El cambio y el fantasma de nuestras limitaciones mentales

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Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

¿Por qué vine yo a nacer?

¿Quién a padecer me obliga?

¿Quién dio esa ley enemiga

de ser para padecer?

(Del poema La hora de tinieblas de Rafael Pombo)

En un lugar del Suroeste, de cuyo nombre hoy quiero acordarme, hubo una vez un hombre de alpargatas de fique, carriel terciado, paruma protectora, machete al cinto, sombrero aguadeño y mulera al hombro, cuyas horas, días, semanas, meses y años, transcurrían dentro de un mundo cuyas fronteras terminaban apenas un poco más allá del pequeño caserío alrededor del cual, al lado de sus padres, familiares, vecinos y demás relacionados, había crecido. En ese diminuto universo que, por lo demás, era el que había heredado de sus ancestros, estaba contenido todo lo que tenía derecho a aspirar: la satisfacción de las necesidades materiales y afectivas inmediatas, así como las vagas y confusas respuestas a los grandes interrogantes existenciales de toda vida humana (trascendencia espiritual, el arte de la convivencia), recibidas también de sus antepasados, las que el medio cultural del que estaba rodeado se encargaba de mantener vigentes. Todo aquello que podría esperar del destino, según pensaba nuestro personaje, debería encontrarse en este pequeño microcosmos.

Muchas veces, sin embargo, en las noches de desvelo, algo le decía que su mundo no tenía por qué terminar ahí; que más allá de las estrechas fronteras dentro de las cuales había crecido tenía que existir un universo de infinitas oportunidades. Comprobarlo por sí mismo se volvía, cada vez más, una necesidad ineludible. Pero, ¿cómo romper esas fronteras? Siempre, desde muy pequeño, se le había dicho que ese más allá era una quimera inalcanzable; de hecho, era algo que estaba fuera de las posibilidades de todas las gentes de aquella aldea, cuando en las frías noches de invierno y luego de un duro día de trabajo, reunida al calor de las tibias brasas aún encendidas del fogón, él y su familia tenían charlas de esas en las que solía hablarse de existencias carentes de motivación y de sentido; sobre las causas por las cuales una especie de suerte aciaga les había entregado unas cadenas mentales que ellos mismos, sin saber el porqué, habían aceptado sumisamente como suyas, convirtiéndolas fatalmente en una extensión de su propio ser, tal vez, pensaban, porque Dios así lo había decidido. “Somos pobres e ignorantes”, solía decir su madre, porque para aquellas mentes ingenuas y resignadas que era las suyas, los habitantes de la aldea jamás tendrían la capacidad de derribar las murallas psicológicas dentro de las cuales el sino trágico de su destino los había hecho prisioneros. ¿Podría él algún día derrotar sus creencias limitantes, así como destruir el fantasma de sus miedos, habiendo crecido en una comunidad que se creía a sí misma incapaz de dar el salto necesario para liberarse de esa pesada carga?

Pero un día los diques mentales de nuestro personaje se rompieron, porque una idea iluminó su espíritu. El razonamiento fue sencillo: “¿Qué me impide cambiar?”, se dijo. “¿Quién me lo va a impedir si ésta es una decisión que depende exclusivamente de mí?”. La respuesta fue clara: “nadie” — se dijo —; “nadie puede interponerse cuando cambiar sea una decisión tomada conscientemente por mí para construir el proyecto de vida que quiero tener”.

Detrás de la puerta que se abre hacia el camino de la liberación, se esconde el fantasma de nuestros miedos y pensamientos limitantes.

¡Ah!, olvidaba decirles que el personaje de esta historia tiene nombre: se llama Yo, Usted o la comunidad dentro de la cual cada uno ha crecido, y esa aldea que nos tocó en suerte se llama Colombia. Esta Colombia a la que, por más de 200 años, se le ha dicho que es un país pobre, condenado por un destino aciago al atraso, a la ignorancia, a la desigualdad social, a la dependencia económica, al odio social estúpido, a la cultura del avivatismo (valga el neologismo), a la cultura de la violencia, a la de la politiquería y la corrupción. En síntesis, condenada fatalmente a ser un país del Tercer Mundo. Y nosotros, mansa y sumisamente, hemos tomado esa falsa etiqueta como cierta para convertirla en una pesada cadena mental con la que justificamos nuestros males y nuestra mediocridad. Pero, ¿“qué ley enemiga” ha dicho que Colombia no puede tener la capacidad para destrozar sus creencias limitantes y tomar la decisión de CAMBIAR? Y este es el mensaje de esta columna: nuestro país no solamente puede, sino que debe cambiar, si es que algún día aspira construir una sociedad justa, desarrollada y sin dependencias internacionales, para que podamos en el futuro mirar a las nuevas generaciones y a nosotros mismos sin que se nos caiga la cara de vergüenza.

¿Y cuál sería el momento más indicado para tomar esa decisión? La respuesta también es sencilla: cualquier momento es el adecuado; ahora mismo lo es. De hecho y tal vez sin ser los suficientemente conscientes de ello, la decisión ya fue tomada, si no por todos los colombianos, sí al menos por los que adoptaron como suyo el proyecto político de la Colombia Humana en las elecciones presidenciales del año 2023. Y es que esa decisión, más allá de que haya sido el resultado de una propuesta presentada por una persona, en este caso el señor Gustavo Petro, tiene que tener un alcance infinitamente superior al estrecho ámbito de un individuo, un alguien con defectos, errores y aciertos, con las buenas ideas y buenas intenciones que pueda tener y que, además, luego de cuatro años, tendrá que darle paso a quien llegue a reemplazarlo, quizás con la consigna de desbaratar todas las esperanzas cosechadas en el período que termina, si es que los colombianos, al menos la mayoría, no tomamos conciencia de que para que el proyecto político rinda sus frutos en el largo plazo – tal vez en varias generaciones – éste no puede estar atado a la suerte de una sola persona sino a la voluntad de la mayor cantidad de colombianos que sea posible, con capacidad para aportar a la estabilidad y éxito del mismo, no solo con su voto sino también con su trabajo personal, independientemente de las condiciones personales individuales o colectivas de cada quien. En síntesis, el éxito del proyecto político dentro del cual se está gobernando al país en estos momentos depende, en últimas, de la voluntad de todos los colombianos, que, rebelándonos contra esta “hora de tinieblas” a la que nuestras propias mentes pretenden condenarnos indefinidamente, hemos decidido decir: ¡basta ya! Es hora de cambiar y lo vamos a hacer.

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Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
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