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Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro


Entrega 25 

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

En una fría y oscura noche de invierno, ya muy avanzada la hora, en medio de un silencio que es interrumpido solo por el aullido de un perro vagabundo, se escucha el ruido producido por los cascos y el resoplar de dos caballos que atraviesan las embarradas calles del antiguo San Gregorio. Es el ruido de dos jinetes que se dirigen hacia alguna vivienda retirada del caserío, tal vez en la lejana Gulunga, en La Lindaja o allá abajo en Remolino; uno de ellos es un hombre que va adelante, marcando el camino, y el otro una mujer que monta sentada de lado en una silla galápago especialmente diseñada para tal efecto, a la usanza de las mujeres de antiguas costumbres. Es la señorita Tulia, cuyos servicios de partera están probablemente siendo solicitados por algún ser humano que se apresta a llegar a este mundo o por el integrante de alguna familia que necesita urgentemente de la atención de esta mujer para recuperar su salud y salvar su vida.  Luego de prestar su servicio y tal vez después de haber descansado un poco, esta enfermera, partera, médica práctica y hasta consejera de salud, está de nuevo al frente de su botica atendiendo las necesidades en materia de salud de las gentes de la aldea.

Imaginemos, por unos momentos solamente, el San Gregorio de finales de los años 30 del siglo pasado y su situación en materia de salud, cuando la atención médica dependía de un médico extraño de Bolívar, de Salgar o de algún otro pueblo vecino, así como de los hospitales de alguna de esas poblaciones, situadas a varias horas de tortuosos caminos, con las dificultades de desplazamiento propias de aquellos tiempos. ¿Qué hacía la gente en un caso de emergencia? ¿Qué tan confiable podía ser el diagnóstico de un médico que desconoce la vida interna y costumbres de un paciente y su familia y que muchas veces debe basarse para ello en la información que suministra algún familiar o vecino, debido a que ha sido imposible que el enfermo vaya personalmente para que el doctor lo vea? Sumémosle a eso las limitaciones económicas para asumir el costo de la consulta o de los medicamentos formulados, añadido esto a la sensación incómoda que debía sentir el paciente al ponerse en manos de una persona extraña procedente de familias lejanas, con el que no puede tener la confianza necesaria para contarle las dificultades dentro de las cuales se desenvuelve su vida personal y la de su familia. Es de imaginar los sufrimientos de aquellas gentes, quienes, por la imposibilidad de acceder a algún servicio de salud razonablemente confiable, están limitados a contentarse con las bebidas y demás remedios caseros recetados por las abuelas o por algún yerbatero de ocasión. Como en muchos otros aspectos del acontecer diario, la sensación de abandono debía ser enorme.

Tulia Agudelo en su botica. La historia de S. Gregorio.
Tulia Agudelo en su botica. La historia de S. Gregorio

Pero un día, allá por el año de 1948, una mujer procedente de Salgar aparece en esta aldea; es una enfermera, y no cualquier enfermera: es Tulia Agudelo.1 Hablar de la señorita Tulia (su denominación familiar entre la gente), así como del legado de su paso por San Gregorio, es una oportunidad que nos permite examinar de cerca qué tan determinante llegó a ser para la comunidad el trabajo y la vida misma de un personaje como éste que, por avatares del Destino, terminó formando parte de nuestra vida diaria en esta alejada región del mundo. Y es que si ha habido en las primeras décadas de nuestro corregimiento alguien decisivo en el trasegar de esta gran familia (la gran familia San Gregorio), ha sido esta enfermera, y no solo por ser alguien con los amplios conocimientos prácticos de la medicina que poseía, sino por la forma como se desempeñó y por las características propias de su condición humana.

