Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar
La ausencia de dos hermanos
Dentro de las limitaciones y las adversas condiciones económicas con las cuales crecí con mis hermanos y hermanas en la casa de La Lindaja en San Gregorio, reinaba en nuestra casa, sin embargo, un ambiente familiar en el que el calor humano que irradiaba de mi madre, mamá Julia, era tan poderoso que todas las cosas malas que nos pasaban o podían pasarnos parecían apenas inofensivas espinas que perdían importancia bajo la frondosa rosa de su amor protector. Recuerdo mucho cómo me dolía verla llorar cuando alguno de nosotros recibía un trato que ella considerara injusto o cuando nuestra integridad física, incluso nuestra vida, podía estar en peligro. Pero igualmente no había momentos más bellos que aquellos en los que, entregada a sus oficios de casa, mi madre entonaba bellas canciones o aquellos otros en los que, después de la comida, reunidos a su alrededor, la escuchábamos hablar de su niñez y juventud, especialmente sobre las vicisitudes por las que debieron atravesar nuestros abuelos, estando ella y su hermano José Manuel aún muy pequeños (Merceditas, la tercera de los hijos, nació mucho después que ellos), para poder sobrevivir, cuando tenían que arreglárselas para cultivar, a escondidas de los sabuesos del gobierno, pequeñas plantaciones de tabaco, única fuente de ingresos en aquellos tiempos, ya que ésta era una actividad prohibida por ser monopolio del Estado, algo que incluso los llevó a tener que pagar castigo de cárcel, aunque solo por poco tiempo. Un tema recurrente de esas veladas familiares era la memoria de mi padre, profundamente bellas por el amor con el que se refería a él, a pesar de que no nos ocultó sus fallas y debilidades y de dejar en claro que el matrimonio fue para ella una dura experiencia; tanto así que, una vez viuda, jamás pensó en volverse a casar.
Y, desde luego, los momentos dolorosos con los que la vida pone a prueba a las familias formaban parte de una realidad de la que nosotros tampoco podíamos escapar y el primero de esos amargos episodios provino de parte de una de mis hermanas mayores, Ligia, una alegre y conversadora chica que decía que si no fuera porque se tenía que casar se iría de monja. Adoraba los niños. Pero el destino decidió que ninguna de estas dos opciones sería para ella, porque la muerte se la llevó cuando tenía apenas unos 12 años. No tengo muy claro en qué momento sus problemas de salud entraron en esa etapa fatídica del no retorno, pero con el devenir de los días su problema de anemia se volvía cada vez más agudo y los medicamentos y bebidas que le ordenaba la señorita Tulia pronto dejaron de producir efecto positivo alguno. Fue así como un día la enfermera no tuvo más remedio que declararse impotente y pronunció esa frase que a mí siempre me llenaba de terror cuando lo hacía con cualquier enfermo grave: “está muy mal, hay que llevarla para el hospital de Bolívar”, lo que, en mi mente, era tanto como decir “ya está muerta”. Como las condiciones del momento eran de tantas limitaciones, se decidió que mi tío José Manuel, en compañía de mi abuela mamá María, serían quienes se irían con mi hermana para el pueblo; mamá debería quedarse atendiendo los asuntos de las dos casas, la de mi abuelo y la nuestra. La recuerdo hablando tristemente de Ligia, preguntándose qué habría sido de ella. ¿Cómo estaría?
Ligia poco tiempo antes de su muerte. La acompaña el primo Carlos Zapata. La única foto que se conserva de ella en el álbum familiar.
