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La dura tarea de aprender a gobernar

Mi vida consciente comenzó en los años 50 del siglo pasado, cuando el olor de la pólvora de la violencia, la transcurrida entre 1948 y 1953, aún estaba fresco. Mi primera infancia transcurrió, de igual manera, dentro de la violencia subsiguiente que azotó al país entre 1953 y 1957; la que, en teoría, llegó a su fin –y nunca dicho de mejor manera– con el plebiscito, por medio del cual se puso en marcha el Frente Nacional. Ante mis ojos desfilaron, sucesivamente, el nacimiento de las guerrillas liberales, la fundación de las Farc y del ELN y de, ahí en adelante, el nacimiento de sucesivos grupos rebeldes armados que actuaban con un mismo objetivo, según sus idearios: “rescatar al pueblo de las garras de la oligarquía capitalista y del Imperialismo Yanqui”. Así llegó posteriormente la etapa de los años juveniles y con ellos la esperanza de que los principios de la vida monástica (la práctica cristiana llevada a sus más elevados niveles de perfección) eran el camino para alcanzar la felicidad y, de paso, contribuir a hacer de Colombia una sociedad justa.

Pero entonces otra fase de la vida se inició cuando tuve acceso a la universidad (década de los setenta), siendo ya responsable de una familia. La dura realidad de saberme parte de una sociedad sometida a la injusticia, al atraso y a la dependencia, se apoderó de mi conciencia, hasta el punto de sentir que, talvez, los grupos rebeldes (incluido ya para ese momento el M19) tenían la razón y que la única manera de torcerle el pescuezo a esa situación inaceptable era sacando a patadas del

poder a la clase dominante, como lo habían hecho los barbudos revolucionarios de la Cuba de comienzos de los sesenta. En ese momento era yo una especie de cuasi mamerto (mamertolo, según pensaba en mi fuero interno), crítico radical de un Sistema injusto. Por esos días –según mis delirios de aprendiz de ideólogo– los estudiantes, los trabajadores y los campesinos, siguiendo el camino trazado por los grupos rebeldes, llegarían al poder para iniciar una nueva era: la de un país justo, equitativo y desarrollado. En aquella etapa de mi existencia todo me parecía posible.

Entonces la tozuda realidad, con la fuerza arrolladora de los hechos, se atravesó en mi camino allá por los años 80-90, para hacerme comprender, muy a mi pesar, que la estrategia de las armas para lograr el cambio había perdido el rumbo; que la inmensa mayoría de los grupos rebeldes habían convertido la violencia en una forma de vida, en una cultura, inclusive en un negocio y que gran parte de los colombianos del pueblo, especialmente los de las regiones más vulnerables, eran ahora y en la práctica, no el objetivo de su lucha sino las víctimas de una forma equivocada de hacer las cosas; que con la estrategia de la violencia, y eso era lo más frustrante, no estaban haciendo otra cosa que dándole al Sistema y a sus personeros, a quienes se suponía que estaban combatiendo, los argumentos que estos necesitaban para atornillarse en el poder, con el pretexto de la defensa de la democracia y de la paz. De ahí a la creación del paramilitarismo con todas sus nefastas consecuencias sólo era cuestión de un pequeño paso, el que, desde luego, se dio, mientras las Fuerzas Militares miraban para otro lado o colaboraban abiertamente. El broche final de esta nefasta realidad se cerró con el negocio del narcotráfico del que todo tipo de mercaderes de la muerte, incluidos grupos guerrilleros, o al menos la mayoría de ellos, terminaron beneficiándose y del que, para su supervivencia, pasaron a depender: la telaraña tejida con tanto sacrificio que serviría –era lo que suponía– de puente para saltar al poder y rescatar a la clase oprimida, terminó convertida en una trampa devoradora de sus buenas intenciones y de su discurso político – ideológico.

Pero, ¡y Dios sea bendecido!, ocurrió la desmovilización del M19; una nueva Carta Constitucional fue promulgada en 1991, y en el año 2016, la firma del Acuerdo de La Habana (posteriormente, Acuerdo del Teatro Colón) con las Farc, un objetivo que parecía imposible, terminó siendo una realidad. Todo indicaba que los astros ¡Por fin! se alineaban para permitir que el país iniciara el camino hacia la construcción en paz de la sociedad justa, equitativa y desarrollada, que tanto anhelaba mi espíritu atormentado. ¿Que el Sistema y sus representantes se opondrían; que jurarían hacer trizas el Acuerdo; que pondrían un presidente que llegaría con el encargo ex profeso de cumplir con esa consigna? Era algo de elemental previsión. Inclusive, que, en el camino hacia la construcción de ese propósito nacional, algunos obstinados para quienes la violencia se ha convertido en una forma de vida, una cadena de la que no se sienten capaces de liberarse, insistirían en mantenerse en la actividad armada o, peor aún, que después de haber firmado el Acuerdo, algunos de dichos signatarios renegarían de él, era, asimismo, algo previsible y, por lo tanto, solucionable, porque para el mamertolo que seguía siendo yo, este era ya un proceso imposible de detener, dado que la inmensa mayoría de los colombianos sensatos, más los partidos de izquierda y de centro, nuevos u otros que venían de atrás y que se subieron al tren de la paz, tenían la voluntad de llevarlo hasta el final. Los obstáculos del camino que se le atravesaban al gran objetivo de la paz parecían, pues, estar a punto de ser neutralizados.

¡Entonces y dentro de este contexto, llegó al poder, por la vía del juego democrático, el Pacto Histórico con Gustavo Petro a la cabeza! Por primera vez en los más de 200 años de vida republicana, un partido que representa –al menos esa es la idea–  a la Colombia periférica, al país diverso, al país de los que sólo deseamos trabajar para tener una sociedad con justicia social, desarrollada, educada, con igualdad de oportunidades para todas las capas sociales, está en el gobierno. Pero ¡Oh dura realidad!, sólo para descubrir que los partidos no tradicionales (izquierda y centro), no estaban a la altura de un desafío de estas dimensiones. Así y paradójicamente, los obstáculos contra el camino de esa nueva sociedad vienen ahora, no tanto de la derecha recalcitrante, inepta, corrupta y politiquera (algo previsible), sino del mismo gobierno: de sus errores; de su falta de coherencia; de su incapacidad para reconocer los errores y rectificar; de su falta de seriedad en cosas tan elementales como ser cumplido con una agenda de trabajo previamente acordada o pretender gobernar como si continuara en campaña política. Y esto lo que demuestra es que una cosa es hablar bonito criticando al Sistema (cosa muy fácil), o exigir justicia social con un fusil en la mano, y otra muy diferente gobernar de manera eficiente y produciendo resultados que garanticen el logro de esa justicia social tan exigida.

Pese a todo, este momento hay que asumirlo como una oportunidad única para que los partidos de izquierda aprendan con humildad esta lección que les está dando la dura realidad, porque los obstáculos seguirán existiendo. Lo dice Mamertolo, el que durante toda su ya larga vida ha tenido que aprender, una y otra vez, de sus propios errores y estupideces.

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Por Rubén Darío González Zapata 
Nacido en la vereda La Lindaja 
Corregimiento Alfonso López 
(San Gregorio) - Ciudad Bolívar 



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