Por Magola Calle de Vélez
En la oquedad de la montaña cercana al río, poseían su parcela y habían construido su vivienda Pedro José y Carmen Rosa. Allí habitaban con sus hijos Carlos y Teresa de seis y cinco años respectivamente.
Eran sus vidas de trabajo y oración, matizada por lágrimas, alegrías y modestas ambiciones.
Amanecía. La naturaleza entonaba su maravilloso himno al creador.
Los sinsontes y los mirlos entrelazaban sus canciones, ya del encumbrado eucalipto a la musgosa piedra que bordeaba el río, ya desde esta al várgano de la empalizada que circundaba el multicolor jardín.
La gallina llamaba a sus polluelos al escarbadero por ella preferido sobre la roja-amarilla alfombra, cabe el sombrajo de un añoso búcaro. En los florales de rosas, geranios y claveles, había dejado sus huellas el rocío y sobre ellos, los rayos del sol producían su
fantástica irisación.
Era la víspera de navidad. Carmen Rosa se encontraba lavando la ropa en la quebrada, pues había madrugado más que de costumbre; tenía mucho que hacer porque se preparaba a celebrar la Nochebuena.
Cuando terminó de lavar, se sumergió en las aguas diáfanas y al contacto de ellas, tonificada y alegre, ensayaba con su hermosa voz los villancicos que con su esposo e hijos, cantarían esa última noche de la novena.
Su cabellera suelta sobre las ondas del río hacíanla parecer como una diosa mitológica. Ella era grácil, alegre y buena. Cumplía sus deberes como los santos y soñaba como las niñas.
Cuando fresca y sonriente regresó a su rústica cabaña, nada tenía que envidiarle a las rosas que enmarcaban el dintel de la ventana, y que ella tan delicadamente cultivaba. Despachó el desayuno a Perucho (como cariñosamente lo llamaba) y a los niños.
Pedro José se disponía a marchar a la ciudad para conseguir algunas cosas que faltaban. Era él de estatura regular, complexión robusta. Sus ojos verde-grises parecían haberle tomado el colorido al paisaje de una tarde tormentosa. Su boca bien delineada, mezclaba a su natural rudeza un espíritu tolerante, recio y apacible.
−Hasta luego negrita, mucho fundamento −decía el esposo y la besaba en la frente.
−Adiós Perucho, no te demores que nos da miedo si te coge la noche… Cómo hay de
gente mala ahora −así se despidió Carmen Rosa y lo besó a su vez.
Los niños se abrazaban a sus piernas y le decían: papito, tráiganos la pólvora.
−A mí me tlae cholillos y mosquitos −dijo la niña.
−Y a mí voladores y papeletas que yo es macho −dijo el niño en un alarde de hombría, pues ya se sentía capaz de manejar, entre sus tiernas manos, el trueno y el relámpago.
−Bien formalitos con la mamá que yo les traigo cositas −repuso Perucho, los abrazó y los besó de nuevo.
Partió por el angosto camino que llegaba hasta la carretera en donde debería tomar el carro que lo conduciría a la ciudad.
Carmen Rosa se quedó observándolo con sus grandes ojos oscuros y profundos. Cuando se dieron “la última” y él se ocultaba en un recodo del camino, ella volvió a sus destinos con la mirada turbia.
Los niños corrieron alegres al pesebre en donde entablaron el siguiente diálogo:
−Yo a mi muñeca que me va a trael el niño Dios le voy a llamar Juanita.
−Yo con mi carro voy a recorrer toda la finca: y ve Tere, ¿te monto la muñeca?
−No, ¿pa’ qué me la mate?
Y saltaban y reían de contentos moviendo y removiendo las figuritas de barro del pesebre soñando: ella, en ser madre de su muñeca; él, en ser amo y señor de las carreteras.
Era medio día. Pedro José había llegado a la ciudad y como no encontró al compadre que le debía una platica, fue a sentarse en un banco del parque para resolver el problema. La ciudad estaba en completo movimiento. El ir y venir de las gentes, damas, caballeros, gentes humildes; cargadas de paquetes; mendigos, carros antiguos y coches último modelo.
Sus avenidas, calles y parques estaban adornados con varios motivos navideños: arbolitos llenos de bujías de múltiples colores que le daban en la noche un aspecto de ensueño y fantasía.
