Una de las experiencias más dolorosas y traumáticas que viví siendo apenas un niño fue la de ver a un hombre cubierto de sangre que yacía a la orilla del camino. Era un domingo, ya por la tarde. En el pequeño villorrio el día había transcurrido hasta ese momento sin incidente alguno que perturbara la tranquilidad con la que los vecinos hacían sus diligencias domingueras o se entretenían entre charlas y comentarios graciosos sobre los acontecimientos de la vida diaria de una tranquila comunidad. Como eran ya aproximadamente las 3:30 de la tarde, mi madre, mis dos hermanas pequeñas y yo habíamos tomado el camino de regreso a casa, en la que, a partir del lunes siguiente, la vida volvería a las actividades diarias de la vida de hogar. La ruta partía de la plaza y, en forma ascendente, llegaba hasta un punto alto desde el cual se tenía una vista panorámica de las hermosas praderas y cordilleras que se extendían alrededor de aquella pequeña aldea que era el centro de los acontecimientos más importantes de la vida familiar.
¡De pronto, una inusual actividad en la plaza llamó nuestra atención! El sacerdote, que a esa hora solía hacer un recorrido por las cantinas y demás locales comerciales para ver si lograba aumentar los pocos ingresos económicos adicionales a los ya obtenidos, producto de las limosnas que los feligreses donaban en las dos misas mañaneras, corría velozmente en dirección a la casa cural. Desde donde nos encontrábamos era fácil identificarlo: era el único que iba vestido de pies a cabeza con vestido color negro. Pero no era solamente el sacerdote el que corría. En efecto, todos los vecinos parecían presa de un frenesí inexplicable, como hormigas que se mueven caóticamente cuando su nido ha sido abierto por las pesadas patas de una mula cargada. Pronto, sin embargo, nos dimos cuenta de que la gente en su agitación tomaba el mismo camino que nosotros habíamos iniciado minutos antes. La sorpresa, inclusive el espanto, se apoderó de nosotros: ¿Qué habrá ocurrido? Nos preguntábamos.
En cuestión de minutos, muchos de aquellos vecinos llegaron hasta el sitio donde nos encontrábamos, pero no se detenían allí; todos parecían dirigirse hacia algún lugar desconocido. En sus rostros se dibujaba una expresión de tragedia, desconocida hasta entonces para un niño de mi edad. Uno de aquellos vecinos avanzaba cabalgando en un asno que, para mi asombro, parecía galopar a gran velocidad. – Qué pasó Roberto? – alcanzó a preguntarle mi madre. – ¡Julia, parece que mataron a Martín! – Fue la respuesta de aquel hombre.
¡La muerte! Una vez más, ese siniestro y ominoso personaje por el que sentía tanto terror se atravesaba en mi camino, como actor central de un escenario de violencia del que me sentía prisionero. Dominado por la curiosidad, sin embargo, y sin prestarle atención a las palabras de mi madre que decía que no me fuera, terminé uniéndome a aquella fatal procesión. ¡Y entonces llegamos al sitio de la tragedia! A escasos metros del sitio donde me detuve, un hombre aún vivo expedía profundos lamentos de dolor. ¡Sí, era él! Un vecino nuestro muy conocido. Lo había visto en la iglesia aquella mañana, lo vi más tarde en la plaza charlando animadamente con varios amigos y ahora lo veía cubierto de sangre al pie de aquel barranco. Recuerdo mucho a la señorita Tulia tratando inútilmente de detener el manantial de sangre que emanaba del cuerpo ya casi sin vida de aquel hombre y cómo el padre Ramírez a su lado rezaba algunas oraciones y le daba su bendición. Los dos policías del corregimiento, con fusil al hombro, en compañía del inspector, revisaban los alrededores del lugar, probablemente buscando encontrar indicios sobre cómo había ocurrido el atentado.
Dos o tres días más tarde supe en la escuela que Martín había muerto camino al hospital del pueblo más cercano mientras era llevado, tal vez con la esperanza de que Dios, las oraciones del padre Ramírez y la pericia de los médicos hicieran el milagro de salvarle la vida; un milagro que no fue posible. Uno de mis compañeros de escuela hizo referencia a un detalle sobre aquella tragedia que heló mi sangre: en la parte superior del barranco desde donde el asesino hizo el disparo, según mi compañero, los policías encontraron un cuchillo clavado en el piso y en él un papel con la palabra odio escrita en él. Ignoro si este detalle fue algo real o si fue producto de la imaginación de mi compañero, pero para mí ha sido desde entonces y a lo largo de mi vida un mensaje siniestro que siempre me ha acompañado: el odio es un cuchillo que más temprano o más tarde termina en violencia y muerte.
A partir de aquella experiencia, con profundo desconcierto empecé a tomar conciencia sobre una realidad que siempre me ha atormentado. Una realidad que me dice que política y violencia en Colombia son dos fenómenos sociales que siempre han caminado juntos y que una de las puertas que con mayor facilidad como camino de entrada a esa cultura de violencia y muerte tiene un nombre. Se llama odio. Paradójicamente, también ello me ha llevado a tomar conciencia de que hay otros caminos a través de los cuales los colombianos y, eventualmente todos los seres humanos, tienen la facultad de decidirse por el ejercicio de la política como una herramienta para construir una sociedad con capacidad para vivir en paz. Ese camino se llama uso racional de la conciencia, una conciencia que nos indica que el respeto y la capacidad para entenderse mutuamente es una opción que está al alcance de todos porque es una facultad de la que la naturaleza ha dotado a todos los humanos.
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) - Ciudad Bolívar
*Foto cortesía
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Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López
(San Gregorio) - Ciudad Bolívar


