Uno de los recuerdos más impactantes de mi infancia sucedió allá por los años 1951 a 1953, y al hacer memoria de aquellos hechos, una vez más la magia de la imaginación me permite volver a experimentar, con todo el realismo del caso, lo que sintió aquel niño de entre 5 o 7 años que era yo en esos momentos. El país tímidamente empezaba a salir de la etapa más turbia de la violencia partidista de finales de la década de los 40 y en las conversaciones de los mayores se percibía una leve esperanza de paz, con motivo de la llegada al poder del militar Gustavo Rojas Pinilla. En mi mente infantil, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948 con las secuelas de muerte que le siguieron, del que tanto hablaba mi mamá, correspondía a una etapa increíblemente lejana del estrecho mundo en el que vivía: la pequeña aldea de San Gregorio. Sentado en el quicio del corredor de la casa solía escuchar con el corazón en un puño, historias de horror; relatos que a medida que iban siendo narrados adquirían una extraña vida propia para tomar luego asiento en mi mente, como un oscuro fantasma que se esconde dentro de los muros ruinosos de una casa abandonada, y que serán también parte de mi conexión con ese extraño y violento universo de los adultos, que tan incomprensible aparecía ante mis ojos.
Pero aquel día el destino incierto se empeñó en mostrarme que el mundo de miedo y de muerte que creía tan lejano era, en realidad, parte normal de nuestra vida diaria. Serían talvez las 6:30 de la tarde. El día había transcurrido dentro de la rutina que caracteriza las jornadas del trabajo diario, mientras que mis hermanos y yo nos divertíamos con los juegos habituales de la gallina ciega, la pisingaña o el del pase, pase, caballero que la cola quedará, en el pequeño llano de la casa. De pronto, y muy cerca al sitio en el que nos encontrábamos, advertimos las siluetas de dos forasteros que caminaban en dirección a nuestra casa. — ¿Quiénes serán? — nos preguntamos con extrañeza. Intrigados, vimos cómo se detenían frente a la puerta del cercado de alambre. Mamá Julia, luego de habernos servido la comida, atareada como estaba en el arreglo de la cocina y dejando listas las cosas para el desayuno del día siguiente, no se había percatado aun de la presencia de aquellos extraños.
— ¡Buenas tardes Julia! — El saludo provenía de uno de los forasteros, que aparentemente conocía a mi madre, a juzgar por la forma tan familiar como emitió su voz. Sobresaltada, mamá se acercó a los recién llegados para observarlos mejor. – ¿No se acuerda de mí? ¡Soy Rafael, hermano de Pedro! – Luego de reponerse de la sorpresa, mi madre lo reconoció. En efecto, se trataba de un hermano de mi padre, quien había muerto hacía ya varios años. – Claro que me acuerdo de usted. ¿Qué está haciendo por aquí? – acertó a decir mi madre ya con la confianza de quien sabía que ese hombre no era un desconocido. – Es una larga historia, Julia. ¿Podemos entrar? Mire, le presento a mi compañero – dijo Rafael señalando al amigo que lo acompañaba y cuyo nombre no alcancé a escuchar bien. Así comenzó aquella extraña visita que tanto me impresionó y de la que guardo un recuerdo tan vívido.
Se sentía la presencia de mi padre (en la foto) personificada en el hermano que caminaba hacia su destino fatal. Eso lo entendió muy bien mamá Julia (aquí también en la foto) en aquel momento.
Una vez dentro de la casa y luego de haberles servido una abundante comida, tuvo lugar una larga conversación a través de la cual mamá se enteró de que estos dos hombres eran fugitivos sobre quienes pesaba una decisión de muerte. La razón era que, por ser liberales perseguidos por la policía política del gobierno, habían optado por unirse a un grupo de autodefensa liberal que comandaba un hombre llamado Capitán Franco, que operaba en Pabón, una vereda del municipio de Urrao, su sitio de destino en esos momentos. Tanto el del jefe de aquel grupo rebelde como el de la vereda, eran nombres muy conocidos y de ellos se hablaba mucho en San Gregorio, en algunos casos con cierto tinte de admiración o algunas veces también con temor. Fueron largas horas de conversación durante las cuales desfiló ante mi madre y ante nosotros la historia de estos dos caminantes, en cuya existencia se reflejaba en toda su magnitud la tragedia de La Violencia. Una conversación en la que el nombre de mi padre necesariamente tenía que salir a relucir, especialmente de parte de Rafael. — ¡Qué bueno para Pedro que no tuvo enemigos! –, decía él con un tono de admiración y tristeza en su voz. Mamá, por su parte, recordaba de él una frase que solía decir con mucha frecuencia: “Soy conservador, pero mis amigos son liberales”. En efecto, según ella, más de uno de esos amigos, gracias a la ayuda de mi padre, pudo salvar su vida.
En ese momento, singularmente dramático en mi corta vida, por primera vez tuve ante mis ojos a dos personas que llevaban sobre sus hombros el dramático sino de la Muerte, ese personaje siniestro que les seguía obstinadamente sus pasos. Casi lo sentía al lado nuestro, como el verdugo que espera impaciente la orden de un incógnito e indigno tribunal para descargar el hacha sobre el cuello de los dos perseguidos. Entonces, un extraño sentimiento que todavía hoy tengo vivo en la mente, se apoderó de mi espíritu. Aquel hombre, amable, buen conversador, a punto de enfrentar su siniestro destino, ¡era un hermano de mi padre! ¿Qué tanto se parecerían físicamente los dos? ¿Qué tan amigos habrían sido esos dos hermanos? Era imposible no ver en este fugitivo a la personificación de mi papá, su figura física, esa que tan intensamente he deseado haber visto desde el momento en que empecé a tomar conciencia o cuando escuchaba a mamá Julia hablar de él con tanto amor, pero del que desafortunadamente no me quedó recuerdo alguno. Un cariño enorme hacia este hombre nació en mi interior, al mismo tiempo con una mezcla de gran tristeza por la certeza que tenía de que, una vez saliera de nuestra casa, jamás lo volvería a ver.
Finalmente, y ya vencidos por el sueño, todos nos fuimos a dormir. Al día siguiente, aún muy temprano, los dos huéspedes se despidieron de mi madre. No fue una escena rodeada de dramatismo, llanto y lamentaciones, pero sí un instante sumamente triste. Un sereno adiós que ambos (Rafael y mamá) sabían definitivo, aunque con la satisfacción por parte de este tío nuestro de haberle podido dar a la memoria de mi padre, a través de mamá Julia y de nosotros sus hijos, su postrer abrazo. Camino de salida y al pasar por el lado mío, Rafael se detuvo por un momento y, con un gesto de cariño que quedó grabado con fuego en mi cerebro, me obsequió unas monedas. Tal como me lo advertía mi corazón, jamás lo volvimos a ver.
Años más tarde supimos que Rafael había muerto poco tiempo después de aquella inesperada visita en un enfrentamiento con el ejército, pero en mi mente el recuerdo de este amable hermano de mi padre sigue estando vivo de una manera tan real como si hubiera vivido a su lado toda la vida. Para mamá Julia y para mis hermanos y yo, quedó también la enorme satisfacción de saber que la nuestra había sido la casa en donde él disfrutó de su última comida y durmió su último sueño, rodeado de la calidez de un hogar familiar.
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Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) - Ciudad Bolívar