Tenía miedo, adrenalina y angustia, por segunda vez recorrí sus calles, ya conocía gran parte de la zona urbana, y como la mayoría de turistas entré al templo una vez más, fui a la Casa de la Cultura, tomé café de Támesis, me senté en las mesitas del Kiosco del parque y divisé el Cerro Cristo Rey. Más allá está el hilo de plata; la cascada La Peinada, muy cercana a las nubes. Ese era el reto: subir un camino prehispánico hasta llegar al encuentro con La Peinada y descender entre ella con ayuda de una cuerda. 70 metros ponen a prueba mi actitud y habilidad para el torrentismo.
Un tímido sol nos acompaña. Un equipo de guías profesionales nos lleva a intrépidos y principiantes escaladores a sumergirnos en un vínculo estrecho con la naturaleza. Me cuesta caminar sin mirar el piso y sin tropezarme, ligeramente me acostumbro y me concentro.
El frío aumenta y mi respiración es lenta. Entre el bosque de niebla veo un mapa casi aéreo de Támesis. No hay afán. La delicada y abundante capa de niebla alza el vuelo y deja libre el paisaje para los que están abajo y suavemente envuelve a los que estamos aquí. El sol y la cima nos esperan, están más allá de este gris que penetra nuestros huesos.
Tengo frío. Me resbalo y las ramas de los árboles me salvan. Escucho el agua que cae. Agradezco a la tierra y sonrío por el encuentro con la vida.
Casi dos horas caminamos, estamos aquí; es ella. No es un hilito de plata delgado, no es silenciosa, La Peinada aturde. Siento la magia. Cada paso entre las rocas mojadas me conecta con su poder. Descendí de ti, Peinada. No tuve miedo al final. Ya entiendo por qué Támesis es la tierra del siempre volver.