Para Perucho la ciudad era inaguantable. Él amaba ese rinconcito montaraz lejos del ruido, de las banales apariencias, de los políticos voraces y corrompidos, de las noches en cantinas y francachelas en las que se destrozaba el dinero y se arruinaba la salud… Qué felicidad trabajar desde el alba hasta el ocaso para su familia. ¡Ah!, tener una mujer como su Carmelita, ella que le había mezclado siempre a su amor de mujer un poco de ternura maternal.
Y sus pequeños hijos, ¡cómo los amaba a todos! ¿Habrá algo que pueda superar la paz de un hogar unido al cariño y la mutua comprensión? No, no podrá haber una dicha terrenal que le supere.
Así pensaba Pedro, cuando una ligera lluvia le hizo recordar que debía apresurarse.
Parte 2
Se encaminó a una tienda de préstamos, consiguió algún dinero con su reloj y cuando terminó las compras, se dispuso a partir.
A medida que Perucho se alejaba de la ciudad, el aire era más diáfano, se escuchaba el eco de lejana música. Era ya el sollozo de Schubert en un piano, o de Beethoven: las notas de una sinfonía entrelazados con la alegría de los bambucos y porros.
Los acompañantes alegres y jacarandosos entonaban coplas. El carro paró en un ventorrillo. Pedro José tomaría de allí el camino a su casa. La última copla que escuchó fue:
“La Nochebuena se viene,
la Nochebuena se va.
Y nosotros nos iremos
y no volveremos más”.
El eco de esta copla dejó en el corazón de Pedro José un sentimiento de tristeza. No comprendía él y no comprendemos nosotros, en qué recónditos abismos del alma está latente lo inevitable, cuando lo presentimos entre esas brumas en donde se manifiesta la verdad de algo hórrido que está por venir, dejando en el espíritu una vaga melancolía.
¡La lluvia acrecentó! Un relámpago, iluminó el horizonte y un trueno ensordecedor lo sacudió. Otras muchas listas brillantes en zig-zag cruzaban el infinito, como si un carnaval de infierno lanzara sus confetis luminosos a la tierra.
Se desenfrenó la tempestad que duró un buen rato. Pedro José esperaba en el ventorrillo y al amainar la lluvia, emprendió el camino a su hogar; estaba temeroso por los suyos.
Ya casi anochecía. A su paso un armadillo se ocultó medroso. Los árboles y plantas destilaban hilillos de agua. Los charcos del camino a la crepuscular luz, semejaban tiestos de grandes espejos.
Se acercaba al río. Divisó a su esposa e hijos esperándolo en la otra orilla; un latido fuerte le dio el corazón, no de alegría; de un dolor recóndito que llevaba en el alma sin comprender.
−¡No pases el puente, negrito, viene la corriente!
Se escuchó un ruido sordo y terrible, cuando su esposa le gritó esas palabras.
−Antes que llegue −le contestó él y se aventuró a pasar, cuando una montaña de agua, lodo, piedras y empalizadas, se lanzó sobre el puente arrasando consigo todo lo que encontró a su paso.
¡Fue un instante que se proyectó en eternidad! Carmen Rosa y los niños gritaron, clamaron al cielo; al universo todo, pero sus voces se apagaron entre los tenebrosos aullidos del río…
Cuando el dolor humano es tan inconmensurable que no lo puede contener el corazón, viene la muerte.
Fue así, como lo inaudito del sufrimiento turbó la razón de la esposa. Lanzó entonces una carcajada siniestra, pavorosa y, con los ojos desorbitados, el cabello desgreñado, desgarrado el corpiño, agarró a sus hijos y con ellos se lanzó a las aguas oscuras, erizadas, abismales y profundas.
Llegó la noche absoluta, templaron sus cuerdas los grillos, encendieron sus linternas las luciérnagas, refulgieron los ojos de las lechuzas y salió la luna tras la montaña.
Del fondo del río se vieron emerger cuatro sombras blancas, intangibles y se escuchó un dulce y armonioso canto navideño.
Eran ellos, los mártires de la tragedia, que subían al cielo cantando los villancicos que no pudieron entonar esa noche frente a un humilde pesebre de musgo y papel.
Cuentan las gentes que cada año en la Nochebuena, los que pasan a altas horas de la noche por las orillas del río, escuchan el dulce eco de los villancicos.
Cuento escrito por Magola Calle de Vélez, escritora y poeta del municipio de Ciudad Bolívar.