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Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

 Hace ya tres meses que pasaron las festividades de la época navideña y ahora éstas no son más que un agradable recuerdo. La vida en San Gregorio ha vuelto a la normalidad. Luego de la temporada de las desyerbas de los cafetales, una nueva cosecha de café, la traviesa, menos abundante que la de finales del año pasado, hace sus primeros asomos. Los chicos llevamos ya dos meses asistiendo a la escuela, cuyo maestro para este año es un señor llamado Guillermo González, un hombre de mentalidad machista y militarista, amante de los caballos y excelente chalán, al que hay que responderle ¡firme! cuando llama a lista. — Eso de responder presente es cosa para niñas —, dice. Los domingos, siempre iguales, se van sucediendo uno tras otro sin que en el pueblo suceda nada diferente a la celebración de la misa dominical, la compra del mercado semanal, además de otras cosas necesarias en el hogar y darse luego un paseo por el Remanso, el quiosco  u otra de las cantinas, donde para disfrutar de la alegría artificial y pasajera de unos tragos de licor, los que, al son de una ranchera de despecho, hacen creer que con ellos  las penas de un amor frustrado pasan al olvido o la ilusión de un amor secreto habrá de convertirse en una realidad.

Pero la rutina en el pueblo se empieza a romper porque ha llegado un acontecimiento de especial importante: la Semana Santa. Esta ha venido siendo ambientada desde hace cerca de cuarenta días y su comienzo se dio con el llamado Miércoles de Ceniza: la llamada temporada de la Cuaresma. A partir de ese momento, el día sexto de cada semana ha sido viernes de vigilia y abstinencia, en el que, en lugar de carne de res, las familias han venido consumiendo una carne curada de pescado, cuyo sabor salado, que mamá prepara con huevo revuelto, es un delicioso bocado. Contrario a la época de Adviento que precedió a la Navidad, la Cuaresma transcurre dentro de un ambiente de austeridad, con una cierta y velada tristeza que envuelve todo el ambiente, porque es la preparación para la celebración de la muerte de Jesucristo, nombre de quien se derivó la religión cristiana, dentro de la cual todos hemos nacido y estamos creciendo, tal como la interpreta la Iglesia Católica. La temporada alcanzará su clímax con la celebración de la Semana Santa, especialmente en los días santos por antonomasia de los católicos: el Jueves Santo, día de la Última Cena (origen la Eucaristía para la Iglesia Católica) y el Viernes Santo, día de la muerte de Jesús por crucifixión; en estos momentos los niveles de penitencia llegarán a su nivel de mayor intensidad y en ellos hasta el tañer musical de las campanas de la capilla será un sonido prohibido. Son días que transcurren dentro de un extraño silencio y recogimiento religioso, propicios para que cada feligrés se arrepienta de sus pecados y, mediante el rito de la confesión, se reconcilie con Dios. Todo terminará finalmente con la celebración de la Pascua, en la que se conmemora la resurrección de Jesucristo, luego de tres días de muerto. A partir de ese momento, el ambiente triste y austero dará paso a la serena alegría de la Pascua. La normalidad y la rutina del diario transcurrir volverán a reinar de nuevo.

La Iglesia Católica, centro de la vida religiosa del pueblo, que se hace más visible en un tiempo como el de la Semana Santa.

Pero, al mismo tiempo que transcurre esta temporada de recogimiento religioso, se mueve un mundo paralelo que, a la manera de una corriente de un río subterráneo de aguas turbulentas, fluye en el ambiente, con una faceta siniestra y atemorizante, jugando un papel no por lo imaginario menos real en las mentes crédulas de los habitantes del pueblo: es el universo de leyendas y relatos siniestros acerca de míticos y pérfidos personajes que desfilan por estos tiempos, herencia macabra de un pasado remoto, especialmente de la colonización, que ha terminado por formar parte de la cultura popular. El mundo de las brujas y demonios, de espíritus (ánimas) de personas que, por dejar escondidos tesoros casi siempre en libras esterlinas, no han podido descansar en paz después de muertos y ahora sus almas vagan por veredas y casas abandonadas llenando de terror a los vivos de este mundo, los cuales hacen sus manifestaciones especialmente en la noche del Viernes Santo. Un estado de cosas en el que religión y superstición se trenzan en un mismo y complejo fenómeno social donde es imposible saber dónde termina una cosa y empieza la otra.

Son muchas las historias que se narran sobre acontecimientos macabros que, supuestamente, han tenido lugar en estos días, pero hay una que es especialmente terrorífica. Según este relato, un hombre, con una afición extrema por la cacería, decidió ir al monte a cazar pavas en un día de Viernes Santo, algo estrictamente prohibido para un día sagrado como éste, pero de lo que él hizo caso omiso. Una vez en el espeso bosque, el hombre vio una enorme pava a tiro de escopeta y de inmediato se dispuso a dispararle, pero el animal, sin darle tiempo, voló hasta posarse en un árbol que se encontraba más adentro del monte. La escena se repitió una y otra vez, hasta que nuestro cazador se encontró en medio de la tupida selva, cuando ya las sombras de la noche anunciaban su inminente llegada. Preocupado decidió buscar la salida de regreso para su casa, pero, de manera inesperada, la figura de un anciano que parecía abandonado a su suerte apareció al lado de un barranco. Conmovido, decidió ofrecerse para sacarlo de aquel lugar pensando en devolverlo luego a su familia, así que, con él a sus espaldas, emprendió el camino de salida de aquel oscuro monte. Sin embargo, algo impensable empezó a suceder con el anciano a cuestas. De forma inesperada, el aspecto de éste fue cambiando hasta convertirse en una especie de ave gigantesca de cuyos dedos, largos y nudosos, salían enormes garras. Presa del terror, el cazador intentó liberarse de su miedosa carga, pero no solo no pudo lograrlo, sino que escuchó una cavernosa voz que decía: “Yo soy Juan Cascajo y cuando me subo no me bajo”.  Cuenta la gente que las uñas de esta bestia siguieron creciendo hasta enterrársele en el pecho del cazador y con él asido de sus enormes patas emprendió el vuelo hacia un lugar desconocido del que nunca regresó.

Este cuento, evidentemente imaginario, refleja muy bien el ambiente de miedo y zozobra del que estaba imbuida la cultura de las gentes de aquellos tiempos, la que se hacía especialmente evidente por los días de la Semana Santa y que, con toda seguridad, aún persiste en muchas partes. Aún recuerdo que en San Gregorio había quienes aseguraban con toda sinceridad haber visto desde el caserío chispas de fuego que salían por los aires, despedidas por un árbol que se encontraba en un pequeño llano de la finca de los Restrepo, muy cerca de nuestra casa, exactamente a las 12 de la noche de un Viernes Santo. Era, según decían estos asustados vecinos, el baile satánico en el que brujas venidas del mundo entero y demonios llegados de Infierno celebraban un aquelarre más en la noche del día más sagrado de los cristianos católicos.

Siempre que mi pensamiento regresa al ambiente religioso en el que vivía con mi familia en los tiempos de mi infancia, no puedo evitar revivir aquel ambiente de miedo que, como el reverso inevitable de la moneda, formaba parte de las creencias sobre el mundo inmaterial del que estábamos rodeados. Esto, sumado a la situación de violencia que tanto afectaba mi estado de ánimo, han sido cargas emocionales que he llevado sobre mis hombros y de las que me ha costado mucho esfuerzo poderme liberar o, al menos, entenderlas.

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