Por Nicolás Antonio Vásquez López Cronista
Me han hablado de un pueblo compuesto extrañamente por casas a punto de caer o de una vez caídas y punto. No se le haga confuso, querido lector, los pueblos en Colombia vaticinan una cascada trágica de escombreras. Todo lo tumban: las casas, los barrios, los parques, los sueños, los borrachos y a los vivos. Ah, ¿a los vivos? Esa gente que se dice viva está muerta, que se cree muy, pero muy viva. Tumbada en el afán de las cosas superfluas.
Estoy en el corazón de mi pueblo, corazón de Amagá, arruinado, estoy solo, sin nada más que una cámara prestada en la inmensidad de las placas, adoquines, cemento, polvo y el vocinglero de un pueblo amante a la demolición. Uno, dos, tres, ¡Pum! Una casa fue al suelo, de las cientos que han caído hasta este día en la impunidad del olvido. Subiendo por la Carrera Santander, un brazo mecánico, levantándose para rasgar la estructura que demoró meses construir, en minutos, hecha polvo, mero escombro. Ella era alta, de tapia, de teja bermejo. Esquinera nostalgia, nostalgia lastimera: dañen sin compasión; si van a acabar, no lo hagan a medias, a medias nada… Tumben, tumben la Escuela, la Parroquia, el Asilo, las bombas de gasolina; no le dejemos nada a la iracunda sentencia de Dios.

Como venía diciendo, parado en la mitad del parque de Amagá, miraba las ceibas, una madura y una niña. Apesadumbrado por el espacio público renuente, aquí las aceras hacen pactos burlescos con la muerte. Caídas, no solo de casas, de gente, la gente más desprotegida, la gente vieja que tiene que sortear con maniobras de equilibristas los temerarios pasos de acera a acera. ¡Ceiba!, ¡Ceiba!, ¡Ceiba!, deja caer tus muertos. A los custodios del parque le pusieron diagonal una estructura arquitectónica similar a la antigua entrada del Ferrocarril de Amagá. ¡Pueblo desmemoriado! Más de cien años después vuelven a erigir los fantasmas del pasado; construir memoria no es mampostería cegatona. Linda, espléndida ceiba, cada vez más apiñada en la colección de las cosas muertas.

Una colcha de retazos, un museo de mueblería, un chiste a la bufonería. Es mediodía, las calles alrededor del parque atascadas por un tránsito frenético de vehículos humeantes, los perros pobres desamparados, las palomas bombardean monumentos y el pueblo comiendo y cagando en su desenfreno. Pensé, ¿cuántas Semanas Santas más tendrá la ceiba vieja? ¿La convertirán en muebles, vigas, puertas o crucifijos? Judas no tendrá un brazo carnoso de ceiba para botarse al vacío en el espectáculo de la divina comedia. Fotografía va, viene, capturo imágenes, más bien las robo. Nada nos pertenece, ni siquiera la idea de estar aquí es nuestra. Los murmullos secos, alcanforados de las tapias, las puertas y ventanas quejumbrosas riegan el cuento como incendio en prados de sequía: “Ninguna señorial casona quedará en pie”.

Quien esté por encima de la poderosa empresa inmobiliaria que pare esta pedacería de pueblo. Quien con tres dedos de frente no sucumbe a los jugosos contratos de vivienda hacinada, dése por santo. ¿En qué vamos a parar? Vivir en la punta del filo de la iglesia, ¡señor de los milagros! Subo por la única calle real de Amagá en sus trasnochados antros, permitiéndome oler, ver y rumiar los alcances de un pueblo antes de desaparecer. No me crea mucho, de mucho, ni poquito, querido lector, todo, lo que se dice todo es invento, purita ficción.
Lectura recomendada:
Crónica parroquial: San Isidro




