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Mis años en San Gregorio (Alfonso López), vistos por el niño que llevo dentro


Entrega 2

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

Como la mariposa que emerge de la crisálida y ve por primera vez la luz del mundo que la rodea, también hoy, por primera vez, mi mente emerge de las brumas de mi corto pasado, para hacerme sentir que existo y que formo parte de este reducido entorno del que hoy empiezo a tomar conciencia.

Soy un niño de aproximadamente cinco años (estamos en el año 1951) que, por alguna razón que desconozco, ha sido puesto por el Destino en un sitio de la Tierra al que todos llaman San Gregorio. El hogar, en el que habito con mi madre y mis hermanos, es una pequeña casa, cuyas paredes en bahareque y pisos en tierra son algo así como el nido en el que encuentro el calor familiar, el alimento y el cobijo que me permitirá vivir para, a partir de ahora, ir descubriendo las sorpresas que el mundo debe tener destinadas para mí.

Una casa construida de cara al sol -cuyo nacimiento podemos ver en las mañanas despejadas- compuesta por dos habitaciones pequeñas, más una un poco más grande. Al lado de la misma y a manera de anexo, se encuentra el sitio donde se cuecen los alimentos, al que llamamos cocina, que incluye un pequeño corredor con un banco hecho de tosca madera: es el comedor. La alcoba más grande hace también las veces de sala y se utiliza para ubicar allí el mueble más elegante y lujoso que tenemos: la cómoda, fabricada, según dice mamá Julia, con madera de un árbol que llaman comino crespo. Allí guarda ella las pertenencias más valiosas de la familia y la ropa bonita, la de ir a la iglesia los domingos.

Este mueble, las cuatro camas en las que las ocho personas que vivimos acá (mi madre, mis seis hermanos y yo) nos acomodamos para dormir, unos pocos taburetes de madera con asiento y espaldar de cuero de res, más una especie de sofá consistente en un cajón de madera con una delgada colchoneta artesanal encima -que mamá viste con una tela de flores de colores que la da una belleza especial-, componen todo el mobiliario del que podemos disponer. El sitio de estar, en el que nos reunimos con frecuencia alrededor de mamá Julia para escucharla cuando nos habla de su pasado, de papá Pedro (ya muerto) o de otras cosas de la vida y en el que recibimos las ocasionales visitas de algún vecino o familiar, es este pequeño corredor que se encuentra a la entrada de la casa.

Pero lo más hermoso de mi casa, sin embargo, es este jardín, que se encuentra a la entrada y que adorna todo su frente. Mamá Julia ama las flores y dedica gran parte de su tiempo a cultivarlas: estas son rosas, aquella tan hermosa es una magnolia, aquellos son geranios, caracuchos, pensamientos, claveles y, este, un jazmín que al anochecer exhala un delicioso aroma.

De la viga del corredor, sembradas en improvisadas materas de trastos que alguna vez prestaron sus servicios en la cocina, cuelgan hermosas begonias, cuyas flores de colores rojo, amarillo y granate, le dan a la vivienda un colorido especial. Aquí en el costado sur un gran naranjo -en el que se posa el sinsonte que nos saluda con su trino en las horas de la mañana- y un limonero nos proveen de sus frutos para hacer las naranjadas y limonadas, tan importantes para contrarrestar la sed.

El limonero, además de ser la principal fuente de medicinas en caso de una enfermedad que nos llegue a dar, es también el dormitorio de las gallinas, cuyos huevos y carne son parte importante de nuestro alimento. Periódicamente mi mamá saca tiempo para pintar las paredes y hasta los pisos de la casa, lo que hace con una tierra color ocre que encuentra por aquí cerca, con la que hace una especie de colada con el agua que le añade; le gusta mucho mantenerla bien limpia y ordenada.

Casa y jardín están protegidos por una alambrada para evitar que las vacas, que pastan en el potrero, entren y se coman las plantas. Vista desde el exterior, desde donde se aprecia también su raro tejado en tablas de una madera que llaman macana, esta es una diminuta casa de campo de la que emana, sin embargo, una modesta pero radiante belleza.

Nuestra casa no es la única. Cerca, más arriba a unos 400 pasos de los míos, se encuentra también la de los padres de mi mamá, mis abuelos José Zapata y María Muñoz. Según nos cuenta ella, estamos viviendo en su finca, a donde tuvimos que ser traídos por el hermano suyo, el tío José Manuel, el que vive allá abajo cerca de la cañada, en otra casa que no se puede ver desde aquí, cuando murió mi padre de una rara enfermedad, cuyo síntoma era el de una sed incontrolable, tan grande e insoportable que en sus momentos de delirio mi padre exclamaba: ¡dichoso el que muere ahogado! Esto sucedió hace unos dos años.

Siento mucha nostalgia de no haber podido conocer a mi papá; solo sé que se llamaba Pedro y que murió a la edad de unos 35 años, cuando vivíamos en un sitio muy lejos de aquí llamado Andes, del que no tengo recuerdo alguno, en donde alcanzamos a vivir un corto tiempo, puesto que ya antes habíamos vivido aquí en este mismo lugar.

Más arriba de la casa de los abuelos, en una finca que pertenece al señor José Vélez, hay otra casa. Es una vivienda enorme que consta de dos pisos, corredores en redondo con enchambranado. De ese lugar emana una inquietante energía; sus efectos habré de experimentar con el tiempo. Al costado occidental, justo al otro lado de la quebrada que separa esa finca de la de mis abuelos y en un sitio muy alto, hay otra casa enorme en donde vive el señor Heraclio Uribe y su familia.

Es este el pequeño y a la vez grandioso mundo que me rodea, y que miro con asombro por su belleza, a veces con mucha curiosidad y, muchas veces también, con algo de incertidumbre hacia lo desconocido. En el silencio de la noche, cuando solo escucho el canto de los grillos y el llamado ocasional de currucutú, mi mente parece preguntarse: ¿qué suerte tendrá preparada el Destino para mí?

Mi propósito al escribir estas líneas obedece a mi deseo de hacer un pequeño aporte a un proyecto que ojalá alguna vez sea una realidad: construir la memoria histórica de Alfonso López, una memoria que no quede detenida en algún momento del tiempo, sino que, por el contrario, siga siendo enriquecida con aportes de otras personas y actualizada por las nuevas generaciones. Se trata de un relato sobre lo que fue mi existencia durante esos 16 años, vista no por el adulto que hoy escribe, sino por el niño y el adolescente que vivió personalmente esa experiencia. Esta es la segunda entrega.

Entrega 1: «Mis años en San Gregorio: Un futuro por construir».


Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

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