Una pequeña carpa llena de colores, dulzura y risas infantiles se ha convertido en símbolo de persistencia y creatividad. Allí trabaja Daniela Moscoso Ramírez, una mujer que hace ocho años decidió transformar su vida y emprender un negocio propio. Su historia, que comenzó con un sueño y una máquina guardada, hoy endulza las tardes del parque principal de Venecia con raspados, solteritas, algodones de azúcar y una sonrisa inconfundible.

“Este proyecto comenzó hace ocho años, por un sueño. Quise independizarme, tener algo propio, porque toda la vida trabajé en heladerías o en casas de familia, entonces llegó el día en que quise tener algo mío”. Desde el inicio tuvo claro que no quería un negocio más entre tantos. “No quise tener un negocio repetitivo, algo que todo el mundo tuviera. Ni almacenes ni empanadas, ni chuzos. Quería algo diferente, que no estuviera en el pueblo”.
La historia de su emprendimiento tiene un origen tan simple como inspirador: “un día mi hijo cumplió años y lo llevé al zoológico. Allá vi los raspados de hielo y me encantó la idea, porque aquí en el pueblo no había”. Fue entonces cuando comenzó a ahorrar hasta poder comprar su primera máquina. “Comencé desde mi casa, en una mesita. Luego quise estar en el parque. Empecé a ahorrar y lo logré. Al principio sólo vendía raspaos, pero con el tiempo fui metiendo solteritas, dulces y, lo último, algodones de azúcar”.
Sin embargo, emprender no fue fácil: “mi máquina de algodones duró seis meses guardada; se le venció hasta la garantía porque no sabía cómo hacer el algodón. Se me derretían, se chorreaban, era una cosa de locos”. La solución llegó en el lugar más inesperado:“me tocó ir a un circo para aprender la receta. Le pagué a un payasito para que me diera el secreto, y fue súper efectivo. Gracias a eso ahora los algodones me quedan perfectos”.
Hoy, el negocio de Daniela es símbolo de esfuerzo y creatividad. “Estoy todos los fines de semana: viernes, sábado y domingo, y si es lunes festivo también. Su menú es colorido y asequible: “los algodones tienen un precio de $3.000 y cada ocho días cambio los colores: azules, rosados, amarillos, rojos”. Los raspaos varían entre $3.000 y $5.000 según el tamaño, y los más pedidos son el Maracuyazo y el Mangucho, cuyos nombres nacieron en familia. “El maracuyazo lo inventé con una amiga, y el mangucho fue idea de mi hijo”.
Detrás de cada producto hay una historia casera y artesanal, todo lo que ofrece Daniela es hecho por ella misma: “tengo un congelador sólo para mis hielos, muchas coquitas del mismo tamaño, y preparo todo en casa. Nada es comprado, todo lo hago yo. Es algo pequeño, pero es mío, y me siento muy orgullosa de lo que he logrado”. Además, combina su emprendimiento con la venta de accesorios como aretes, collares, manillas y pinzas, a través de redes sociales.
Más allá del negocio, su historia representa la fuerza del emprendimiento local y el valor de quienes apuestan por sus ideas. Daniela no sólo vende dulces: es un ejemplo de superación y creatividad que inspira.