La envidia, dicen, es una emoción oscura: aparece cuando lo ajeno nos incomoda, cuando deseamos lo que otro tiene y la alegría del otro nos produce tristeza. Pero también se escucha por estos lares que existe la envidia de la buena, esa que no amarga, sino que inspira; esa que no paraliza, sino que anima a sembrar sueños propios a partir del ejemplo.
Andando por los caminos de La Envidia, una vereda de Pueblorrico en el Suroeste antioqueño, llegamos a La Matilde.
Cuando a mano construyeron los primeros senderos para sembrar, encontraron fragmentos de cerámica pertenecientes a antiguos asentamientos indígenas de la región, algunos fueron donados al Museo de Támesis y otros permanecen aquí para compartir esa historia con los visitantes, dice Guadalupe Valderrama, una de las herederas de estas tierras, bisnieta de don Ezequiel Valderrama, quien, en 1954 con su familia desplazado por la violencia de Altamira en Betulia, logró comprar esta finca por 70 mil pesos, que en ese entonces eran una fortuna. Llegó con sus 14 hijos y salieron adelante cultivando principalmente café.
En ese tiempo, se creía que era imposible producir café sin químicos. Pero don Ezequiel pensaba diferente: mientras la industria promovía fertilizantes y pesticidas para maximizar la producción, él se enamoró de las abejas, y fue pionero en cultivar café orgánico, o como él lo llamaba: “el café que cuida a las abejas”.
En la década de 1950, la agricultura colombiana comenzó a experimentar una transformación silenciosa. La llegada de fertilizantes químicos y plaguicidas, impulsada por la Revolución Verde en América Latina, empezó a modificar las prácticas tradicionales de cultivo. Aunque el uso de estos insumos aún era incipiente en regiones como el Suroeste antioqueño, su introducción abrió un camino que, con el tiempo, generaría profundas consecuencias ambientales. Entre 1955 y 1960, según estudios de la Universidad Nacional de Colombia, se introdujeron nuevos productos químicos como herbicidas triazínicos y derivados del amonio cuaternario, ampliando el espectro de agroquímicos disponibles para los agricultores colombianos. Estos insumos, promovidos como una vía rápida para aumentar la productividad agrícola, dejaron en segundo plano prácticas ancestrales de conservación del suelo y el respeto por los ciclos naturales.
Mientras en el país arrancaba el “modelo químico”, don Ezequiel hacía otra cosa: fue un defensor del equilibrio natural. Aprendía haciendo, probando, observando qué funcionaba. Usaba humus líquido y sólido, compostaba la pulpa del café y los residuos orgánicos de la cocina. Así abonaba la tierra sin necesidad de químicos. Construyó con ladrillos un criadero de lombrices para transformar los desechos en fertilizante natural. Su finca se convirtió en un referente para otros campesinos: muchos venían a aprender de sus métodos. Una de sus prácticas consistía en dejar árboles nativos dentro del cafetal, como los quiebrabarrigos, evitando el monocultivo. Esa diversidad vegetal creó un hábitat que atrajo ardillas, mapaches boreales, monos aulladores y una gran variedad de aves. Era un cafetal lleno de vida.
Con el paso de los años, varios de sus hijos parcelaron o vendieron parte de la finca La Matilde. De las 15 hectáreas originales, quedaron 12,5. Muchos abandonaron el café o recurrieron al uso de agroquímicos, creyendo que era más rentable. Incluso construyeron un invernadero para el cultivo intensivo de tomate, que afectó la polinización.
Este cambio tuvo consecuencias profundas. El uso intensivo de agroquímicos deterioró la fertilidad del suelo, contaminó las fuentes de agua y eliminó la biodiversidad microbiana. La dependencia de fertilizantes y pesticidas compactó la tierra, redujo su capacidad de regeneración natural y afectó la presencia de polinizadores, esenciales para el equilibrio del ecosistema. Lo que antes era un cafetal lleno de vida, se convirtió en un terreno agotado y vulnerable.
