En la plaza principal de Fredonia, bajo la sombra generosa de la ceiba, nos encontramos con don Pedro Uribe Restrepo. Desde hace algunos años, este rincón se ha convertido en su hogar de letras, donde vende libros, conversa con los transeúntes y, con frecuencia, ofrece un tinto acompañado de versos y memorias.
Su vocación nació desde niño. A los 12 o 13 años ya sentía que tenía el don de escribir. “Siempre fui muy romántico”, dice entre risas. Asegura que no era noviero, pero sí detallista con sus amigas: escribía versos en papelitos, cartas de cumpleaños, mensajes para el día del amor y la amistad. “Me decían que lo que yo escribía era muy bonito. Incluso, algunas no creían que las cartas fueran mías”, recuerda.
Don Pedro nació en la vereda Murrapal de Fredonia, hijo de campesinos. Desde los tres años tiene recuerdos vívidos de su infancia: trepado a los zapotes con su madre o recogiendo mangos. Años más tarde, la familia se trasladó al casco urbano, pero vivieron un tiempo en el corregimiento Los Palomos, donde su padre trabajaba en los Ferrocarriles Nacionales de Colombia. Allí conoció el miedo y la tragedia. Recuerda el viaducto ubicado en la vereda La Delgadita del municipio de Amagá y el paso del tren que, en más de una ocasión, cobró la vida de quienes intentaban cruzar. “Había un cajón salvavidas, pero no siempre alcanzaban a meterse. Vi morir a una profesora… fueron muchos los que no lograron pasar”, cuenta. Su madre sufría profundamente: eran 14 hermanos -siete hombres y siete mujeres-, y los mayores debían cruzar el viaducto a diario para trabajar.
A los seis años, ya instalado en el pueblo, se enamoró por primera vez. Su vecina Edilia, de su misma edad, lo tenía hechizado. “Lloraba cuando se iba de vacaciones a Medellín”, dice. Cantaba para ella la canción Amor estudiantil de Marinela:
Como en vacaciones tú te vas, triste quedará mi corazón…
Aunque la quería con todo su corazón, nunca se lo dijo. Era tímido y muy sensible. “Pensaba en ella todas las noches. Lloraba en silencio”.
Ese amor infantil lo marcó para siempre y, con nostalgia, lo asocia al libro El niño que enloqueció de amor, una historia donde un pequeño se enamora de su profesora sin ser correspondido. “Yo no estaba ni en la escuela todavía”, nos cuenta.
Don Pedro empezó el kínder frente al Liceo Efe Gómez, con las monjitas que lo recibieron con canciones. Aprendió a leer y escribir gracias a su padre, y cursó su primaria en la escuela Marco Fidel Suárez. Recuerda con cariño a su primera maestra, Elvia Arcila: “era noble, pasiva, muy distinta a otros profesores que golpeaban a los niños. Ella no. Era amorosa, humilde y detallista”.
Esa sensibilidad lo ha acompañado toda su vida. Le duele ver sufrir a los niños. “No entiendo cómo alguien puede golpear a un niño”, dice. Su esposa, doña Lucrecia, tiene una cicatriz en la mano que le dejó una profesora. Cuando la ve, a don Pedro se le parte el corazón.
Mientras hablamos, doña Lucrecia baja por la plaza. Don Pedro la mira con ternura: “la adoro. Me siento bendecido. Yo era muy desordenado, pero ella llegó a cambiarlo todo”.
Don Pedro fue un estudiante brillante. Estudiaba gratis por excelencia académica y se destacaba también en el deporte. Sin embargo, reconoce que cayó en malos pasos: “cogí malas compañías. Uno de mis hermanos me enseñó varios vicios que me alejaron del estudio”. Se arrepiente profundamente, pero no se rinde.
A los 28 años se fue para el Eje Cafetero durante 15 años. Quería dejar los vicios atrás, y lo logró. Se dedicó a coger café, un oficio que aún disfruta, recoje hasta 450 kilos.
Hoy, con vitalidad y sin necesidad de medicamentos, hace ejercicio cada mañana. “El que quiere salir adelante ya tiene el camino ganado, los vicios son sufrimiento, arrebatan la vida. Pero por amor a mi familia y a mis hermanas, cambié”.
Para don Pedro, Fredonia es su cuna, su alegría. Recuerda cuando era un pueblo cafetero y bullicioso: “había 15 ó 16 trapiches, se producía panela, el comercio era fuerte. No existían supermercados. La plaza era el corazón del pueblo. Venía gente de todo Colombia para las fiestas, las carnicerías y cacharrerías abrían hasta las ocho de la noche”.
Esa plaza, bajo la ceiba, es hoy su rincón del alma. Allí vende libros, pero sobre todo entrega mensajes: “la gente se va contenta cuando les escribo un poema para sus novias, esposas, hijas o compañeras. Mi mayor satisfacción es escribir versos de paz”.
Desde los 16 años vendía revistas de aventuras: Kaliman, Arandú, Condorito, Juan sin Miedo. Le encantaban. “Kaliman es un héroe hindú. Le decía a su amigo Solín: ‘serenidad y mucha paciencia’”. Hoy disfruta los libros del Oeste, las novelas románticas, y en especial, los textos de superación espiritual. Su autor favorito es Samael Aun Weor. Cree firmemente que el ego -ira, lujuria, soberbia- es la raíz de todos los males. “Cuando un corazón despierta su conciencia, se convierte en una fuente de amor inagotable”.
Recomienda el libro Ami, porque representa conciencia. “Leer libera. Escribir transforma. Todo libro es un mensaje poderoso”.
Don Pedro sueña con un mundo en armonía. Así lo expresa en uno de sus poemas, escrito un 20 de julio:
Soñé con la paz del mundo,
con lo más preciado, con lo más inmensamente anhelado…
Soñé que las madres con sus hijos se alegraban,
que los cultivos ilícitos se acababan,
que guerrilleros, policías y soldados dejaban las armas,
y que el mundo por fin era hogar de paz y armonía…
Ese es el sueño de don Pedro Uribe Restrepo, el poeta sensible, el defensor de la justicia, el vendedor de libros que, desde la plaza de Fredonia, siembra esperanza palabra por palabra.
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