Unos días después (ignoro cuántos) recuerdo haber llegado, como siempre, a la escuela. Noté en seguida que el profesor, Javier Sánchez, me miró de una forma extraña, sin decirme nada, lo que me dejó muy intrigado. ¿Habría cometido yo alguna falta? ¿Me iría a castigar? Sonó la campana y todos los chicos nos formamos en dos filas, una por cada uno de los dos grados. Luego de las usuales palabras recordándonos nuestros deberes y de decirnos que debíamos ser unos buenos muchachos, ordenó que entráramos a los salones, pero antes de que yo lo hiciera me llamó aparte. Un mal presentimiento se apoderó de mí, pero entonces todo se aclaró cuando el maestro, sin preámbulo alguno, me dijo: — Váyase para la casa y dígale a su mamá que su hija se murió” —. Tendría yo para ese entonces tal vez unos 8 o 9 años y era la segunda vez que alguien cercano a mí recibía la visita de ese personaje siniestro al que tanto le temía: ¡la muerte! En el trayecto, mientras la imagen de mi hermana no me abandonaba, solo pensaba de qué forma le daría la noticia a mamá Julia. Finalmente me acerqué a la casa. Mi madre estaba ordeñando la vaca media sangre y cuando me vio no fue necesario de que yo le dijera algo. — ¿Murió Ligia? — me preguntó. — ¡Sí! — le contesté. Entonces rompió en llanto y también yo pude llorar. Lo que más le atormentaba a mi madre era el hecho de no haber podido estar con ella en el momento de su agonía, algo que siempre recordó durante todo el resto de su vida. Ya cuando regresó mi abuela y nos contó los detalles del fallecimiento de mi hermana, agregó algo que ha sido para mí un motivo de profunda intriga: en su camilla de enferma, mientras era transportada, le dijo: “¡Mira, mamá María, qué niños tan hermosos!”.
Mi hermano Fáber (izquierda) y yo, muchos años después.
El segundo momento triste sucedió pocos meses después y tuvo que ver con Fáber, mi hermano mayor, por quien yo sentía un cariño especial porque de alguna forma lo veía como mi protector; con frecuencia me defendía en los momentos difíciles y cuando dormíamos en la misma alcoba llevaba leche Klim con panela raspada, un manjar delicioso para mi paladar en aquellos tiempos. Pero a medida que llegaba a su adolescencia y juventud, mi hermano dejó de ser el muchacho bullicioso, charlador y bromista que estábamos acostumbrado a ver para tornarse en un joven malhumorado, taciturno y silencioso. Su comportamiento igualmente empezó a generarle problemas con mi abuelo, especialmente cuando se quedaba en San Gregorio y no llegaba a tiempo a trabajar. Las cosas llegaron a un punto de crisis inaguantable para papá José, cuando mi hermano, que era incapaz de negarle un favor a nadie, aceptó enrolarse con otras personas para transportar los cadáveres de unos forasteros hasta el sitio llamado La Piedra — decían que eran “pájaros” venidos del Valle — que habían sido dados de baja por los carabineros en la vereda de la Gulunga. Esa vez faltó al trabajo, por lo que mi abuelo le dio un severo regaño. Pocos días después Fáber se fue de la casa. Fueron meses dolorosos, durante los cuales mi mamá y mi hermana Ofelia (ya casada) no paraban de hablar de él siempre que se encontraban. Luego supimos que estaba en Tapartó, (Andes), y que se encontraba bien, lo que fue para nosotros motivo de gran tranquilidad, pero yo seguía echándole de menos: su ausencia era algo a lo que no me podía resignar. No recuerdo exactamente cómo se dieron las cosas para su retorno, pero fue algo que nos llenó de profunda alegría. Otra vez los hermanos estábamos reunidos y, alrededor de mi madre, las veladas eran ahora amenizadas por relatos de aventuras, reales o imaginarias, para lo cual Fáber era definitivamente un experto.
La experiencia de esos meses de ausencia de la casa contribuyó también a que mi hermano madurara y para que, de alguna forma, estuviera preparado para el siguiente desafío que el destino le tenía reservado: la pelea que tenía que dar por una de las chicas más bonitas de San Gregorio, con la cual, luego de un noviazgo de verdadera novela rosa, formó finalmente su hogar. Pero esa es otra historia.
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