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¿Es esta una alternativa realista?

En mis noches de desvelo, una poderosa incógnita que sigue pesando como un fardo sobre mis hombros insiste en hacerse presente, para pedirme con voz atormentada, una y otra vez, que descifre el misterio que la mantiene prisionera; una especie de lámpara de Aladino que aguarda suplicante a que un día pueda yo descubrir y explicarle el misterio que lleva dentro, para liberarla así de esa eterna cárcel a la que parece haberla condenado un caprichoso poder cuya naturaleza escapa a toda humana compresión: ¿estamos los seres humanos condenados a nacer, crecer, multiplicarnos y morir dentro de un sistema o modelo de existencia basado en el deseo insaciables de acumular poder y riquezas, el que hemos venido construyendo –o que algún ser maligno construyó para nosotros – desde aquella vez, cuando descubrimos que no éramos como los demás seres vivos que van por este mundo caminando en cuatro patas, o arrastrándose por el piso, o volando por los aires o respirando por las branquias que les dio la naturaleza, sino que nos caracterizábamos por ser poseedores de una cosa que, con el tiempo, empezamos a llamar conciencia pero que, paradójicamente, también llamamos inteligencia?

Esa incógnita, a la que yo llamo mi eterno fantasma, insiste en hacerme preguntas a las que no sé cómo responder: si el ser humano es inteligente, racional, ¿por qué no encuentra un camino diferente al de la guerra para resolver las diferencias entre unos y otros? ¿De qué sirve matarse entre sí, cometer toda clase de crueldades, destrozar vidas y felicidades de otros seres y, de paso, envenenar nuestros nuestro aire, bosques, océanos y ríos, sólo para tener más riquezas, más poder? Un poder para cuyo disfrute no les alcanzará la vida por larga que sea, porque un día, como el más pobre y miserable de todos los mortales, los poderosos también morirán y nada se llevarán. Pensando probablemente en cosas como esta, Rafael Pombo escribió en su enigmático poema La hora de las tinieblas: “Hay un no sé qué pavoroso / En el ser de nuestro ser.”

Sin embargo, algo me dice que hay otras formas de construir una sociedad; formas en las que la solidaridad, el trabajo en equipo, el respeto mutuo y el respeto por la naturaleza, serían la base de nuestras relaciones. Donde el arte, la ciencia, y la creación de los bienes para satisfacer nuestras necesidades son posibles sin tener que hacernos daño para ello; donde las riquezas materiales puedan estar al alcance de todos de manera equitativa y donde la felicidad sería un bien al que todos pueden acceder sin tener que destrozarse mutuamente. Pensar en un modelo económico y social como este no es nada nuevo. Ya Thomas Moro propuso algo así en su libro Utopía, publicado en 1516; el mismo cristianismo y otras filosofías y religiones basan su doctrina en una visión de la vida humana con valores como estos.

Un modelo económico que, según ya se ha podido experimentar, al menos parcialmente, estaría en condiciones de dar paso a una sociedad racional en la que lo que fundamentalmente importa es el ser humano como tal, y dentro del cual es posible, si nos lo proponemos, construir el pleno desarrollo en el campo del bienestar, la ciencia y el arte, sin tener que sacrificar la libertad de pensamiento: ese modelo es lo propone lo que hoy se denomina la Economía Solidaria, y está fundamentado en un esquema de funcionamiento de carácter cooperativo, basado en una consigna sencilla: en lugar de matarnos, cooperemos. Es por un camino como este que, se me hace a mí, se encuentra la respuesta que, con tanto anhelo, busca la incógnita que se empeña en no dejarme dormir. Jesucristo y otros personajes de la historia como Buda, Moro, Erasmo de Rotterdam y hasta –por favor no me vayan a mandar al Infierno por decir esto– el mismo Karl Marx, han creído que el paradigma dentro del cual se ha desarrollado nuestro pensamiento, economía y cultura, se puede cambiar, solamente si, como especie humana, tomamos la decisión de hacerlo. Una solución de abrumadora complejidad y, paradójicamente, de asombrosa sencillez en su concepción.

Así, pues, la próxima vez que la incógnita me despierte para preguntarme si le tengo alguna respuesta, le diré que sí, que esta la puede encontrar en una cosa sencilla y a nuestro alcance: los siete principios del cooperativismo. Me dirá que algo tan modesto y sencillo es incapaz de lograr la hazaña de transformar el mundo, entonces yo le diré que el Universo, en toda su complejidad, salió también de un minúsculo núcleo tan pequeño como la cabeza de un alfiler, cuando en algún momento una voluntad aún incomprensible para nosotros tomó la decisión de hacerlo explotar. ¡A ver si así al fin me deja dormir en paz!



Por Rubén Darío González Zapata 
Nacido en la vereda La Lindaja 
Corregimiento Alfonso López 
(San Gregorio) - Ciudad Bolívar
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