Entrega 44
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar
Macondo y San Gregorio
Creo que todo ser humano tiene sueños que lo inspiran, sueños que han construido en su imaginación alguna vez a lo largo de su vida. Mundos que empiezan a tomar forma en la dimensión de la imaginación y que, a fuerza de moldearlos, dejan de pertenecer al reino de la utopía para terminar prácticamente convirtiéndose en algo tan real como las mismas piedras con las que tropieza por el camino, los árboles, las flores, el patio de la casa y demás objetos y personas de los que está rodeada su vida diaria. Macondos especiales hechos a la medida y catadura de cada soñador. El de García Márquez, por ejemplo, es un pueblo moldeado en la imaginación de su creador con los elementos que le aportaron la experiencia personal de su vida pasada en Aracataca, su pueblo natal y el momento histórico dentro del cual le dio vida literaria a esa aldea que comenzó con “… veinte casas de barro y cañabrava construida a la orilla de un río de aguas diáfanas..”, en la que personajes como José Arcadio Buendía y su esposa Úrsula Iguarán serían los protagonistas de una historia de apellidos, guerras y otras tragedias que se repiten una y otra vez, y en donde la matrona Úrsula, con su liderazgo, sentido de emprendimiento y longevidad, terminaría siendo la razón de ser del nombre de la novela: Cien Años de Soledad. Es curioso que en el caso de la novela salida de la imaginación de García Márquez, el pueblo termine extinguiéndose para siempre pasados cien años, hasta el punto de que nadie supo ni siquiera en dónde quedaba ese exótico lugar, tal vez porque al darle una vida efímera a su propia creación, el autor está enviando un mensaje de que un pueblo sin proyección futura no tiene a la larga una opción diferente a la de languidecer hasta desaparecer definitivamente.
Pero otras mentes imaginarias darán forma a otro tipo de aldeas. Unas en las que el optimismo y la seguridad en su propio poder será una fuente de felicidad para sus habitantes, porque habrán aprendido a resolver de manera creativa sus diferencias y conflictos y han dedicado todas sus fuerzas a encontrar la piedra filosofal que permita convertir sus tropiezos, dificultades y hasta tragedias en el metal precioso de una oportunidad — al estilo de un Aureliano Buendía que en el encierro de su laboratorio aspira a encontrar el secreto para convertir en oro los objetos de la casa — lo que les permitirá construir la aldea ideal. O habrá también otras aldeas imaginarias en las que sus habitantes llevan una vida triste porque los miedos a sus propios imposibles mentales, sus desconfianzas y la falta de fe en sí mismos se han convertido en cadenas que los aprisionan y no les permiten abrir las mentes a las enormes posibilidades que ofrece la vida.
Como en tantas otras ocasiones, recurro a la magia de la imaginación para retornar a aquel pequeño llano al frente de nuestra sencilla casa, y allí sentado, mientras vuelvo a contemplar los verdes cafetales y piñoneras de la Lindaja, las praderas lánguidamente iluminadas por los rayos moribundos del sol de los venados al otro lado del río San Juan y las majestuosas cordilleras de los farallones del Citará, echo a volar mi imaginación. Y otra vez mi interés está centrado en el caserío que tengo hacia el occidente, al que sigo llamando San Gregorio (nunca me he podido acostumbrar al extraño nombre de Alfonso López); éste ya no es el pequeño caserío de aquel pasado lejano cuando apenas tenía unos cinco años. El San Gregorio de hoy ha crecido en número de casas y número de habitantes, posee infraestructura vial y servicios de electrificación y comunicaciones y, sobre todo, tiene algo que yo tanto anhelé en aquellos años: un colegio de bachillerato. ¿Qué cambios se han producido en las mentes y las almas de sus habitantes y de quienes, a pesar de estar lejos, nos sentimos parte de esta comunidad? ¿Somos hoy personas más maduras, más conscientes de nuestras posibilidades, potencialidades y realidades? ¿Qué hemos aprendido de nuestro pasado, con sus éxitos, tragedias y fracasos?
Mientras estos interrogantes rondan por mi mente, me pregunto si tenemos el material humano para lograr el objetivo de construir una aldea ideal. La respuesta para mí es clara: sí, lo tenemos. Poseemos mujeres y hombres con el talento necesario para trabajar en esa dirección, con las condiciones de liderazgo suficientes; población joven que tiene posibilidades de educarse; habitantes con vocación de escritores; artistas de la pintura y de la música; personas inquietas que han luchado desde hace mucho tiempo para crear organismos cívicos como las juntas de acción comunal, la colonia de San Gregorio y otros instrumentos de desarrollo económico y cultural que han tenido impacto importante en el bienestar de la comunidad; líderes que se esfuerzan por hacer más felices las vidas de los niños y de los adultos mayores; habrá también personas que, seguramente, están en condiciones de asumir el ejercicio de la política como una forma de servicio a la comunidad y no como una oportunidad para obtener beneficios personales; hay, sobre todo, una cantera de líderes nuevos, jóvenes que se están formando en el colegio o en el trabajo de la vida diaria.
Tenemos, pues, los elementos para construir nuestro propio Macondo; no el Macondo efímero de García Márquez, esclavo del eterno retorno de sus propias tragedias, sino otro construido a la medida de unos seres humanos que han aprendido a convertir las experiencias de su pasado, tristes y trágicas unas, exitosas y enriquecedoras otras, en lecciones de vida transformadas en material para edificar un Macondo diferente, uno en el que las generaciones que vienen detrás de nosotros encontrarán las herramientas mentales y materiales suficientes para crecer y para llevar una vida feliz.
La noche ha caído y de las praderas y cordilleras solo alcanzo a identificar sus siluetas recortadas por la tenue luminiscencia de la luna y las estrellas. Es hora, pues, no de ir a la cama de los años pasados, sino de regresar al mundo real de mi presente, convencido de que el sueño de hoy es la semilla del árbol de algún futuro paraíso que nos puede estar esperando. ¿Por qué no? ¡Otros lo han logrado!
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Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)