Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar
Anoche estuve soñando que hablaba con mis abuelos y les pregunté llorando qué puedo hacer por mi pueblo.
— ¿Por qué lloras? —, me preguntó mi abuelo, el que, hace ya muchos años, un día se acostó a dormir después de una larga jornada de trabajo, como lo hacía siempre, para no despertar jamás. Pero como en los sueños, igual que en el reino de la imaginación, todo es posible, mi abuelo aparece ahora ante mis ojos tan vivo y vigoroso como lo estaba cuando yo era apenas un niño ingenuo e imaginativo. A su lado, mamá María, chiquita, con su rostro de un intenso rosado en el que se dibuja una especie de flor en cada una de sus mejillas, que le da esa singular belleza tan característica en ella, parece esperar también de mí una respuesta. Es tan real su presencia que percibo en ellos el olor característico de la tierra removida en la temporada de las desyerbas que emana de papá José y el aroma de tostión que sale de la cocina donde mi abuela, en compañía de mi mamá y mis hermanas mayores, prepara el café molido con cristal de caramelo a las 3 de una tarde cualquiera.
— ¿Qué puedo hacer por mi pueblo? Aquí ya no existe paz; aquí ya no pasa un día sin tener que lamentar — Contesté como quien busca la respuesta que habría de devolverle la paz a un espíritu atormentado. En mi sueño sé que ellos son ahora poseedores de la sabiduría que les dio, en primer lugar, una dura existencia en la tierra y, luego, la que han adquirido en la dimensión del más allá, en donde los intereses mezquinos de una promesa politiquera, un sancocho dominguero, unas cuantas tejas estratégicamente donadas unas semanas antes de las elecciones para un techo al que se le está filtrando el agua, o unos pesos por un voto, son cosas que — ¡Dios sea glorificado! — no existen. Quise aprovechar la ocasión para continuar con mis quejas: que aquí el hermano traiciona al hermano; que el hermano traiciona y se ufana al traicionar y…
— Espera, espera — dijo el abuelo con una sonrisa serena; esa misma que le vi en aquella ya lejana ocasión en la que los dos, luego de una larga ausencia, nos volvimos a encontrar siendo yo ya un adulto y él un hombre que se acercaba a su final. — No debes quejarte más, porque la solución que anhelas debe partir, no de las lamentaciones sobre los errores de los demás, sino de lo que, como ya lo has dicho tú mismo, sino de ti. —. Sucedió entonces que mientras decía estas palabras, su figura y la figura de mamá María, para mi gran tristeza consternación, empezaron a difuminarse y a desvanecesrse como motas flotantes de esa extraña y bella flor del jardín de mi pequeña casa, cuyo nombre jamás olvidaré. ¿Qué me querría decir mi abuelo? Me preguntaba ensimismado.

La respuesta llegó de manera increíble dentro del mismo sueño, pero en un escenario diferente, que es ahora el de una bella y apacible tarde; el sol moribundo ya se ha escondido detrás del Citará, dejando tras de sí nubes cuyos colores rojo, amarillo y gris oscuro, contrastan con el, aún más oscuro, verde de las cordilleras sobre las que yace rescostada mi tranquila aldea, San Gregorio. Desde el sitio en el que me encuentro tengo ante mi vista las lejanas laderas de Andes y Pueblorrico, al otro lado del río San Juan, praderas de las cuales el sol de los venados todavía se niega a retirarse. De pronto y sin que sepa de dónde han salido, un grupo de personas avanza por la calle Tulia Agudelo rumbo a la plaza. Me pregunto quiénes serán. Ya más cerca puedo empezar a reconocer sus figuras. ¡Apenas puedo creer lo que veo! Es una especie de procesión que avanza lentamente encabezada por papá José, mamá María y mamá Julia; pronto empiezo a identificar también a los otros participantes: ¡Sí, ese es Juan Crisóstomo Gil y su esposa Rosario; este otro es Aureliano Sánchez y ese de allá es Bernardo Guerra; ahí va Miguel Herrera y a su lado Soto con Valentina Vélez; oh, sí, esa es la señorita Tulia y ese encantador y venerable anciano, al que tantos cuentos le escuchaba siendo niño, es Lázaro (Zaro) Londoño; va también el aguerrido padre Zapata y los ascendientes de los apellidos Galeano y Uribe. En fin, está la totalidad los ancestros, imposible enumerarlos a todos; es mi gente, es mi pueblo; aquellos que le dieron vida a la aldea donde nací. ¿Cuál será la razón de esta reunión?
