Aferrados a la esperanza
Tercera parte.
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar
Habían transcurrido dos o tres días después del terrible viernes 9. Por las noticias, que escuchaba en el pequeño aparato de radio de la señora Nina, mamá se enteró, de una manera más detallada (y trató de explicárnoslo) de que todo el caos que estábamos viviendo se debía a que alguien le había dado muerte a Jorge Eliécer Gaitán, un político muy popular y de gran elocuencia, lo que enfureció a sus seguidores, en su inmensa mayoría pertenecientes al Partido Liberal. Para esos momentos, Bogotá era una ciudad fantasmal, en la que reinaba un sobrecogedor y atemorizante silencio, especialmente en las horas de la noche, porque el gobierno había impuesto un toque de queda estricto, con orden de disparar a matar sobre cualquiera que pareciera sospechoso o que simplemente no obedeciera la orden de quedarse encerrado en casa. En las horas del día, aunque teóricamente se podía salir a la calle, nadie se atrevía a hacerlo por la existencia de francotiradores que continuaban disparando contra el ejército o incluso contra civiles que se aventuraban a salir de sus casas. Se enteró también de otros datos sobre lo sucedido: la policía se había rebelado contra el gobierno y repartió armas entre los revoltosos, mientras que, por otra parte, el presidente y sus ministros, con los jefes de los partidos liberal y conservador, estaban reunidos buscando el camino para restablecer el orden.
Pero el hambre no daba espera. El limitado mercado que la señora Nina hubiera podido tener en su escasa despensa pronto se acabó y nuestras caras famélicas debieron de ser un espectáculo insoportable para estas dos mujeres (mi madre y nuestra anfitriona). Había que hacer algo, pero… ¿qué? Pronto quedó claro que salir a rebuscar cualquier cosa a la calle era la única opción posible para obtener algún alimento. Valientemente, las dos decidieron que el momento más indicado para ello era la media noche (una hora plagada de peligros) y así lo empezaron a hacer. El riesgo era inmenso: el ejército que patrullaba las calles y los francotiradores al acecho disparaban a todo lo que se moviera, pero en esas circunstancias pudo más el hambre que el miedo y, así, provistas de alguna olla o costal, se arriesgaron por fin: harinas, granos, algún paquete de chocolate, una panela aquí, una papa allá, un plátano verde en algún otro lado; todo lo que hubiera quedado esparcido por el piso como resultado de la revuelta y los saqueos y que se pudiera comer era, en un momento como ese, un auténtico regalo caído del cielo.
Escenas de saqueo del 9 de abril. Foto disponible en Facebook, 9 de abril de 1948 – El Bogotazo, Imágenes e Historias.
El riesgo corrido valió la pena y dio resultados suficientes como para llegar con algo para echarle a la olla. Ello nos permitió hacer más llevadera la situación de hambre que tanto agobio nos causaba. El paso siguiente era establecer la forma como habrían de distribuirse los pocos alimentos obtenidos para estas 17 bocas. La norma la estableció la misma señora Nina, quien dejó en claro desde el principio que la primera en alimentarse sería ella. Así que, mientras esta curiosa y robusta mujer consumía su porción de alimento, sus hijos (esos “mortangos”, como solía llamarlos) y nosotros debíamos esperar pacientemente y con gran ansiedad nuestro turno.
Además de la escasez de alimentos, el otro motivo de incomodidad fue la increíble estrechez del espacio y la limitación de servicios higiénicos disponibles. Era aquel lugar una destartalada casa que había sido adaptada como vivienda para treinta familias (una pieza por familia) ¡con un solo baño para todos!, mediante la conocida modalidad de “inquilinato”, muy en boga en aquellos tiempos. Pero la necesidad, madre de todas las soluciones, hizo que mamá sacara a relucir, una vez más, su capacidad para lograr que nos adaptáramos de una manera razonable a la vida en esas circunstancias tan difíciles como las que nos tocó afrontar en esta temporada que pareció toda una eternidad.
Con los días, el inquilinato pasó a ser el hogar transitorio al que, a fuerza de ser la única alternativa, debimos ajustar el diario vivir. Fueron días en los que, gracias al sentido de solidaridad y hasta su disposición para el buen humor (del que se contagiaba a mi madre) con los que la señora Nina, su esposo y sus hijos nos acogieron, aprendimos que la capacidad de adaptación del ser humano tiene posibilidades inimaginables, lo que nos permitió tener algunos momentos de distensión que, en circunstancias como esas, fue un verdadero bálsamo emocional. Paulatinamente se fue poniendo en práctica un improvisado sistema de convivencia para el uso del único baño disponible, de común acuerdo con las demás familias del inquilinato, y se ajustaron los turnos para el lavado de nuestras prendas de vestir, que no eran otras que lo que llevábamos encima cuando salimos del edificio, ya que la ropa de mis hermanos que mi madre alcanzó a echar en el empaque armado apresuradamente había quedado en el ascensor. Así que cuando el vestido de alguno de nosotros pedía con urgencia agua y jabón, mamá nos envolvía en una sábana que le prestaba la señora Nina y así debíamos permanecer hasta que este estuviera lavado y lo suficientemente seco para volvérnoslo a poner, aunque en el caso de Gustavo era una verdadera faena, porque mi hermano mayor, quien se caracterizó por disponer de una energía e hiperactividad prácticamente imposibles de controlar, casi siempre aparecía de la nada hecho todo un desastre.
Pero no saber nada de papá seguía siendo para nosotros un motivo de gran sufrimiento, lo que además nos llenaba de una inmensa tristeza, solo mitigada por la valentía de mi madre, que nunca se dio por vencida y jamás, aún en los momentos de mayor desesperanza, perdió la fe ni dejó que la incertidumbre afectara su alegre y optimista forma de ser. Tenerla a ella a nuestro lado, sentir su amor y ver su rostro siempre sereno nos dio la fortaleza suficiente para no perder la seguridad de que aquellos momentos no eran otra cosa que una pesadilla pasajera de la que en cualquier momento estaríamos saliendo. Ella fue la fuente de la que se alimentó nuestra esperanza y la que mantuvo viva nuestra fe en que pronto estaríamos de nuevo todo reunidos.
Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio