Por Gustavo Ossa Londoño
El actual coronavirus, distinguido con el nombre de Covid-19, que ha tenido con bozal de perro bravo y ternero mamón a magnates, ministros, presidentes, místicos, apostólicos farsantes, ateos, generales, jubilados, senadores, ignaros, intelectuales, científicos, indigentes, docentes y en menor medida a campesinos, cuenta en su manera de propagarse, con una muy eficaz ayuda tecnológica que la devastadora peste bubónica −aparecida en el año 1347− no tuvo: la aviación.
En la actualidad, la mayor parte de los intercambios turísticos, comerciales, deportivos, culturales, universitarios y demás, se hacen vía aérea, permitiéndose que sean millones de veces más numerosos que los que se hacían antes de que apareciera el referido transporte.
Sea dicho de paso, aunque el genio renacentista de Leonardo de Vinci nos lo había perfilado desde el siglo XV, por medio de escritos y dibujos −sin desconocer el mérito que para desarrollo tuvieron los intrépidos y hábiles experimentos de Otto lilienthal (quien falleció en uno de ellos), Clemente Ader, Santos Dumont y los hermanos Wrigth− no fue hasta el transcurso del siglo XX que se impulsó de una manera tan potente que sobrepasó la velocidad del sonido, hasta llegar al nivel que tenemos en lo que va del siglo XXI, en el cual incluso se le está apostando a la aeronavegación interplanetaria.
Volviendo al enlace que la aviación está teniendo con la pandemia que nos asiste, me parece muy curioso y un tanto premonitorio que sea este adelanto tecnológico el que haya facilitado la propagación del Covid-19 por el mundo.
La peste bubónica del siglo XIV, llamada también peste negra, que arrasó con buena parte de la población europea de ese entonces, se propagó vía marítima, por medio de barcos mercantiles que llegaban a los puertos plagados de ratas infestadas de piojos portadores del mortal y contagioso virus.
Esta peste no llegó a América porque los europeos pisaron estos territorios 145 años después, trayendo consigo al más mortífero y mutado de todos los virus que han llegado a este continente, distinguido con el nombre de cristianismo monárquico, del cual os hablaré en otra ocasión.
Continúo aclarando que en ningún momento estoy queriendo decir que el adelanto tecnológico sea contraproducente a la vida. ¡No, qué va! La tecnología que es la hija más innovadora de la ciencia, a mi modo de ver, bien aplicada, podría ser la panacea para que la especie humana salga avante del oscuro y húmedo laberinto en que se halla inmersa.
Ocurre sí, que el capitalismo salvaje en su versión neoliberal, que en breves palabras no es otra cosa que la excesiva acumulación de la economía en unas pocas manos y en detrimento de la inmensa mayoría, está orientándola (a la tecnología) a ser la nueva dictadura.
El adelanto tecnológico, en vez de servirnos para que podamos espaciarnos con holgura en los más de 500 mil millones de km2 que tiene nuestra esférica y hermosísima nave espacial, llamada planeta tierra, sigue siendo utilizado por el capitalismo salvaje para amontonarnos en las aéreas metropolitanas del mundo.
Nos amontona en compañía de perros y gatos, conectados −hasta cuando comemos− a teléfonos celulares, enajenados de la realidad social, política y económica, cual sí fuéramos caballos cocheros que vamos de la casa a la monotonía laboral y de ésta de nuevo a la casa, y así hasta substraer la mayor y más potencial parte de la fugaz existencia humana.
Si dejamos que la tecnología, con toda la transcendencia que ha tenido y tendrá en la vida social del ser humano, se siga desvirtuando en pro de la mezquindad de unos pocos, soslayando situaciones tan prioritarias y abrasivas como el desequilibrio ecológico que es proporcional a la iniquidad reinante, pandemias como la que está generando el Covid-19, y otras peores emergencias provenientes de distintos frentes naturales, se seguirán presentando cada vez menos distanciadas en el tiempo y en el espacio, convirtiendo el paraíso que habitamos, en un lugar inviable para la preservación de nuestra frágil especie.
¿Qué tal un desprendimiento severo de los polos, por el calentamiento global? No olvidemos tampoco que en el 2003 tuvimos otra pandemia de menor espectro y similares síntomas, engendrada por otro coronavirus, distinguido con el nombre de SARS.
Peligros anunciados con sobrada antelación y desde distintas ópticas por muchos visionarios, entre ellos, los filósofos, economistas, sociólogos, historiadores y políticos Carlos Marx y Federico Engels, quienes desde mediados del siglo XIX, con brillante lucidez, nos alertaron de estos y nos dieron las directrices políticas que deberían seguirse para evitarlos.
Directrices que aunque son susceptibles de ajustes, como lo es cualquier propuesta humana que no esté soportada en los dogmas divinos, conservan una estructura sólida, fundamentada en el verdadero desarrollo social que es inherente a la equidad.
En fin, lectores de este breve ensayo inspirado por el coronavirus y la aviación, según lo precisan las autoridades científicas: mientras que no aparezca la vacuna −búsqueda que está en cierne− el Covid-19 continuará su transgresora y clandestina travesía, iniciada en Wuhan, China.
Viajará en los modernos aviones de la actualidad, hospedándose, como ya lo está, en las áreas metropolitanas del mundo que el capitalismo salvaje, en su versión neoliberal, como ya lo dije renglones atrás, quiere verles “crecer” más, más y más.
En aras de fortalecer a toda costa su aparato productivo, ignorando que la madre naturaleza nos ha venido insinuando de múltiples formas, y ahora mismo nos lo está diciendo rotundamente, que nos tiene embozalados, que a ella no le gusta vernos apiñados, en medio de tanto espacio: ello porque ahí está el meollo de todos nuestros males.