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Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

¿Seremos capaces de aprovecharla inteligentemente?

Hay momentos en los que las sociedades, para bien o para mal, deben afrontar acontecimientos que son verdaderos puntos de quiebre de su propia historia, inclusive de la historia universal. Dos de esos sucesos, que tuvieron repercusión decisiva en la historia moderna, fueron la Revolución Francesa (1788 – 1799) y la Revolución de Octubre en la Rusia Zarista de 1917. Ambos, verdaderos timonazos, que hicieron que el mundo dejara de ser lo que había sido hasta ese momento.

Con la Revolución Francesa, para citar este primer caso, llegó el fin de la era del Feudalismo en Europa (abolida formalmente el 4 de agosto de 1789) y llegó definitivamente al poder la llamada Burguesía, esto es, de la clase con poder económico, pero sin títulos de clerecía o nobleza. La filosofía en la que se inspiró toda esta transformación quedó establecida con la declaración formal de que todos los ciudadanos son iguales (Proclamación de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, 26 de agosto de 1789). Y no es que la nueva concepción del Estado y de los derechos ciudadanos hayan sido un invento de los revolucionarios; de hecho, ya las colonias inglesas que, una vez independizadas, se habían convertido un año antes (1787) en los Estados Unidos de América, habían adoptado una constitución basada en una visión según la cual todos los ciudadanos son iguales (al menos en teoría), algo que fue tenido muy en cuenta por los franceses. Pero lo que caracterizó a la Revolución Francesa fueron sus consecuencias mundiales, de manera especial en los demás países de Europa y América. El mismo proceso de independencia de los países que pertenecían al Imperio Español se inspiró en gran medida en la filosofía de esa revolución o fue un aprovechamiento de sus consecuencias posteriores para España. Fue pues, en síntesis, el fin (o comienzo del fin) de las monarquías absolutistas y el de las clases sociales fundamentados en títulos de nobleza o religión.

La Revolución de Octubre en la Rusia Zarista, por otra parte, tuvo igualmente consecuencias mundiales de enorme trascendencia, toda vez que, por primera vez en la historia, un Estado (la Unión Soviética) adoptaba como modelo económico el Socialismo Comunista, inspirado en la filosofía de Karl Marx (1818 – 1883), tal como quedó expuesta en su libro El Capital (escrito entre 1861 – 1863), más otro documento denominado El Manifiesto Comunista, escrito por C. Marx y su socio y amigo, Federico Engels (1848). De esta forma, después de la Revolución Francesa, una vez más se ponía nuevamente en tela de juicio un modelo social y económico prácticamente universal: el que estaba basado en la lógica del Capitalismo. Un modelo que, en sus aspectos más radicales, consistía en la acumulación de capital (acumulación de riquezas) por parte de clases económicamente poderosas desprovistas de sensibilidad social, a costa de una clase trabajadora empobrecida y sin otro derecho que el de poder subsistir; sociedades en las que la función del Estado en la práctica quedaba circunscrita a dejar que la economía funcionara por sí misma, regida por las ciegas leyes de la oferta y la demanda. Las consecuencias de esta revolución, bien conocidas en el siglo XX — aparte de lo que ello significó en términos de violencia, incluido el interregno de la Guerra Fría — fue la toma de conciencia en el mundo por parte de los trabajadores sobre su poder de clase, lo que obligó a la inmensa mayoría de los gobiernos — cada cual con mayor o menor éxito — a ajustar sus legislaciones a una nueva visión del trabajo, en la que los derechos y el bienestar de las clases trabajadoras de la ciudad y del campo son parte fundamental de la convivencia social.

Pero, ¿qué tiene eso que ver con la Colombia de hoy? La respuesta es que nuestro país no ha asumido o no ha dado, hablándolo claramente, el cambio lo suficientemente decisivo para ponerse a tono con los niveles de progreso alcanzados por los países desarrollados dentro de la nueva realidad que empezó a vivir el planeta a partir del siglo XIX, que son, en gran medida, resultado de estas dos revoluciones, con las nuevas condiciones mundiales que de ellas generaron. Por ello mismo, sigue figurando en la lista de países subdesarrollado o del Tercer Mundo.

La pregunta ahora es si ese cambio es posible o, por el contrario, estamos condenados a tener que seguir siendo un país socialmente desigual (inequitativo), científica y tecnológicamente atrasado y económicamente dependiente. La respuesta, para mí, es obvia: ¡No! La capacidad para cambiar es una característica inherente al ser humano, pero ello supone tener la voluntad para hacerlo y, además, poder hacerlo pacíficamente. Una vez teniendo claro que se dispone de la voluntad, es necesario dar el siguiente paso, que consiste en crear las condiciones humanas y materiales (políticas en general) para iniciar el tránsito y fijar el derrotero o ruta a seguir, definiendo previamente lo que en las empresas se llama el objetivo estratégico, que para un país como el nuestro sería algo así como la definición de la clase de sociedad que queremos ser en el largo plazo, quizás incluso a la vuelta de dos o tres generaciones. Sin embargo, dentro del actual sistema esta posibilidad no es viable. Es evidente que las cosas no nos han funcionado; que las clases dirigentes no han estado (y siguen no estándolo), históricamente, a la altura de esos desafíos, por razones que son plenamente conocidas; que los intentos por parte de grupos rebeldes armados tampoco han funcionado o, más bien, han terminado por convertirse en parte del problema y no de la solución; sin hablar de la delincuencia común y otros males aparecidos o recrudecidos durante el siglo XX: politiquería, corrupción, narcotráfico y paramilitarismo.

Una Colombia justa y desarrollada, unida en su diversidad. ¿Hasta cuándo seguirá siendo solo un sueño imposible?

Pero es lícito pensar que en estos momentos las condiciones para el cambio real podrían estar dadas. ¿Por qué?  La respuesta está en que, por primera vez en más de 200 años de la existencia de Colombia como república, ha llegado al poder una clase política con el potencial suficiente para generar las condiciones que permitirían iniciar el proceso en el largo plazo, representada en el Pacto Histórico. Las señales son muchas, pero solo voy a mencionar tres: 1) La desmovilización de las Farc, la guerrilla que llegó a ser el poder armado con la estructura lo suficientemente fuerte como para ser una amenaza real contra el Sistema. Con ello quedó claro que un cambio por las armas no es un objetivo viable para ningún grupo político opositor. 2) Dentro de las condiciones actuales, es lógico suponer que los partidos de izquierda habrán aprendido de sus errores y fracasos del pasado, y que el divisionismo interno de sus diferentes corrientes es una condición que debe quedar atrás para dar paso a un trabajo sólidamente cohesionado en torno a un proyecto social con la viabilidad y la credibilidad suficientes para ser acogido por los colombianos. 3) Con el Pacto Histórico, la inmensa mayoría de lo que podríamos llamar “la Colombia periférica y marginada”, (etnias indígenas, población afrodescendiente, partidos perseguidos en el pasado, jóvenes con futuro incierto, ex guerrilleros) ha logrado el objetivo de llegar a la presidencia. Pero esta realidad es también una oportunidad que conlleva una enorme responsabilidad y que puede terminar desperdiciada. Un tema de tanta importancia como éste merece ser analizado en un capítulo aparte.

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Por Rubén Darío González Zapata
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