Según el Instituto Geográfico Agustín Codazzi -IGAC, cerca del 40 % de los suelos agrícolas del país presenta algún nivel de degradación crítica. Las causas son varias: mal manejo, pérdida de cobertura vegetal, compactación y, por supuesto, los monocultivos. “A eso hay que sumarle el uso excesivo de pesticidas y fertilizantes, a veces en apenas un metro cuadrado. Ahora imagina eso multiplicado por hectáreas enteras…”, dice la bisnieta de don Ezequiel, Guadalupe Valderrama. El daño ambiental, reflexiona, no es un problema reciente ni aislado: “la revolución industrial y la Segunda Guerra Mundial dejaron residuos que se convirtieron en agroquímicos. Al principio ayudaron a resolver una crisis alimentaria, pero hoy han desencadenado una crisis climática: suelos compactados, aguas contaminadas, polinizadores en peligro, pérdida de biodiversidad. Por eso nosotros decidimos continuar con el legado de mi bisabuelo, preguntándonos cómo lo hacía y por qué”.
Durante la pandemia de Covid-19, en 2020, Guadalupe Valderrama, quien hoy tiene 19 años, asumió el liderazgo de la finca junto a otros familiares. Tenía entonces apenas 15 años. Encontraron el suelo agotado y los cultivos deteriorados. Decidieron recuperar el legado: detener el uso de químicos, regenerar el suelo y rescatar lo que quedaba del cafetal. De los 50.000 árboles que hubo en su momento, hoy han logrado recuperar 13.000.
Entendieron que su misión no era sólo sostener lo que quedaba, sino regenerarlo: mejorar el territorio y dejarlo en mejores condiciones de cómo lo encontraron. Este se volvió su principio fundamental. La regeneración, más que un concepto, se convirtió en una guía para lo que venía. A diferencia de la agricultura sostenible, que busca minimizar el impacto negativo, la agricultura regenerativa apuesta por restaurar y revitalizar los recursos naturales.
Así nació la nueva etapa de La Matilde Agroturismo. Aunque no son expertos en apicultura, han aprendido y se han asesorado. Recientemente instalaron una colmena de abejas nativas que encontraron en el cafetal, respetando su espacio y evitando sembrar cerca para no molestarlas. Siete de las 12,5 hectáreas son de bosque nativo, que se conserva gracias a que don Ezequiel, en su tiempo, se opuso a la tala. Su ejemplo fue seguido por los vecinos, y hoy toda la montaña del Gólgota es una importante reserva. Esa cobertura boscosa permite que existan tres nacimientos de agua y una capa vegetal de hasta 10 centímetros de espesor, clave para la siembra y la salud del suelo en Pueblorrico.
Regenerar el suelo es posible, pero difícil. “Es como revivir a alguien en estado terminal”, dice Guadalupe. Primero hay que desintoxicar, luego sembrar especies que regeneren, aplicar compost, microorganismos vivos… un proceso que puede tomar de dos a cinco años, dependiendo el estado en el que se encuentre. Mientras tanto, el terreno queda inutilizado. “No somos dueños de la tierra, apenas administradores temporales. Entonces, ¿cómo la dejamos mejor? ¿Cómo nos convertimos en un faro agroecológico que inspire a otras familias, campesinos y emprendedores?”.
No sólo es el suelo el que sufre. La salud hídrica, los ecosistemas, los polinizadores y hasta la salud humana. Al frente de la finca había un invernadero, que es el ejemplo perfecto de las consecuencias de los agroquímicos. Durante cinco años -el promedio de vida útil del material- allí únicamente cultivaron tomate. Mientras en La Matilde optaron por desmontar sus invernaderos para evitar el uso de químicos, sus vecinos siguieron con el modelo intensivo. Al principio todo parecía ir bien: tomates grandes, producción rápida… pero el suelo se enfermaba en silencio.
Cuando ya no hay producción, muchos recurren a fertilizantes artificiales. “Es como si una persona enferma se tomara un veneno. Termina de matarla”. Los químicos matan la vida del suelo: microorganismos, insectos benéficos, todo. “Los insectos no son malos, sólo buscan comida. Si sabemos qué buscan, podemos ofrecer alternativas sin dañarlos. Es cuestión de conocer y respetar el ecosistema”, afirma Guadalupe.
¿Y si matamos todos esos microorganismos? ¿Quién va a transformar la materia orgánica en nutrientes? Nadie. El suelo queda infértil. Así fue la última cosecha del invernadero vecino: tomates brillantes por fuera, podridos por dentro.
La respuesta: cuidar la tierra desde la semilla hasta el plato. El 70 % de lo que se sirve para propios y turistas se cultiva en finca La Matilde, y lo demás se compra a productores locales que comparten la misma visión: “muchos dicen que lo orgánico no funciona. Pero sí funciona. Sólo que hay que planear. Conocer el suelo, saber qué necesita cada cultivo, prepararse. Es como tener un hijo: uno no lo recibe sin pañales ni leche”, asegura Guadalupe.