Poseedora de una recia personalidad, esta enfermera, quien llegó en compañía de dos de sus hermanas, Lola y Julia, luego de ejercer su profesión por un tiempo indeterminado en el hospital de Salgar, fue para nuestro corregimiento un verdadero Ángel de la Guarda en una época en la que alguien con sus conocimientos era tan necesario. Y el hecho de que, por más de 40 años, esta paramédica y su botica hayan sido la columna vertebral alrededor de la cual giraron prácticamente todos los temas de la salud, la llevó a constituirse de hecho en la gran matrona de más de una generación. Aunque no se tienen datos estadísticos que indiquen cuántas personas se beneficiaron directa o indirectamente de sus servicios (algo imposible en la práctica), es fácil deducir, sin embargo, que todos los sangregorianos, de una u otra forma, resultamos favorecidos por los resultados de su labor. Somos muchos los que tal vez estemos vivos porque tuvimos la fortuna de tener a una persona que supo lo que había que hacer en un momento crucial en el que nuestra vida pudo haber estado en peligro o estuvimos viéndolas negras para superar una de las enfermedades endémicas que tanto nos atormentaban en aquellos tiempos: infecciones intestinales, vómitos y afecciones respiratorias que era lo más común, o cosas tan inesperadas como atajar a tiempo una intoxicación por la dosis de un purgante suministrado equivocadamente o efectuar un procedimiento de urgencia por el corte profundo hasta el hueso en uno de los pies por el golpe de un hacha que se desvió de su camino, en una tarde en la que rajaba la leña para cocer los alimentos. Aún hoy día no sé cómo se las arregló esta mujer para que no me quedaran secuelas de esa herida tan profunda. Mención aparte merece el hecho de que un porcentaje muy elevado de los nacidos en su tiempo fueron recibidos por sus manos milagrosas.

Se pueden decir muchas cosas de Tulia Agudelo, pero creo que todo lo que significó su trabajo para nosotros se podría sintetizar en estas dos categorías:

Confianza. El sentir que en San Gregorio había una persona que conocía su trabajo y que, en la inmensa mayoría de los casos, resultaba acertada en el diagnóstico que hacía de una enfermedad y en el procedimiento aplicado para su curación, era algo que generaba una gran confianza y tranquilidad, hasta el punto de que cuando Tulia decía que a un paciente había que echarlo para el pueblo era porque en realidad ya no había nada que hacer.

Parte determinante de esta confianza, no obstante, se derivaba de dos factores que emanaban de su personalidad y que tuvieron una inmensa importancia. Uno de ellos era el conocimiento que esta enfermera llegó a tener de cada uno de nosotros, no solamente en lo que a temas de salud hacía referencia, sino también de las condiciones familiares dentro de las cuales vivíamos, lo que le permitía dar una atención altamente personalizada a cada caso. El otro factor era el respeto con el que siempre trató a sus pacientes. Nunca vi a Tulia pelearse con nadie, negarle un servicio a alguien o tratarlo de manera injusta, aunque sí le hablaba sin pelos en la lengua a un peleador empedernido o a hombres que resultaban infectados por andar de inquietos, pero nunca sin faltarles al respeto.

Entrega. Una de las características del trabajo de la señorita Tulia fue la entrega y la sobriedad con la que vivió su vida, dedicada en cuerpo, alma y corazón, a su misión, con una obsesión casi mística, pues ni siquiera se supo si alguna vez tuvo una relación afectiva personal, porque su vida era el servicio. Rara vez (por no decir que nunca) vi la botica cerrada; nunca le escuchamos un comentario ofensivo contra alguien o revelar alguna intimidad personal que pusiera en entredicho el buen nombre de persona alguna. Que yo sepa, jamás le negó un servicio a alguien por falta de pago, al menos no lo supe y dudo sinceramente de que lo hubiera hecho alguna vez. Era algo que no iba con su personalidad.

A esta mujer la encontró la muerte tal como siempre había vivido: al pie de su botica y entregada a la gente. Sucedió un día, probablemente entre los años 1985 y 1988. Con su deceso terminaron las cuatro décadas de un servicio humano — en el más auténtico sentido de la palabra — prácticamente ininterrumpido de alguien que, seguramente, igual que todos nosotros, amó, sufrió, padeció dificultades, pero que, como muy pocos, supo sobrellevar para bien de los habitantes de esta pequeña comunidad.

Por ello, por el bien que me hizo personalmente, por el bien que le hizo a mi familia y a todo San Gregorio, y por la humildad y entrega con la que ejerció su labor, la señorita Tulia que conocí es mi personaje favorito.2

Nota: 

  1. En su libro “Historias de la arriería en Antioquia”, Álvaro Fernández A. hace una reseña muy completa sobre el trabajo de Tulia Agudelo en San Gregorio (Fernández, Álvaro; Historias de la arriería en Antioquia; Medellín Colombia. Segunda edición).
  2. Las gentes de San Gregorio tienen para con Tulia Agudelo una deuda de agradecimiento que, en mi opinión, no ha sido reconocida con la justicia que merece y creo que una forma de subsanar, así sea solo en parte, esta injusticia, sería nombrando la calle principal de San Gregorio como “Calle Tulia Agudelo”. Una propuesta que he venido haciendo desde hace algún tiempo pero que, sin embargo, no ha tenido la acogida que esperaba por parte de mis paisanos. Ojalá algún día logre este objetivo.

Lea la primera parte de Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro

 

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar
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