La respuesta llegó de inmediato en un nuevo escenario: la plaza. La música de los parlantes ha cesado y todo el pueblo, atónito y sorprendido, se ha congregado alrededor de los recién llegados para observar incrédulo esta asamblea irreal. Reina un ambiente solemne de profundo silencio, cortado solo por el ocasional trino de la mirla que anuncia la llegada del anochecer. La expectactiva no puede ser más grande, la espera es insoportable.
De pronto, la figura recia de un hombre descalzo, pantalón de bota ancha, sombrero aguadeño y poncho cuidadosamente doblado sobre su hombro derecho, acompañado por una pequeña mujer de mirada penetrante y hermoso rostro ya ajado por los años, se levanta para hacer uso de la palabra. ¡No puede ser, es mi abuelo y esa mujer es mamá María! Jamás hubiera imaginado que él quisiera hablar en público. Ahora se dipone a hacerlo:
Hijos nuestros de esta aldea que un día nació cuando nosotros, a los que ustedes ven hoy aquí, éramos apenas unos muchachos. Hemos venido por unos momentos desde la dimensión a la que ustedes llegarán también un día. Venimos a mirar cuál ha sido el resultado de la semilla que sembramos hace muchos años, tal vez sin tomar conciencia suficiente de que este era el proyecto más importante de nuestras vidas, por el que luchamos y trabajamos con todas nuestras fuerzas. Un proyecto de comunidad que fue resultado más de la inercia de las necesidades que del propósito consciente de lo que queríamos que fuera San Gregorio 80 años más tarde; porque para ese momento no teníamos las posibilidades intelectuales ni las herramientas técnicas de planificación para proyectar este corregimiento como el sueño dorado que queríamos dejarles a ustdes; recursos que hoy día sí están a disposición de todo el que los quiera emplear. Ahora, aquí presentes por la magia de la imaginación de alguien que nació cuando este era apenas un incipiente caserío, podemos quizás estar presenciando el nacimiento de otro sueño en el que estamos ayudando a poner de nuevo la semilla: el sueño del San Gregorio que ustedes quisieran dejarles a sus hijos, nietos, bisnietos y tataranientos del año 2100.
Una profunda mirada de esperanza se adivina en los rostros de quienes están con mi abuelo, cuyas palabras acompañan con una apacible sonrisa. Luego papá José, con los ojos puestos sobre mí, que me encuentro sentado en un tosco butaco de madera raído por el tiempo, casi a sus pies, como lo hacía en las noches de cuentos y leyendas de los años de mi niñez, dijo:
¿Querías que te dijera qué puedes hacer por tu pueblo? Bien: ¡Sueña! Luego, trabaja por la construcción de ese sueño; empieza por votar por quien, además de ofrecerte obras para mejorar las cosas por un tiempo, te ofrece también la posibilidad de convertirse en el socio estratégico para hacer del futuro de tu comunidad, de tu municipio, de tu país y, en últimas, del mundo en el que has nacido, un sitio más justo, más desarrollado y más humano; de esta forma llevarás livianita tu conciencia. Y ahora “mijo”, déjanos partir, porque éste ya no es nuestro mundo sino que es el tuyo, el que tienes ahora en tus manos y el del futuro que seas capaz de ayudar a construir. Nuestra misión ya está cumplida.
La imaginaria asamblea se esfuma de mi vista y yo desperté sobresaltado. ¿Qué me acaba de pasar? ¿Fue solo un sueño? ¡No! ha sido algo más: la realización de un profundo anhelo que he llevado siempre desde que era niño; el de poder decirles a mis paisanos, no solo de San Gregorio sino de toda mi Colombia, algo que todos sabemos (o deberíamos saber): que toda obra grandiosa, por imposible que parezca, comienza con un sueño: ¡con un hermoso sueño!
Nota:
Este escrito está inspirado en el bambuco “soñando con el abuelo” de Fausto.
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