Y claro, hay retos. Como cuando sembraron 100 lechugas sin estudiar el mercado, y se les iban a perder. Aprendieron que no basta con conocer el cultivo: hay que saber si se va a vender. “Piensa en el suelo como si fuera el cuerpo humano: necesita nutrientes. Si no sabes qué está consumiendo el cultivo y no repones lo que se lleva, el suelo se agota. Así pasa con la lechuga, que consume mucho nitrógeno: si no lo repones, en la siguiente cosecha tendrás menos producción. Primero 60, luego 40, luego 20… hasta que no sale nada. Visitamos legumbrerías, hablamos con familias, divulgamos en redes, hicimos eventos, ofrecimos productos a restaurantes… y comenzamos con 10 lechugas. Hoy vendemos 25 semanales sólo en Pueblorrico”, añade.
O como el lote de plátano que nadie quiso pagar a buen precio. En lugar de perderlo, lo transformaron. La cocinera de la finca se puso a hacer arepas de plátano con queso y bocadillo. Un plátano que valía $100 se convirtió en una arepa de $2.000.
Nada ha sido fácil. Al principio sembraban sin referentes claros, con pura intuición. Probaron, fallaron, aprendieron. Algunos referentes eran de otros países con realidades distintas. Aquí, la biodiversidad y el clima lo cambian todo. Así lo recuerda Guadalupe: “tuvimos muchas pérdidas. Pero entendimos que no todo lo que te dicen sirve para tu contexto. Hay que probar, observar, ajustar”. También aprendieron que no todo crece en todo lado. En La Matilde, por ejemplo, la yuca no se da bien. Tarda mucho, no alcanza buen tamaño. En cambio, se da muy bien el zucchini, la lechuga, el rábano, la zanahoria. “Si insisto en sembrar yuca, y no se da, voy a decir que eso no sirve. Y tal vez termine usando fertilizantes para forzar el crecimiento, cuando la solución es otra: sembrar lo que sí se da”, describe.
Lo mismo pasa con el café: puede que el borbón rosado sea especial, pero si el clima no lo permite, hay otras variedades. También han descubierto asociaciones de cultivos que se ayudan entre sí, como cebolla con cilantro.
La finca tiene una pequeña biofábrica casera pero funcional: microorganismos líquidos, lixiviados, humus de lombriz, orín de conejo, miel de purga, dipel para controlar plagas como la mariposa blanca, y mucho más. Aquí no se desperdicia nada. Incluso esperan producir carne de lombriz: se lava, se limpia con azúcar, se rellena con queso, se seca al sol y se muele. Un polvo rico en proteína. Una hamburguesa de lombriz cuesta $50.000, pero es una bomba nutricional.
Además, compostan todo lo orgánico, desde restos de cocina hasta residuos de gallinas -hoy tienen 400-. También cultivan más de 70 variedades de hortalizas y lechugas, con 10 tipos distintos de lechugas: crespa, lisa, romana, hojas de roble, acelga, rúgula, mostaza, entre otras.
“Todo crece más rápido. Aquí hay cebollas que están listas antes del tiempo estimado. Porque el mito de que la agricultura orgánica no funciona… es sólo eso: un mito”, indicó don César Valderrama, quien también nos acompañó en el tour por la finca.
Hoy, La Matilde se ha convertido en un faro agroecológico. Personas de Colombia y del extranjero han llegado a aprender. Un visitante de Estados Unidos, con una fábrica de compostaje, vino a conocer el sistema de lombrices que diseñó el bisabuelo don Ezequiel. Como su homónimo bíblico, que anunció la restauración en tiempos de desolación, don Ezequiel dejó sembrada una visión de amor por la tierra. “Eso nos da esperanza. Porque demuestra que lo que hacemos es posible. Que otro modelo sí se puede. Nuestro mayor logro es tener la conciencia tranquila. Saber que estamos dejando una huella bonita. No sólo producimos alimentos. Dejamos un legado”. Concluye Guadalupe Valderrama con la voz cargada de emoción y nostalgia.
Los invitamos a visitar La Matilde Agroturismo. Los caminos de La Envidia -pero de la buena- los conducirán a reencontrarse con la tierra, con la vida y con la esperanza.
@lamatildepueblorrico