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Si algo nos está demostrando este momento tan crítico es que Estados Unidos es un garrote cuyo tamaño nosotros mismos, Latinoamérica, ha venido alimentando a lo largo de ya más de 200 años, no sólo con la ineptitud o actitud sumisa de las élites que han gobernado, sino, y peor aún, con la idea equivocada de que estas cadenas que nos aprisionan se rompen sólo con la violencia física que nos ha llevado siempre a matarnos entre nosotros mismos y que nos ha impedido dedicar todos nuestros esfuerzos al trabajo sistemático, con visión de largo plazo, para crear los sistemas de gobierno que, además de desarrollo y justicia social, nos permitan la tan ansiada independencia económica y política que tanto necesitamos. Por el contrario, lo que hemos hecho es, paradójicamente, seguir alimentando esa especie de minotauro que son los EE.UU., quien además de exigir el tributo de nuestra sumisión, nos vende las armas para que las matanzas mutuas sean más efectivas.

Esta crisis que vive Colombia en sus relaciones con los Estados Unidos, como sucede con toda crisis o problema, tiene un doble enfoque y los colombianos debemos decidir por cual optamos. La primera es hacerlo por el lado calenturiento: el del envalentonamiento, el de las bravuconadas, el de llevar las cosas a esa especie de reyerta callejera en la que, finalmente, quien a la larga va a ganar no será el contrincante que tenga la razón sino el matón que tenga el garrote más grande. Un estilo de solución en el que uno se deja arrastrar por el emocionalismo, muy fácil y atractivo a primera vista pero fatal en el mediano plazo. Algo parecido a lo que sucedió, hace también unos años, con la Venezuela de Chávez y el gobierno colombiano de esos momentos, cuando faltó poco para que estos países terminaran enfrentados en una guerra internacional.

El segundo enfoque es el de asumir esta crisis como una oportunidad que nos da el destino. Una oportunidad de oro, pienso yo, para redefinir nuestro papel en el mundo, especialmente en América Latina y frente a los Estados Unidos, pero haciendo las cosas con cabeza fría. Y es que es precisamente en momentos como este en los que los liderazgos que construyen, los que inspiran, los que motivan positivamente, adquieren una importancia estratégica fundamental. Para ello es necesario tomar conciencia de que somos un país con talento, con un potencial de crecimiento y desarrollo cuyos límites los fijamos nosotros mismos, no los guapetones de otras partes. Es necesario tener en cuenta, además, que este enfoque requiere una visión de largo plazo, trabajo sistemático y creer en nosotros mismos.

Creo que el gobierno de Petro ha optado por el primero de los enfoques, en mi opinión el enfoque facilista, el equivocado, llevando el país a una confrontación en la que prima el mensaje emocional, la diplomacia del trino apresurado y la del megáfono de calle, lo cual es una verdadera lástima, porque si de algo estoy convencido es de que las denuncias que hace el señor Petro con respecto a temas como la guerra contra el narcotráfico, para referirme sólo al aspecto mediático más delicado de la actual confrontación con los EE.UU., tienen todo el fundamento del mundo. Por las razones que sean, la guerra contra este flagelo, en la forma como se ha llevado a cabo, ha sido un fracaso y requiere de nuevas estrategias, pero para lograr un cambio hay que buscar también caminos racionales y nuestro gobierno tiene aquí (o tenía, si no se perdió ya) la oportunidad de asumir el liderazgo para lograr el objetivo, tomando en cuenta que para esta clase de luchas, además de un esfuerzo nacional sistemático de parte de nuestro país, existen los canales diplomáticos y multitud de vías pacíficas para lograrlo. Uno de los escenarios más adecuados es precisamente la asamblea anual de la ONU, como lo hizo inicialmente el señor Petro y lo hicieron también Luiz Inácio Lula da Silva, de Brasil y Gabriel Boric, de Chile.

Me gustaría citar, finalmente, uno de los ejemplos de la estupidez del grito, del insulto y de la descalificación como estrategia de controversia, sucedido en el Congreso de la República con el senador Carlos Felipe Mejía en su confrontación, precisamente, con el entonces senador Gustavo Petro. Cuando el senador Mejía intervenía se ponía rojo, verde, morado y hasta amarillo, de la ira en medio de sus gritos. En una de esas ocasiones, en las que al senador prácticamente se le agotaron los epítetos más ofensivos que le ofrecía el DRAE para descalificar a Petro, este, con una calma sorprendente, le dio una de las respuestas más inteligentes que yo haya visto en un debate político del Congreso. Señor Mejía –le dijo, palabras más palabras menos– a personas como usted las vamos a necesitar el día que estemos en el poder, ojalá más leídas, para construir el país que necesitamos. En esa respuesta no había odio ni invitación a la violencia, sino una lógica aplastante que debió dejar desarmado al senador de marras. ¡Qué lejos está hoy el Petro de ese entonces! ¡Qué lejos está el senador que, en lugar de gritar, desafiar en las calles e invitar a armar gente para ir a combatir a otras partes del mundo, enfocaba los problemas de esta forma tan inteligente! Qué falta nos hacen en estos momentos un Martin Luther King, un Juan XXIII, un Nelson Mandela. Pero no desfallezcamos. Envuelto en el problema que, a primera vista, estamos viviendo, se encuentra una oportunidad que debe estar allí escondida. ¡Busquémosla!



Por Rubén Darío González Zapata 
Nacido en la vereda La Lindaja 
Corregimiento Alfonso López 
(San Gregorio) - Ciudad Bolívar 


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