¿Será esta una marcha sin retorno?
¡Oh, qué misterio espantoso
es éste de la existencia!
¡Revélame algo, conciencia!
¡Háblame, Dios poderoso!
Hay no sé qué pavoroso
en el ser de nuestro ser.
(Del poema La hora de las tinieblas. Rafael Pombo).
A sus cinco años, Ángel era un rubicundo niño, dueño de una mente vivaz y traviesa, cuyo futuro, pese a las condiciones difíciles del hogar en el que crecía (incluida la ausencia de su madre) bajo el cuidado permanente y atento de su padre del que es su hijo único, más el amor de la familia paterna del que siempre ha estado rodeado, se avizoraba razonablemente prometedor en aquellos primeros años, si bien para esos momentos la adaptación en los establecimientos educativos a donde acudía requirió siempre de una ardua labor y se caracterizó por una constante inestabilidad. Sin embargo y venciendo todo tipo de obstáculos, su padre logró que Ángel culminara los estudios de bachillerato y obtuviera el título siendo ya adulto. El paso siguiente era entrar a una universidad en donde, de acuerdo con su proyecto de vida, estudiaría una carrera afín a la medicina o a la educación, profesiones por las que sentía una especial atracción.
El encuentro de Ángel con el mundo universitario inicialmente pintaba bien. Había optado por una carrera relacionada con la educación y, gracias a su inteligencia, empezó a ganarse el aprecio de los profesores, que adivinaban en él un interesante potencial. Pero entonces afloró el primer problema: la distancia a la que se encontraba su casa con respecto a la institución educativa le dificultaba cumplir adecuadamente con el horario de la primera clase de la mañana, habiendo perdido como consecuencia la materia correspondiente a esa hora del día. Decidió por tanto cambiar de universidad… y también de carrera. Inició entonces una etapa de gran inestabilidad respecto a qué carrera seguir y en qué universidad hacerlo, lo que lo llevó a probar toda una serie diferentes instituciones educativas, en las que o bien no pasaba el examen de ingreso o, si lo lograba, su permanencia en ella era poco duradera; su proyecto de vida empezó a mostrarse difuso, carente de consistencia y de rumbo preciso. En cierta ocasión y estando en la última de las universidades en la que había sido admitido, sin saber la causa, Ángel desapareció y estuvo ausente de la casa por varios días, sin que hasta el momento se sepa lo que ocurrió en ese intervalo de tiempo; a partir de ese suceso, continuar con sus estudios universitarios no fue posible, pese a todo tipo de intentos a los que su padre nunca ha renunciado; las puertas de un camino que parecía conducirlo a un mundo incierto se habían abierto y, luego de haberlas atravesado, estas se habían cerrado detrás de sí, dejándolo encadenado a un destino azaroso. La mente de Ángel terminó embarcada en una especie de tobogán que lo conduce hacia una zona oscura que, como un siniestro imán, lo atrapa con garras invisibles cada vez con mayor fuerza, ante la mirada impotente de su padre y de su familia paterna.
Ya dentro de este estado de cosas, lo conducente era insistir ante los servicios médicos del Estado, a través de los cuales finalmente se obtuvo el diagnóstico del mal que padece Ángel: esquizofrenia paranoide, una enfermedad mental que, de acuerdo con lo que se conoce a través de la literatura médica, no tiene curación, pero sí es susceptible de recibir un determinado manejo que, bien dirigido y con el debido apoyo a la persona que cuida al paciente (en este caso, su padre) le permitiría llegar a disfrutar de una calidad de vida razonablemente buena, incluida la posibilidad de poder ejercer algún oficio que le permitiría obtener ingresos económicos, algo que es posible según se sabe por experiencia de países como España, por ejemplo. Pero esa es la teoría y son las intenciones de la Ley 1616 de 2013, que es el marco jurídico que regula en Colombia el manejo de la salud mental, y otra cosa es, según lo ha tenido que padecer el padre de Ángel, la desoladora realidad de un sistema de salud que no dispone (por las razones que sean) de las herramientas ni de los recursos físicos y profesionales suficientes para garantizar a los pacientes afectados en su salud mental, así como a sus familias, los derechos previstos en la citada ley, especialmente a quienes no disponen de recursos económicos suficientes para hacer frente a los enormes costos que conlleva el tratamiento de estos casos. Lo que han mostrado los hechos es que, en la inmensa mayoría de las ocasiones en las que el padre de Ángel acude al sistema médico para hacer frente a los, cada vez más frecuentes, episodios de crisis que incluyen agresión física grave y actos de destrucción de objetos de la casa, la solución por parte del servicio médico (cuando se ve forzado por su gravedad) es la de la reclusión temporal en alguna institución clínica para, luego de tenerlo medianamente estabilizado (dopado), devolverlo a la casa en la que la familia (en este caso, el padre de Ángel) queda de nuevo librada a su propia suerte. Conceptos como el del acompañamiento posterior y sistemático al cuidador es una parte del servicio que, en la práctica, sencillamente no existe.
Un factor que agrava la situación del manejo del paciente con un diagnóstico como el de Ángel, como lo ha tenido que constatar su padre, es el que atañe a la obtención de los medicamentos propios para un paciente con el diagnóstico ya comentado. Dado el costo prohibitivo de los mismos, cuando estos no son suministrados por la correspondiente EPS (algo que sucede con frecuencia y que requiere casi siempre de un tortuoso proceso para obtenerlos), pensar en su adquisición en el comercio es algo imposible; de esta manera, mantener un tratamiento estable a lo largo del tiempo, especialmente después del regreso de una hospitalización, es una tarea poco menos que imposible. En conclusión, el padre de Ángel y la parte de la familia que lo ha acompañado, sienten que, frente a esta situación, se encuentran solos y desprotegidos por parte de un Estado incapaz de cumplir con lo que él mismo prevé en su sistema legal, igualmente sin alternativas viables por parte organismos privados a donde, una y otra vez, han acudido en busca de apoyo o algún tipo de ayuda.
Mientras tanto, la mente de Ángel continúa su marcha hacia ese temible mundo en el que realidad y cerebro van por caminos diferentes, ante la mirada impotente de un padre cada vez más limitado físicamente para lidiar con esta prueba que el destino ha puesto sobre sus hombros, sin poder contar, así fuera ocasionalmente (aparte de su propia familia), con el apoyo de una madre que ha optado por mirar hacia otro lado y no hacer prácticamente nada por su hijo en esta trágica situación. Muchas veces, en medio de la soledad a la que su misteriosa suerte lo ha llevado, este se pregunta si el camino azaroso por el que Ángel transita será un viaje sin retorno posible. La respuesta, sin embargo, es siempre la misma: jamás la esperanza ha de perderse.
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Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) - Ciudad Bolívar