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Pequeño viaje a la frontera entre lo real y lo imaginario

Cuando las largas sombras proyectadas por la cordillera del Citará anuncian el final del día, se silencian los trinos de las mirlas, del sinsonte, del turpial, del azulejo y de otras aves, habitantes habituales de los montes; con un suave y romántico arrullo, la tórtola anuncia igualmente su retiro y hasta los gallinazos, eternos planeadores de los cielos, emprenden su viaje diario de retorno hacia alguna roca inaccesible a los ojos de los curiosos, en busca del descanso, luego de la jornada que termina. Es el preludio de la noche que se acerca a esta especie de balcón, mirador de praderas, de cordilleras y de la alfombre verde vestida de piñonales que se extiende en toda su extensión a los pies del observador. El silencio momentáneo, casi misterioso, que se apodera del ambiente, es pronto reemplazado por la orquesta de otros sonidos, los que, con su compañera la noche, conforman el nuevo escenario, el escenario de la oscuridad: el croar de las ranas y de los sapos; el lejano llamado del currucutú; el grillar de los grillos, más el gélido silbar del viento transportando en sus alas el lejano aullido de un perro que llora su soledad, más los gritos de los niños que, allá abajo en la hondonada, juegan a la gallina ciega o al pase, pase caballero que la cola quedará; alegría y risas que son, a la vez, un mensaje de que los rayos vivificadores del sol, ausentes ahora, habrán de regresar mañana. A lo lejos, un lánguido alumbrado emerge tímidamente de entre las brumas de la incipiente noche. Es el pequeño villorrio que visto desde aquí no pasa de ser una especie de encuentro estático de luciérnagas, a la espera del labriego que, después de una jornada de duro trabajo, igual que la tórtola y la mirla, regresa al nido de su hogar en búsqueda del cariño de la familia, del último alimento de día y de un sueño reparador.

La oscuridad es también el escenario en el que transcurren inexplicables hechos en la misteriosa casa situada en el pequeño rellano de este mirador. Una vieja construcción de dos pisos en paredes de bahareque y carpintería de madera; sus largos corredores en redondo están flanqueados por el usual enchambranado, tan característico de la antigua arquitectura rural de la zona antioqueña, herencia de los colonizadores que, desde hace más de un siglo y medio, han venido reemplazando las otrora impenetrables selvas y montes por cultivos de café, potreros y productos de pan coger. Su primer piso, además de ser el lugar de la cocina con un espacio que hace las veces de comedor, contiene también el sitio para el depósito de las herramientas de trabajo, del motor a gasolina de color gris utilizado para despulpar el café, de las enjalmas y arreos de los caballos, más toda clase de trebejos que suelen amontonarse, como por arte de magia, en cualquier casa que se respete. Una estrecha y desvencijada escalera de madera conduce al segundo piso, en cuyos corredores transcurre generalmente la vida social de la familia, además de ser el sitio en donde se encuentran situados los dormitorios.

Y es que una extraña y maléfica energía parece haberse establecido en este lugar. En efecto, con frecuencia y a altas horas de la noche, es habitual escuchar allí ruidos inquietantes: alguien que intenta prender el motor a gasolina; pasos de algún humano, o de un ser de otras dimensiones, que atraviesa el corredor del primer piso o que, ascendiendo por la escalera, llega a la planta superior para empujar las puertas y las ventanas. Muchas veces el propietario de la casa debe pasar largos momentos, escopeta en mano con el gatillo listo para disparar, esperando que, de un momento a otro, luego de abrir a empujones la puerta, algún desconocido entre con un arma en las manos para hacerles daño a los que se encontraban dentro. En el reino de los miedos, la realidad y la ficción con frecuencia son mundos que se entrecruzan, haciendo que las fronteras entre uno y otro se vuelvan difusas, y a menudo, imposibles de identificar.

Pero la existencia de esta casa y sus misteriosos ruidos en las horas de la noche es sólo una pequeña muestra de la cultura del miedo dentro de la cual tantos humanos hemos crecido. Desde muy pequeños se nos ha dicho que existe una especie de dimensión inmaterial plagada de seres escalofriantes inmensamente malvados, que sólo buscan hacernos daño; fuerzas intangibles del mal tolerados por el Poder Supremo, como una advertencia para los humanos a fin de que se porten bien. El más siniestro y horrendo de todos ellos es el Demonio, personaje inmensamente poderoso que dirige el imperio de fuego llamado Infierno, a donde van a parar las almas de quienes no cumplen los mandamientos de la Iglesia. Le siguen otros más, tal vez no tan tenebrosos, pero igualmente atemorizantes, entre ellos los legendarios Madre Monte, Mohán, la Pata Sola y la Llorona; seres medio humanos, medio demoníacos, que vagan por las frías y oscuras cañadas de la selva o por las orillas de los ríos, aterrorizando con sus gritos y su llanto desgarrador a las desprevenidas personas que tienen la desgracia de cruzarse en su camino. Un alma de mujer que, por alguna razón, está condenada a vagar eternamente, abrasada por las llamas del Purgatorio, se le puede ver en las noches del Viernes Santo en forma de una pequeña luz que vagabundea por montes y cafetales: es el Ánima Sola. Además de los anteriores personajes y como si ello no fuera suficiente, están las mujeres que, mediante un pacto especial con Satanás (otro de los nombres del Demonio), han adquirido poderes especiales para viajar por los aires e ir a las casas para atormentar a personas desprevenidas o para hacer nudos en las crines de los caballos de algún vecino aborrecido.

Talvez la explicación de todas estas creencias se encuentre en la lógica de la dimensión de lo desconocido; de lo inalcanzable aun para los estándares de la razón convencional, que tiene ante sí un camino muy largo para descifrar las razones por las cuales tantos humanos buscan en el mundo imaginario de los miedos una razón para atormentarse a sí mismos sin necesidad. Esa dimensión dentro de la cual crecimos también los herederos de las leyendas de la Antioquia del siglo XIX y comienzos del siglo XX. En efecto, la cosmovisión y la cultura dentro de las cuales transcurrió la infancia y adolescencia de tantos habitantes de nuestra región paisa –así como los de otras regiones del país–, estuvo plagada de toda esta suerte de personajes siniestros como los aquí mencionados. Muchos de nuestros temores esclavizantes, de cuyos efectos maléficos y limitantes cadenas no nos hemos podido liberar, tienen aquí sus orígenes.

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Por Rubén Darío González Zapata 
Nacido en la vereda La Lindaja 
Corregimiento Alfonso López 
(San Gregorio) - Ciudad Bolívar 



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