Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar
¿Sabe cómo es sentirse en los zapatos del vecino?
Fue una tarde, en la que dentro de la tertulia que solían hacer aquellos amigos desde hacía ya varios años, por un giro inesperado de las cosas, la política terminó siendo tema de discusión del orden del día. La cosa inició de una forma apacible, incluso salpicado de frases ingeniosas y bromas ocasionales, como solía suceder con todos los temas que, por diversas razones, entraban a formar parte de la agenda de discusión de estos antiguos amigos. Pero, sin que nadie en especial se lo hubiera propuesto, una atmósfera de acaloramiento se fue apoderando de los ánimos, hasta que todo terminó por convertirse en una confrontación irreconciliable de dos bandos opuestos. Incluso personas que, en su vida corriente, se comportaban como damas o caballeros amables, corteses y respetuosos, eran ahora energúmenos irreconocibles que se negaban a escuchar a los demás, sin respetar el uso de la palabra. De hecho, todos hablaban al mismo tiempo, cada cual lo más alto que se lo permitían sus pulmones para impedir que las voces de sus compañeros pudieran ser escuchadas. El tema que había producido tanto apasionamiento giraba en torno a dos caudillos políticos de turno en el país de aquellos contertulios, que se disputaban con sus discursos radicales, sus promesas y arengas emocionales el favor de la opinión de los ciudadanos. Llamemos, para efectos de la presente narración, Albarrasino y Petrarca a cada uno de estos señores de marras, detrás de los cuales giraban, a favor o en contra, una visión política diferente acerca de cómo debería ser gobernado el país y el camino para solucionar sus grandes problemas.
El nivel de ira había llegado a tal punto que solo faltaba que estos contertulios, en otros momentos circunspectos y educados ciudadanos, se fueran a las manos. Pero en una micro pausa que debieron hacer los exaltados integrantes para respirar un poco, la voz calmada de uno de ellos, que había permanecido en silencio sin que nadie se percatara de ello, al que llamaremos Pacifrando, se escuchó serenamente:
“Amigos, antes que ser seguidores o detractores de uno u otro de estos dos políticos, somos todos ciudadanos de un mismo país y, si bien, eso no significa que todos debamos pensar de la misma manera, lo cierto es que sí podemos establecer métodos para que esas formas de pensar, a veces tan opuestas, dejen de ser una razón para agredirnos mutuamente y, por el contrario, se conviertan en una fuente de crecimiento y buena convivencia. Les propongo que hagamos un ejercicio al que yo llamo el “ejercicio de los zapatos de mi vecino”. A continuación, dijo: levanten la mano los seguidores de Albarrasino: más o menos la mitad de los presentes la levantaron. Y ahora, los seguidores de Petrarca levanten la mano: más o menos la otra mitad la levantaron. Definidos así los dos bandos, Pacifrando se dispuso a dar el siguiente paso:
“Bien señoras y señores, para nuestra próxima reunión propongo que la agenda de discusión tenga un solo punto, que consistirá en un debate muy especial, de acuerdo con el cual los seguidores de Albarrasino actuarán como seguidores de Petrarca y, como tales, deberán demostrar ante toda la concurrencia por qué las tesis de este político y su perfil es el que más le conviene al país en estos momentos. Los seguidores de Petrarca harán lo mismo a favor de Albarrasino. Sin argumentos válidos para rechazar la propuesta, todos los asistentes aceptaron y se comprometieron a hacer el ejercicio. Al fin y al cabo, se trataba solo de un juego, tal vez un poco estúpido, incluso infantil, que podría resultar hasta divertido. Después de eso ya tendrían otra oportunidad para enfrentarse de nuevo entre sí y poder demostrar a sus contrarios que ellos tenían, pensaban los contertulios.
Ponerse en las zapatos de otro, es hacer un esfuerzo para entender a nuestros semejantes. (Imagen disponible en https://pedagogiainversa.wordpress.com/2018/09/03/en-los-zapatos-del-otro/)
Y llegó el día de la siguiente sesión. Para empezar, en el ambiente había una sensación extraña de conciliación y respeto. La naturaleza del juego había obligado a los contertulios, gente que estaba acostumbrada a tomarse en serio sus compromisos por difíciles que fueran, a abocar durante el período previo a la reunión el estudio del pensamiento y las tesis del político al que les correspondió representar, mirándolo ahora, no como un enemigo o como un objeto de sus odios, sino como alguien en quien tenían que encontrar elementos que le dieran validez como oponente digno de respeto ante sí mismos; encontrar en él aquellas zonas de sus personalidad y de su pensamiento, esa especie de “punto ciego” que, por razones de posiciones radicales en las que había podido más las emociones que el cerebro, se habían negado siempre a tomar en consideración. Haber logrado ese objetivo, su visión política con respecto al político tomó un sesgo diferente, más racional, en el que se tomaba en cuenta el contexto y las razones históricas que lo habían llevado a ser lo que era en ese momento.
La sesión, al contrario de lo que se podría haber pensado, transcurrió dentro de un ambiente de gran cordialidad y, sobre todo, de gran respeto por las ideas de la contraparte. Por último y pare cerrar la sesión, Pacifrando concluyó:
En el mundo de las ideas no se puede partir de posiciones radicales irreconciliables, según las cuales alguien es el dueño absoluto de la verdad y quien no está de acuerdo con él no solo está equivocado, sino que es su enemigo. De alguna forma, todos somos poseedores, en mayor o menor grado, de la verdad o alguna parte de la misma; todos igualmente podemos estar equivocados en muchos otros aspectos. Comprender esta realidad y estar dispuestos a aceptarla es una condición fundamental sin la cual la sana convivencia en una sociedad es una tarea prácticamente imposible. En nuestro país, las posiciones radicales, venidas de la derecha o de la izquierda o de otras ideologías, solo nos han llevado a la mutua exclusión y a la violencia, con todo el peso muerto que ello ha traído y que ha contribuido de manera profundamente trágica a que sigamos siendo una nación atrasada, sin equidad social y sin desarrollo económico. En otras palabras, nosotros mismos nos hemos condenado a seguir siendo un país subdesarrollado o, como se decía antes, en un país del Tercer Mundo.
El ejercicio que ustedes acaban de hacer y cuyos resultados estamos viendo en estos momentos, nos ha enseñado que las ideas de todas las personas, por opuestas que sean a las nuestras, tienen razones de ser que nosotros debemos, al menos, tratar de entender y respetar y que, dichas ideas, más que trincheras desde las cuales nos matamos, son elementos que podemos conocer, entender y convertir en aportes que enriquecen nuestra personalidad. Es lo que resulta cuando nos ponemos en los zapatos del vecino.
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