así como la de Emiliano, en el constante y necesario delirio, en la negación acérrima de las ausencias y en la exasperante voluntad de no olvidar.
Las noches siempre fueron de contemplación, de recogimiento, de oración, de meditación, las calles se iluminaban con velas en una procesión funesta; los que todavía quedaban, caminaban con sus velas y fotos de sus desaparecidos por las calles hasta llegar al centro de la aldea para conmemorar y suplicar al Dios por su regreso y bienestar. Todos confluían en el centro de la aldea, dejaban las velas y las fotos en el suelo y oraban con rezos inconclusos y sin sentido, lloraban con furia despiadada, se doblegaban ante la descarnada realidad de sus vidas.
Los días siguieron ¿Cómo no iban a seguir? Y la aldea se vació por completo, todos desaparecieron en instantes, todos sumergidos en elucubraciones de horror y espanto, presos de los delirios y la locura del abandono, atados a la eterna recordación, a la incestuosa necesidad de aferrarse a las fantasías para conservar la vida, todos perdieron la cordura, perdieron la cabeza, el dolor los fragmentó en miles de pedazos, los destruyó, quedaron sin alma, sin razón, sin corazón, sin vida.
Nunca se supo qué era eso que se los llevó a todos, qué era esa extraña niebla, ese intrépido viento que los arrancó para siempre de aquí, nunca se supo cómo fue posible que aun estando adentro de sus hogares desaparecieran con la tormenta, nunca se supo de dónde venía ni adónde iba, ni quién la enviaba ni por qué, preguntas imposibles de responder. Todos recuerdan un ruido en medio del pasar de la tormenta, unas detonaciones, tal vez unos gritos como una especie de órdenes, un ruido como de camiones o carros, un ruido como de disparos, todos sentían, unánimemente, el golpe certero de la violencia cuando la tormenta los abrazaba.
El último día de los días, Emiliano salió a la calle, llorando amargamente, llevaba consigo la silla mecedora que Ofelia le había regalado por un aniversario, se sentó en medio de la calle y esperó que la tormenta llegara, perdido ya de toda lucidez aguardó paciente por su arribo. A eso de las cuatro de la tarde se hizo presente. Emiliano sonrió abiertamente –Al fin podré verte de nuevo Ofelia –fue lo que dijo, y la tormenta lo envolvió.
Por Víctor Andrés Álvarez
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