Muy lejos estoy de la visión de aquella increíble nación de mi infancia que nos pintaban la historia convencional, el cine, la radio y hasta las viejas revistas del Reader’s Digest que mi papá dejó al morir en esa especie de baúl de los recuerdos que, junto con otros libros de literatura, disfrutaba leyendo en mis momentos de ocio; la de las imágenes de los increíbles rascacielos de N. York, del desarrollo científico e industrial que veía en las películas que el padre López proyectaba los domingos en la tarde en el improvisado salón del segundo piso de la casa del costado sur de la plaza de San Gregorio, aún hoy existente. La de los héroes de la guerra contra los crueles japoneses y la de los valientes vaqueros y militares que, con modernas armas (para la época), se encargaban de castigar a los crueles indios quienes, con poderosas flechas y montados a pelo en caballos de manchas blancas y negras, se atrevían a atacar a esforzados colonos que llegaban a apropiarse lo que, hasta esos momentos, habían sido sus propias tierras. ¿Era esa una justa confrontación? ¡Bah, eso no era asunto mío! El cine me decía que esa era la justicia de los blancos y yo lo consideraba que eso era normal. Sólo me importaba disfrutar de esos momentos mágicos en los que, con enorme regocijo, veía como los malos (indios, japoneses y algún blanco descarriado) terminaban pagando por sus crímenes a manos de los héroes, que siempre y como por arte de magia, terminaban triunfando.
Una imagen que, con el tiempo, empezó a cambiar. Ya en mis años de juventud supe, con incredulidad, que en el “país de la libertad y la igualdad de oportunidades”, existía una clase social a la que se le discriminaba por el color de su piel; a la que se le negaban derechos tan elementales como el del voto, el de poder estar en determinados sitios públicos o a cuyos hijos e hijas se les obligaba a asistir sólo a escuelas especialmente destinadas para ellos. Tuve que enterarme, entonces, de que una parte del sur de los Estados Unidos había fundamentado en el pasado su economía en la mano esclava de hombres y mujeres traídos contra su voluntad desde África, después de haber sido cazados como animales, ser transportados en sucias bodegas de barcos durante varias semanas, para luego ser subastados al mejor postor como un objeto cualquiera. ¿Qué clase de seres humanos podían hacer cosas como esas? Años después confirmaría esa trágica historia con la lectura de la novela Raíces, escrita por Alex Haley, cuyos tatarabuelos habían tenido que pasar por el infierno de la esclavitud. Pese a que, luego de la Guerra de Secesión, los hombres y mujeres de raza negra habían pasado a ser técnicamente libres, en la práctica y aun entrada la segunda mitad del siglo XX, seguían siendo tratados como humanos de segunda categoría.
Ya en la universidad esa imagen, pese a todo aun altamente positiva de los EE.UU., prácticamente se derrumbó bajo la presión de la cultura política de los años 70, época en la cual estudiante que se respetara era, si no socialista, al menos sí admirador del Socialismo y de la Revolución Cubana. Entonces EE.UU. pasó a ser en mi imaginario el dueño de un poder que le imponía su voluntad a una América Latina atrasada, gobernada por unas élites sumisas e ineptas. Nuestro subcontinente era el patio trasero de un imperio con el que, en su confrontación con el adversario ideológico, la Unión Soviética (igualmente detestable desde mi punto de vista), tenía que estar debidamente alineada. Fue el momento, igualmente, en el que empecé a tomar conciencia sobre lo que es el Capitalismo y las consecuencias que para el planeta conlleva la aplicación de su filosofía sin consideración para con las clases sociales trabajadoras.
No obstante, y pese a todo, algo en mi imaginario sobre las fortalezas de aquella nación se empeñaba en subsistir: admiraba su sistema político interno, su sistema de gobierno y el hecho de ser un país altamente desarrollado, la primera potencia económica del mundo… ¡entonces llegó Trump! Algo que cayó en mi cerebro con un impacto similar al de las Torres Gemelas en el año 2001. Desde entonces no hago más que preguntarme cómo es posible que una sociedad tan desarrollada, tan ilustrada, científicamente tan avanzada, haya tomado la decisión de elegir como presidente a un hombre tan extraño y, aparentemente al menos, tan ajeno a los valores filosóficos que han caracterizado su forma de gobierno. ¿Dónde encontrar la explicación? En parte, lo explica el senador demócrata Bernie Sanders: se encuentra en la sed insaciable de acumulación de riquezas y de poder de una pequeña e inmensamente rica élite que, de hecho, es la que realmente gobierna. ¡Una realidad asombrosa, desafortunadamente evidente! Pero, además, lo trágico de este estado de cosas es que, en estas condiciones, las fortalezas ya señaladas de los EE.UU. (desarrollo económico y científico) se convierten, paradójicamente, en una terrible trampa para toda la humanidad, por estar su uso en manos de semejantes personajes. Es precisamente en un escenario como este (pienso yo) en el que el Capitalismo adquiere, en toda su magnitud, esa condición de modelo económico inhumano y destructivo, debido a que, aplicado sin respeto por los valores éticos comúnmente aceptados, así como los derechos humanos, se convierte en una ley de la selva, en la que, incluso la subsistencia misma de la especie humana y la preservación de la naturaleza, se ponen en juego.
Ante una situación tan extraña como la que estamos viviendo, no hago más que mirar con asombro cómo la realidad está demostrando ser capaz de superar a la ficción. ¿O estaremos viviendo una inocentada al estilo Orson Welles de la Guerra de los Mundos? ¡Ya no sé qué pensar!
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) - Ciudad Bolívar
Lectura recomendada
Nuestro país está en juego ¿Seremos capaces de construir una sociedad en paz?
Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López
(San Gregorio) - Ciudad Bolívar


