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Cuento de Navidad

Había llegado la temporada más bella del año a aquel lejano y pequeño villorrio y en la pesebrera de la más humilde de sus casas un diálogo singular tenía lugar entre Aristóteles, el buey filósofo, y Linda, la mula pensadora.

–¿Otra vez andás sumida en tus pensamientos, hombe Linda? Alguna cosa rara te tiene así y quiero saber de qué se trata. Al fin y al cabo, soy tu compañero y el único amigo con el que podés contar incondicionalmente–.

En las palabras de Sócrates había preocupación e incertidumbre. Desde hace un tiempo había notado ensimismada y taciturna a su amiga. Por experiencia y porque la conoce muy bien, sabía que ella estaba siendo torturada por interrogantes misteriosos que solían amargar su existencia y cuyas respuestas tal vez nunca llegaría a encontrar por sí misma. Pero allí estaba él para ir en su auxilio, pensó Sócrates.

–Vea hombe Sócrates–, respondió por fin Linda: –no me digás que no te has dado cuenta de lo felices que andan por estos días nuestros hermanos los humanos, pero a mí algo me dice que cualquier cosa que sea lo que los tiene tan contentos, es algo que tiene también relación con nosotros dos, contigo y conmigo. Y no sé por qué, pero eso me produce una extraña y honda sensación de tristeza–.

Sócrates, acostumbrado a desentrañar las causas originarias que se encuentran detrás de los interrogantes de su amiga, supo de inmediato la razón de aquella tristeza. Para su gran sorpresa y vergüenza, era algo que él debió haber intuido mucho antes, como su confidente que era y amigo sincero. De haberlo hecho, habría podido adelantarse a aquellos tristes presentimiento. Mientras tanto, Linda lo observaba con enorme expectativa. Sabía que Sócrates le ayudaría a encontrar la razón de ser de su desconsuelo. ¿Cuál iría a ser en ese momento su reflexión?, pensaba ella.

Sócrates lo comprendió de inmediato. La alegría de los hermanos humanos se debía a que dentro de poco en aquella pequeña población se llevaría a cabo la celebración de la Navidad: el natalicio del que todos llaman el Niño Dios, según lo había escuchado muchas veces de parte de los dueños de la casa. Pero sucedía que, según el relato histórico acerca de este acontecimiento, el Niño tuvo que nacer en una pesebrera; sí, una como esa en la que ambos se encontraban en ese momento. Se decía igualmente que en aquel preciso lugar se encontraban dos lejanísimos tátara ancestros de ambos: una mula y un buey. De pronto, Sócrates se dio cuenta de que se hallaba frente a un dilema cuyo camino de salida no atinaba a encontrar. ¿Cómo explicarle a su amiga Linda que su ancestro mula, por haberse comido algunas de las pajas que servían de cuna al recién nacido –seguramente llevada por el hambre, no por el deseo de hacerle daño– su madre María la había maldecido y la había condenado a una eterna esterilidad, mientras que a su propio ancestro buey lo había bendecido, porque con su cálido aliento había aliviado la fría cuna del bebé? En el fondo, Sócrates sabía que el motivo de la tristeza de Linda se debía a que ella intuía también algo sobre esa tradición y presentía que por ello sus hermanos humanos la consideraban portadora de una maldición. Linda tenía razón de estar triste y él mismo percibió sobre sí esa carga de energía negativa que pesaba sobre el ambiente. El silencio invadió aquella pesebrera, mientras que Sócrates entró en un profundo trance de meditación, porque así lo exigía ese trascendental momento.

El gran interrogante era ahora para Sócrates cómo conciliar el concepto de justicia, amor y paciencia que, según los hermanos humanos, son la característica de Dios, con un acto tan nefasto como es el de asignarle indefinidamente a un ser indefenso la carga de un pecado por un acto llevado a cabo por la fuerza del instinto que la misma naturaleza le había asignado. En una noche, presidida por el cielo estrellado, en la que reinaba la alegría, ambientada por misteriosos seres alados con cuyos hermosos cantos le daban gloria a Dios y proclamaban la paz para los hombres de buena voluntad, aquello no podía tener cabida. Algo había en esa historia que no encajaba. Pero, ¿dónde encontrar la explicación?

Entonces, un rayo de luz iluminó la mente de Sócrates, al recordar que el Evangelio, que es el escrito que contiene la historia del nacimiento de aquel Niño, y cuya lectura ha escuchado muchas veces de boca de sus dueños, no habla para nada de la presencia de un buey y una mula en aquel establo. ¿De dónde salió entonces la información sobre un comportamiento tan extraño de la madre del Niño? La respuesta fue diáfana y contundente: aquello era el producto de la acción del dueño del nefasto Reino de la Oscuridad y la Maldad, a quien le parecía inaceptable que en el escenario más grandioso y bello del Universo jamás creado antes no existiera una sombra de desdicha y desesperanza; así que, como quien siembra la cizaña entre las rosas del jardín, echó a rodar esa malintencionada historia y, tristemente, escogió al ancestro de la mula como víctima indefensa de semejante calumnia y a María, la madre del Niño, como autora de aquel triste acto. Era evidente, en consecuencia, que eso de la maldición era una gran mentira, y así se lo explicó a Linda.

Una vez escuchadas estas reflexiones, Linda recuperó la tranquilidad e, invadidos ambos por la paz propia del momento que vivían, se dispusieron disfrutar del momento de alegría con un buen bocado de hierba fresca. Mientras tanto, los humanos en la reconstrucción del escenario del nacimiento que hacen cada año con el llamado pesebre, siguen poniendo allí a un buey y una mula, pero eso ya no les importó, porque ambos sabían que aquello es un rezago de tradiciones sin fundamento que no tienen por qué perturbar su paz y su alegría.

FELIZ NAVIDAD.

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Por Rubén Darío González Zapata 
Nacido en la vereda La Lindaja 
Corregimiento Alfonso López 
(San Gregorio) - Ciudad Bolívar 


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