Investigación de Daniel de Jesús Granados Rivera Maestro investigador, formador de formadores de la I.E.N.S.A. Magister en Educación en la línea de Formación de Maestros UdeA
En las páginas vivas de la historia educativa del Suroeste antioqueño, hay nombres que brillan por su entrega silenciosa, su vocación inquebrantable y su profundo amor por la infancia. Uno de ellos es el de María Magnolia Zapata Álvarez, normalista superior egresada en 1967 de la Escuela Normal de Amagá, con más de tres décadas dedicadas a la enseñanza en veredas, escuelas públicas y espacios rurales y urbanos-marginales donde la educación fue, más que un deber, una forma de vida. Esta reseña, construida a partir de su propio testimonio, nos acerca a una maestra que caminó por trochas con botas pantaneras, cocinó para sus alumnos, y entendió desde siempre que enseñar es también cuidar, acompañar y transformar realidades con dignidad y afecto.
Quiero compartir con todos ustedes la aventura de mi vida como maestra. Ante todo decirles que mi experiencia con los niños y niñas fue la mejor y la más significativa de mi vida.
Al ser egresada en 1967 como normalista superior de Amagá, bajo la dirección de la señorita Estella Calle Viveros, inicié mi labor como directora de la escuela rural La Cruz de la vereda La Tolda del municipio de Barbosa. En aquel entonces los maestros no estábamos escalafonados, sino que nos ubicaban por categorías, yo inicié en la número dos. Para ascender debía laborar cinco años teniendo muy presente el uso de materiales didácticos y aprobar la calificación de los visitadores que observaban mi desempeño en el aula de clase.
Allí permanecí tres años orientando los grados primero y segundo, el grado tercero no estaba aprobado. En este lugar los niños eran de bajo nivel económico, y los tomé como mis propios hijos, fue entonces cuando me convertí en su enfermera, consejera y hasta les hacia de comer porque sus padres no tenían forma de brindarles una estabilidad económica.
Luego fui trasladada a la vereda El Cedro en Amagá. La escuela que encontré allí era más bien regular en cuanto a su planta física. En ella ejercí mi labor durante ocho años, dictando todas las materias vistas en básica primaria. Esta escuela se convirtió prácticamente en mi vivienda, era muy retirada de mi casa y el transporte era a pie o a caballo. Debido a su distancia utilizaba botas pantaneras para trasladarme; el terreno era bastante difícil y en época de invierno el transporte hasta allí se tornaba demasiado dificultoso.
Fue transcurriendo el tiempo y mi labor se convertía cada vez más en el apoyo para el progreso de mis niños y niñas. Culminé mi labor en dicha escuela y luego fui trasladada a la escuela de La Ferrería también en Amagá, en la cual laboré por profesorado y mi estadía allí fue sólo de un año. En aquel entonces el director de la escuela era el profesor Jairo Ramírez, que en paz descanse, quien fue el coordinador de convivencia en la Normal de Amagá. Fue él quien propuso que enseñáramos por profesorado y obtuvimos muy buenos resultados en la formación de los estudiantes.
Luego orienté mis conocimientos a la actual sección primaria de la Normal (Escuela Maria Auxiliadora), en las áreas que se orientan en la educación básica primaria. En este lugar permanecí tres años.
En 1983 inicié mi labor como maestra en la Escuela Normal de Amagá, allí orienté durante 15 años el área de Matemáticas. Aprendiendo de mis errores, siendo humilde en la compresión de los saberes escolares, y como dice el viejo adagio: nadie nació aprendido. Durante este tiempo me di cuenta cómo evolucionó la educación en el que fue mi colegio, pues anteriormente se practicaban mucho los valores, y al llegar me di cuenta de que muchos de ellos se habían extinguido, pensamiento que aún conservo sobre esta institución. En aquella época la Normal sobresalía a nivel Nacional, sus exalumnos fueron muy reconocidos por su buen comportamiento y por llevar en alto el nombre de la Normal de Amagá.
En mi labor como maestra tuve muy en cuenta mi formación pedagógica ofrecida en la institución. Cuando me estaba formando como maestra la exigencia era lo primordial; nos revisaban el material de trabajo, la presentación personal y el comportamiento ante las personas, pero principalmente ante los niños y niñas. En ese entonces se aplicaba la ley: la letra con sangre entra. Cuando perdía una materia o sacaba una mala nota el castigo era doble porque recibía un reglazo por parte de los profesores y luego en casa un castigo por parte de mis padres.
No comparto para nada lo que llaman ahora exploración propia y las exposiciones, sin tener claro el tema del que se está trabajando. En mi concepto pienso que es necesario que el profesor se siente con el alumno a explicarle y aclarar sus dudas, esto con la intención de que obtenga un mejor aprendizaje. Aunque sé que la educación ha evolucionado, pienso que la memoria es indispensable para un buen aprendizaje, porque lo que importa es aprender para la vida y no para el momento.
También pienso que una de las ventajas de la reforma educativa es que el alumno explora y refleja su aprendizaje ante los demás, como también les enseña a ser abiertos ante un público, expresando así todo aquello que sienten. Pero por otro lado, creo que una desventaja es que los alumnos no aprenden por sí solos, puesto que hace falta el acompañamiento de los profesores y sus familias.
Después de haber laborado durante este ciclo en la Normal, fui trasladada para la ciudad de Medellín al colegio Sor Juana Inés de la Cruz. Fue una experiencia inolvidable, tuve la oportunidad de trabajar nuevamente en la básica primaria con niños y niñas afectados por la violencia.
En esta institución también pude ayudar a los niños y niñas de bajos recursos, repartiéndoles refrigerios cada día con la intención que se alimentaran bien y obtuvieran un buen aprendizaje. Allí trabaje sólo 27 meses, ya que me jubilé. De mis 32 años de maestría, esta fue la experiencia más significativa que tuve, pues los alumnos se dejaban guiar con facilidad y eran niños con muy buenas capacidades y gran esmero por aprender cada día, con ellos siempre acostumbraba orientarles la teoría y luego la práctica. A pesar de que eran muchas las dificultades a nivel social y económicas, los alumnos paso a paso fueron moderando sus acciones formándose como verdaderas personas.
Estoy satisfecha con mi gran labor. La experiencia que viví en el colegio de Medellín marcó sin lugar a dudas lo que resta de mi existencia, sin olvidar que tan sólo fueron dos años y tres meses en los que allí laboré, como tampoco olvido todos los conocimientos que adquirí en mi labor como maestra.
Hoy tengo mi corazón contento porque pude colaborarle a mis niños y niñas más pobres y a su vez ayudarles a salir adelante. Mi labor era tan grande y con tanta entrega que hasta pedía dinero, ropa, alimentos, entre otros, y mi mayor inquietud era el progreso de aquellos alumnos que carecían de recursos. Me llena de alegría ver cómo mis alumnos reflejan con sus buenas acciones los valores que un día yo les transmití, puesto que el ejemplo es la base de una buena enseñanza.
Todo trabajo requiere de sacrificio y entrega, más no todo se presenta en bandeja.
Lectura recomendada: Eduardo Antonio Acevedo Vásquez: un maestro humanista