Por Rubén Darío González Zapata Nacido en la vereda La Lindaja Corregimiento Alfonso López (San Gregorio) Ciudad Bolívar
— Oíste hombre, qué fue lo qué pasó que el padre Zapata estuvo tan bravo en el sermón de la misa de hoy; prácticamente dijo que todos los habitantes de San Gregorio tenemos asegurado ya un puesto en el Infierno —.
— Pues hombre, yo qué voy a saber. ¿No ve que él no dijo claramente cuál era la razón de la rabia que tiene? —.
Hoy es domingo. Hace escasos veinte minutos que terminó la Misa Mayor y estos dos parroquianos, luego de haber cumplido con el deber de asistir al acto religioso y escuchar las palabras del sacerdote (el párroco en estos momentos es el padre Zapata) en la homilía, se relajan un poco antes de ir a cumplir con otros deberes dominicales: comprar el mercado semanal, hacer los pagos a los trabajadores que laboran en la finca, cumplir con el abono a alguna deuda en la tienda de Roberto Londoño, la de Francisco Sánchez, el almacén de Octavio Betancur o negociar con Soto el transporte de varias cargas de grano con destino a la agencia de compra de café en Salgar. Son actividades semanales que los propietarios de las fincas cumplen rigurosamente cada ocho días. Lo hacen ahora mientras saborean un perico (café con leche condensada) sentados alrededor de una de las mesas del quiosco, en el cual se oye ya la música de despecho que seguirá sonando durante todo el día.
De ninguna forma es casualidad que estos dos amigos aborden como tema de conversación el sermón del sacerdote en la misa de hoy. El elemento religión católica en los pueblos de nuestro país (y San Gregorio no es la excepción), es algo que forma parte fundamental de la idiosincrasia y estructura mental que los colombianos hemos heredado de la conquista española. De hecho, la vida cotidiana de un sangregoriano común y corriente, desde su nacimiento hasta la muerte, transcurre dentro de un marco religioso del que difícilmente puede hacerse caso omiso: bautismo, confirmación, primera comunión, matrimonio y misa de réquiem, sin olvidar la obligación de asistir a misa todos los domingos y las fiestas de guardar, aparte del increíble rito de la confesión. Dentro de un escenario como éste, la figura del sacerdote descuella, por consiguiente, como una fuente de poder que en la práctica está por encima de cualquier institución diferente a la de la Iglesia Católica, incluido el gobierno civil. El solo hecho de tener la potestad, mediante la absolución, de salvar a alguien del riesgo de tener que irse a vivir el resto de la eternidad (si se me permite la expresión) al Infierno el día que muera es, de por sí, un factor de poder que no le conozco a ninguna otra religión, incluidas las confesiones cristianas, o al menos la mayoría de ellas, diferentes a la católica. No es de extrañar, por consiguiente, que nuestros amigos sentados en el quiosco estén tan preocupados por el contenido del sermón del sacerdote en la misa que acaba de terminar.
— Parece — dice un contertulio que acaba de unirse al grupo de discusión — que la ira del padre Zapata se debe a que han aparecido algunas mujeres que ofrecen servicios sexuales a personas de por aquí, algo que él ve como una peligrosa amenaza contra la moral; dicen incluso que a alguna de ellas él la sacó a correazos de una cantina —.
El padre Zapata, un auténtico símbolo de una manera de concebir la religión como un deber que se hacía cumplir, así para ello hubiera que utilizar el rejo. (foto cortesía de Luz Mery Guerra)
De pronto, la conversación toma rumbo hacia el papel que la religión ha jugado en las vidas de las personas y la función que, dentro de esa perspectiva, desempeña el sacerdote. — Hombre — señala el recién llegado — ¿el ser cristianos nos ha facilitado llegar a ser una comunidad madura? ¿Ser unos mejores seres en términos de respeto hacia valores tales como la vida humana, las ideas de los demás, la protección de la naturaleza?; sobre todo, ¿nos ha facilitado ser conscientes de que el progreso espiritual va de la mano con el progreso social, intelectual y cultural? – .
Por unos momentos el silencio se apodera del grupo, como si ninguno de los participantes en esta conversación tuviese la respuesta a estas preguntas. — ¿Qué dice usted? — preguntan sus compañeros. — Pues yo creo — dice el recién llegado — que la respuesta es que no. Y la razón, o al menos una de las razones, está en que la religión en general se nos ha enseñado como algo a lo que estamos obligados para, después de la muerte, si hemos sido obedientes y sumisos, poder ir a disfrutar del paraíso y, en caso contrario, ir a vivir eternamente al Infierno. Una religión de premio castigo, de miedos y recompensas. Por eso los sacerdotes (y el caso del padre Zapata y la mujer de la cantina es un buen ejemplo) respaldados en una institución, en este caso la Iglesia Católica, que en el fondo está montada sobre una concepción como ésta de su papel en la vida de la sociedad, se comportan como el papá autoritario que, rejo en mano, le señala al hijo lo que éste tiene que ser, no porque crea que los valores que pretende inculcar sean por sí mismos buenos y fundamentales para su propia realización como ser humano, sino porque él así lo decide —.
El día, sin que los contertulios lo hayan notado, ha avanzado y las diligencias dominicales están aún por hacerse. En las cantinas el nivel de alicoramiento de los bebedores habituales; de los que, a punta de licor, quieren aliviar alguna tusa o, sencillamente, sustraerse de la dura realidad que les toca vivir a cambio de unas cuantas horas de alegría artificial, ha subido de intensidad, para terminar cuando el último de los más empedernidos decida que ya es hora de regresar a casa cabalgando a lomo de la mula que ha tenido durante todo el tiempo amarrada al tronco del samán que preside la plaza; o a pie, dando tumbos por el tortuoso camino que — ¡oh milagro! — siempre terminará llevándolo a su casa, en donde una preocupada mamá espera ansiosamente la carne para ponerle a los fríjoles y la panela para hacer el agua dulce.
Circulan, igualmente, noticias sobre la muerte de alguien conocido que fue abatido desde la orilla del camino a su casa, probablemente en un acto de venganza; del robo de alguna mula o confrontaciones entre algunos vecinos por problemas de intolerancia. Una dura realidad ante la cual la religión, tal como se ha enseñado y practicado, no ha sido el camino que conduzca hacia la construcción de una sociedad espiritualmente madura, en la que el acatamiento de los valores practicados se encuentre fundamentada en la certeza de que éstos son intrínsecamente buenos y no en el miedo a un posible castigo o la ilusión de un premio en la dimensión del más allá.
— Un acervo espiritual que, por lo visto, aún está por ser construido —, concluyen los amigos de la tertulia, que ahora se disponen a cumplir con las diligencias dominicales que la charla les obligó a postergar.
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