¡Me lo temía! Sabía que este libro me arrebataría la leve paz que con tanto esmero he tratado de construir alrededor de mi espíritu. Sabía que su lectura despertaría la bestia de mis pesadillas y acabaría robándome la tranquilidad de mis noches de sueño. Pese a esos temores, fui incapaz de resistirme a su lectura y heme aquí asomado a ese abismo de preguntas sin respuesta que me atrae con una fiereza irresistible, cual polilla incapaz de apartarse de la luz infernal que ha de achicharrarla al atraparla con su siniestro brillo. Lo escucho decir mi nombre, ¡ven!, pero sé que lo hace para, una vez atrapado en ese mar de incertidumbre, alimentarse de los cadáveres de mis esperanzas e ilusiones muertas, como lo hace la flor carnívora con los jugos de la abeja ingenua, que creyó encontrar en sus entrañas la inagotable fuente de dulces néctares.
Así que aquí estoy, caminando de la mano de este libro despiadado, haciendo a su lado el recorrido por la vía que a través del siglo XX ha venido trillando la América Latina. Viviendo con ella sus altibajos, escalando las alturas de los Andes desde donde esta parte del mundo pareció, en las tres primeras décadas del siglo pasado y su vanguardia cultural, haber encontrado su razón de ser en una especie de crisol de razas: la indígena propia de estas tierras, la blanca llegada de Europa, la negra venida de África e, incluso la asiática. Todas ellas confluyendo hacia la conformación de la raza mestiza, la nueva raza cósmica salida de esa especie de sancocho étnico (panetnicismo) en el que se había transformado la América Latina, la soñada por el mexicano José Vasconcelos, que, con otros hombres de vanguardia de la Argentina y Brasil, aspiraban a construir una sociedad a la medida latinoamericana.
Mas, de pronto, la utopía mestiza se va desdibujando y en su lugar el libro de Granés abre las puertas de nuevos escenarios: los de los gobiernos que buscan la respuesta de sus aspiraciones en nuevos modelos de gobierno autoritario que creen encontrar en los socialismos mal digeridos y en los modelos fascistas populistas de la Italia de Mussolini. Son los casos de la Argentina de Perón, así como de la Bolivia y Paraguay de la postguerra del Chaco. El indigenismo ahora es el rezago de una clase social sin opciones de desarrollo, víctima histórica de una sociedad que lo ve como una parte de la población sin posibilidades de desarrollo, sujetos de todo tipo de abusos y manejados desde una perspectiva paternalista, pese a los esfuerzos de los indígenas del Perú y Ecuador, que buscan a través de la protesta social abrirse paso hacia el goce pleno de sus derechos. Estamos, pues, lejos de aquella utopía en la que América Latina creía encontrar en las reservas indígenas su inspiración para entrar a ocupar un puesto de avanzada en el mundo moderno. De esta manera, el karma de una América Latina que busca con desespero el modelo económico y social que habría de llevarla a convertirse en una zona del mundo desarrollada, con justicia social, equidad y presencia en los centros del poder del planeta, se debate de un lado a otro sin encontrar el camino definitivo, yendo de los extremos del autoritarismo populista o al otro lado del espectro de un socialismo copiado de las experiencias de otros países; desde la nación parroquial a la de un liberalismo de una economía de mercado que tampoco logra desarrollar plenamente, con frecuencia aglutinado por un supuesto antiyanquismo, pero a cuyo imperio termina una y otra vez entregándole su independencia e inclusive su dignidad.
En vano busco en las páginas del Delirio Americano la respuesta que me hago una y otra vez: Por qué América Latina parece no encontrar el camino que la lleve a ser, como lo ha logrado otras regiones del mundo, Asia especialmente en las últimas décadas, una parte del planeta que esté en igualdad de condiciones con el mundo desarrollado. Que nos permita dejar de ser el patio trasero de un imperio que no tiene una motivación diferente a la de satisfacer sus propios intereses y la acumulación de riquezas y de poder. Pero, por más que lo intentamos, no damos con el camino. De revolución en revolución terminamos siempre llegando a un mismo punto de partida: una región atrasada, con esa pesada carga sobre nuestros hombros de ser países subdesarrollados.
Simultáneamente, un nuevo escenario se empieza a dibujar en nuestro horizonte, marcado por otra de nuestras grandes maldiciones: la maldición de la violencia, tan característica de nuestro país, Colombia. ¡La violencia! Nos estamos acercando a los años 40, con su carga de tortura y odio, carga de la cual parece que no nos podemos despojar. ¡Ni modos! esa es parte de nuestra herencia de la que, al parecer, tampoco encontramos el camino para despojarnos de esta maldición.
No obstante, no me dejo desanimar. En alguna parte de nuestra historia debe estar escondida alguna esperanza así sea muy lejana; en algunas líneas del libro de Carlos Granés tal vez encuentre alguna respuesta, un incipiente horizonte que en el que el leve camino, tal vez en alguna humilde trocha, he de encontrar la ilusión perdida. Entonces sabré que este libro no son sólo delirios imposibles, sino posibilidades reales que la vida tiene disponibles para nosotros los hijos de los Andes. Entonces sabré que habrá valido la pena leer este libro de pesadillas.
Nota: Este comentario está basado en el libro Delirio Americano, de Carlos Granés.
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) - Ciudad Bolívar
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