Por Edwin Andrés Rendón Escritor y maestro
Érase una vez y sigue siéndolo, ¡no se me haga el desentendido!, un pedacito del mundo donde las piedras hablan y el agua tiene memoria. Dicen los viejos de los viejos que antes de los nombres y los linderos, fueron Los Cartama, los primeros moradores de este suelo bendito, cuando el tiempo se contaba por cosechas de luna.
Allá, entre riscos y barrancos, se oía al monte hablar bajito. Y ellos, los de antes, respondían grabando en la piedra sus pensamientos más hondos. ¡Y vea usted, pa’ los Cartama eran evangelios de piedra! Espirales que dicen “todo vuelve”, figuras que parecen paisanos traviesos, aves que son mensajeras del cielo… A puro golpe de roca sobre roca iban dejando su alma grabada, allí marcaban nacimientos, lluvias raras, fiestas de caciques y hasta caminos pa’l que quisiera orientarse ¡Ave María, que las piedras hablan clarito… y al que no crea, que les arrime la oreja, pa’ que vea!
Por las veredas de El Rayo, San Isidro, Corozal, El Hacha, Otrabanda, El Encanto … se llenó el campo de estos lenguajes sagrados, petroglifos, que les dicen ahora los doctos, pero pa’ los montañeros de entonces eran la esencia misma de la montaña. No eran adorno, no señor, eran lenguaje sagrado pa’ marcar el agua, el tiempo y el alma.
Luego, con el correr de los siglos pasaron por aquí los mandaderos del Rey, por las selvas del Cartama se oyó entonces el retumbar de los cascos castellanos, sacudiendo la paz de los montes. Al frente venía un tal don Juan de Vadillo, flaco de fortuna y gordo de ambición, que más parecía ánima en pena que conquistador de reinos. ¡Vea pues!, toparon con los bravos Cartama, que se plantaron firmes, pecho en alto, defendiendo la tierra. Pero la pólvora manda más que el coraje y pronto cayeron muchos, otros, amarrados y maltrechos, fueron obligados a la brava a soltar el secreto de sus montañas. Así, entre aguaceros, fiebres y maldiciones, los españoles pisaron por vez primera lo que hoy es Támesis.
Era por allá, en el siglo diecinueve, cuando los caminos eran puro barro y herradura y los sueños se cargaban en mula. Bajaron por estas tierras los colonos del Oriente, gentes de Sonsón, Marinilla y El Carmen, todos con la esperanza metida en el pecho y la ruana al hombro. Venían con sus santos, sus caballos y su fe montañera y antes de arrear el día, se mandaban su buen desayuno trancao con calentao y arepa. Compraron y repartieron grandes pedazos de monte en los contornos de la Nueva Caramanta. Legalizaron escrituras, trazaron linderos con vara y juramento y partieron la tierra en porciones, como quien reparte pan entre compadres.
Entre ellos, un tal don Pedro Orozco Ocampo, hombre de temple, baquiano de estas lomas, de esos que se paran y mandan callar al viento. Y junto a él, su mujer, doña Rafaela Gómez Trujillo, matrona de palabra santa, con mano trabajadora y corazón de almojábana caliente.
Dicen los viejos, que algo saben de penas y caminos, que don Pedro y doña Rafaela llegaron a estas tierras empujados por el infortunio. Que si amores contrariados, que si política revuelta… ¡vaya uno a saber! La cosa fue que doña Rafaela, muchacha linda y de temple, prefirió al Pedro, hombre de fe conservadora, antes que a otro de apellido sonoro y con eso se echó encima una tormenta. Los persiguieron con alma y cuerpo y tuvieron que alzarse al amparo de la noche, temblando y el miedo pegado al pescuezo. Cruzaron trochas y ríos y cuando la montaña los cubrió con su manto de neblina, entendieron que allí era. Aquí se quedaron, donde el agua murmura como vieja comadre y la tierra, que no guarda rencor, los abrazó como a hijos perdidos que por fin vuelven a casa.
Bueno, barájamela más despacio, fue así como dicen que entre los dos y los hermanos de Pedro, fundaron el caserío una noche de Navidad de 1858. ¡Qué cosa más linda!, el Niño recién nacido en el pesebre y el pueblo recién parido al pie del cerro. Donaron solares, trazaron la plaza, levantaron la iglesita y pa’ completar, doña Rafaela bautizó el pueblo: “San Antonio de Támesis”, dijo, por la fervorosa devoción que le guardaba a su San Antonio de Padua y evocando aquel río londinense que vive envuelto en niebla. “¡Porque aquí también amanece entre neblina y se oyen los gallos como coros de ángeles!”.
