Por Emmanuel Acevedo Muñoz @emanuel_aml
Claro, porque en el Suroeste todo el mundo quiere sembrar café, criar gallinas felices y vivir del turismo comunitario. El problema es que las promesas no germinan y menos se materializan, por más abono que les eche el discurso político. En el Suroeste antioqueño, en ese rincón bendecido por el verde, el agua y la nostalgia, los sueños sí brotan, pero a veces terminan marchitándose en las puertas de una alcaldía o se pudren en el fondo de un plan de desarrollo.
Territorio donde el paisaje es perfecto para las postales y los discursos, pero qué difícil es ser de este territorio cuando la institucionalidad llega tarde, mal o nunca. Porque mientras los jóvenes sueñan con quedarse, estudiar y emprender en su municipio, lo que encuentran es una fila interminable en la EPS, una ineficiente atención en el hospital del pueblo, un puñado de contratos de prestación de servicios y un par de programas de juventud que apenas alcanzan para una foto en redes sociales.
¿Y la vocación agrícola? Ahí está, resistiendo, como el abuelo que todavía baja al cafetal a las cinco de la mañana con el mismo machete de hace veinte años. Pero no se le puede exigir competitividad a quien cultiva endeudado, sin asistencia técnica, ya con problemas de salud y vendiendo su cosecha a precios que no fija él, sino algún analista sentado frente a un computador en Nueva York.
En Jericó, en Támesis, en Andes o en Salgar, uno escucha las mismas frases: “es que aquí no hay oportunidades, mijo”. Lo repite el campesino, la madre cabeza de hogar, el profe rural, el artista popular y hasta el muchacho que juega fútbol en chancletas en la cancha que algún día prometieron techar. Todos saben que la vocación del territorio es más que café y turismo; es dignidad, es autonomía, es una vida que valga la pena vivir sin tener que irse.
Pero claro, hay avances. Y negar eso sería injusto. Existen redes comunitarias que no esperan a nadie, mujeres que siembran autonomía con sus propias manos, procesos juveniles que no se rinden, y colectivos ambientales que saben más de planeación territorial que muchos técnicos en Medellín. El Suroeste tiene fuerza, pero no puede seguir siendo sólo resiliencia: necesita decisiones valientes, políticas públicas a largo plazo, inversión sostenida y respeto por las voces locales.
Lo que no puede seguir pasando es que el Estado llegue sólo en época electoral, disfrazado de empatía, con el mismo libreto maquillado de innovación. Porque en los territorios la gente está despierta, cansada de tanta promesa sin raíz. No basta con tomarse la foto en la plaza o subir una historia en la vereda: los territorios no se desarrollan desde la vanidad del que visita, sino desde la dignidad del que se queda. Y si quienes gobiernan no entienden eso, entonces mejor no estorben.
Se necesitan políticas públicas que no estén hechas para el aplauso sino para la transformación. Y eso implica reconocer que el desarrollo no se impone desde arriba, se construye con la comunidad, desde sus saberes, sus luchas, sus prioridades. En el Suroeste no hace falta más cartilla institucional, lo que hace falta es coherencia, presencia real y una administración que deje de hablar de territorio como si fuera una moda y lo entienda como un compromiso ético.
Así que, si usted es de los que cada cuatro años baja con promesas frescas al corregimiento, revise bien la semilla que está echando. Porque en los municipios ya están cansados de cosechar frustraciones. Y si en verdad le interesa el Suroeste, no se aparezca con fórmulas importadas ni con discursos aprendidos. Escuche. Camine. Aprenda. Siembra sí, pero con verdad, con presencia y con responsabilidad.
Porque en esta tierra fértil, lo que más escasea no es el agua ni la esperanza. Es el cumplimiento.