¡Ave María!, que esa noche sí hubo alboroto del bueno. En plena misa de gallo, Mariano, hermano de don Pedro, se trepó en un tronco y soltó el grito con alegría y tapetusa: ¡Queda fundada la importante ciudad de San Antonio de Támesis!
Dicen los viejos que al río le dejaron el nombre de San Antonio, pa’ que el santo lo sosegara cuando se le alborotaba el genio en tiempo de lluvias y al pueblo le quedó el de Támesis, y así sí, hasta el río se volvió más manso desde que le rezan su novena cada junio.
Y vea, así fue quedando el pueblo, trepao en la montaña como niño curioso. En 1864 ya tenía alcaldía montada. Y allá por el 1867, ¡Ave María!, nació la parroquia de San Antonio de Padua. Don Pedro y doña Rafaela no sólo abrieron calles, sembraron costumbre, agua y ejemplo. Él, que murió rodando por un peñasco de su finca, cuando tenía 79 años, el 6 de diciembre de 1896, Dios lo tenga en su gloria, ella, que apadrinó a más de quinientos muchachitos y se fue al cielo con 96 años y un rosario gastao entre los dedos.
Después vino el siglo nuevo, las retretas en el Parque Caldas y su vida de domingo, cafetales que olían a esperanza, el sabor del cacao, trapiches cantando a la caña, gallinas por las aceras, muchachas de moño apretado y hombres con poncho, carriel y sombrero. Y allá en la esquina, como cada mañana, se oye el grito sabrosón: ¡saque la olla, que llegó la mazamorra pilada!
Porque Támesis, créame usted, se hizo con agua bendita del río Cartama, río Claro, San Antonio, río Frío… son las venas por donde le corre la vida al pueblo. ¡Abajo, muy hondo, se esconde el gran organal, esa maravilla de Dios que el agua fue labrando con paciencia de siglos, abriendo cuevas y tripas de piedra pa’ que el río se echara una siesta entre sombras.
Venga y se boga una aguapanela con quesito al pie del fogón mientras se va desnudando de niebla el Cerro Cristo Rey. Y no es por echárselas, pero aquí el aire huele a paraíso. Los pájaros, que son más que los pensamientos de un enamorao, revolotean por el cielo como cintas de colores, unos nacidos aquí, hijos del viento tamesino, otros, visitantes de paso, que vienen de tierras lejanas a darse un chapuzón de sol en estas quebradas.
Támesis, créalo usted, es reino del oso andino, jardinero de los bosques, morada de pumas que se deslizan como sombras y de tigrillos que huelen a misterio y montaña. Aquí cada árbol tiene su huésped, cada piedra su secreto y el aire… el aire canta con la Dacnis Turquesa o el Gallito de Roca.
Mas no todo ha sido fácil. En los años de ahora han tratao de llegar las mineras con sus promesas de oro, cobre y progreso. ¡Y vea usted cómo se alborotó el avispero! Porque este pueblo, que sabe de agua, de piedra y de dignidad, no se dejó meter el cuento. “El agua no se vende, el agua se defiende”, dicen los tamesinos, con verraquera, con voz de quebrada y corazón de trueno.
Támesis es pueblo de canto y verso, de esos que hasta el viento tararea y la quebrada hace contrapunto. Aquí la poesía se toma con café. De estas faldas salieron, entre muchos, Gildardo Montoya y Luis Bernardo Saldarriaga, parranderos de cepa fina, guitarra en pecho y copla en la punta de la lengua y escritores como José Libardo Porras y Mario Escobar Velásquez, que le sacaron palabras al silencio ¡Ave María, si hasta los cerros aquí tienen oído y rima!
Este pueblo tiene encanto de mujer montañera: sereno, altanero y dulzón a la vez. Y así, entre canto y memoria, Támesis sigue siendo lo que fue desde el principio, tierra de agua, piedra y espíritu. Un lugar que cura y que llama, porque quien viene a Támesis ¡Se los juro por el Milagroso Señor Caído!, no se va del todo, se queda pegao como musgo a la piedra y vuelve y vuelve… Que este pueblo tiene un imán tan fino, que hasta el viento se devuelve pa’ quedarse conversando y el que una vez lo pisa, ya anda medio hechizao pa’ siempre.
Lectura recomendada
En Fredonia: Cuentos del Pueblo del Café