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Por Víctor Manuel Saldarriaga Buitrago
Estudiante de Biología de la Universidad de Antioquia

Murallas geológicas de un verde profundo adornan el paisaje cotidiano del minero agotado, del campesino y su mula, de la mujer incansable y sus niños tan curiosos como traviesos, de los muchachos afanosos con su puberto egoísmo ¿Cuál será la historia de esas cumbres? ¿Cómo se moldearon esos valles? ¿Hasta dónde llegará el relieve que mi vista no advierte? ¿Cuántos animales, plantas y hongos tendrán hogar en esas abruptas elevaciones? Estas preguntas se han ido gestando mientras pasan mis años académicos y cada tanto visito mi pueblo natal, mi Angelópolis que parece suspendido en el tiempo y el espacio.

Allá, en ese santuario de fauna y flora, alguna vez se perdió para siempre quien fuese el padre de mi abuela. Con una historia contada en voz baja y repleta de misterio se narra cómo “papito Misael” salió un día del casco urbano hacia la finca incrustada en esa selva enmarañada y nunca más hubo noticia de su paradero. “Allá hay muchas fieras”, dice mi papá. “Cuidado va y se sale del camino que se lo traga esa montaña”, dice la abuela. “Mucho ojo con irse de recocha que allá hay espíritus que sienten la energía con la que uno va”, dice mi tío. Y es que están cargadas de razón todas esas advertencias, cómo contradecir a quienes crecieron y se moldearon bajo la sombra de los yarumos y el rumor del viento frío del majestuoso Romeral.

La Cuenca Carbonífera del Suroeste Antioqueño se localiza en el flanco occidental de la Cordillera Central, al este del río Cauca. Afloran rocas ígneas, metamórficas y sedimentarias que cuentan una historia de centenas de millones de años, desde el Paleozoico hasta el Neógeno.

 

Geoformas que constituyen un patrimonio geológico, biológico y cultural, son de trascendental importancia para los habitantes y visitantes de esta región. El Romeral, la reserva que nos protege del mal llamado progreso edificado en adobes y concreto, hace parte de este paisaje que cuenta historias de tiempos remotos y moldea los sueños y posibilidades que tenemos sobre el futuro. Recorriendo los senderos que descienden a los valles y escalan las cumbres de nuestra reserva natural, se divisan colores de ensueño en la forma de un hongo Basidiomycete o de alguna inflorescencia de una planta que vive sobre la rama de otra. Un estudioso de la botánica no podría contenerse tratando de contar la historia de las Ocoteas, las Cecropias o las Guzmanias. Algún estudioso del agua y la tierra no pararía de maravillarse viendo aquí y allá una nueva afluente que algún día será parte del océano. El canto de las aves, variado y sonoro, le pone música al recorrido arduo entre matorrales y pantanos. Con cuidado de no pisar algún insecto o anfibio hay que reptar, escalar y fluir, como hace el viento que avanza sin premura pero con constancia.

 

El minero, el campesino, la mujer con sus niños y los muchachos cándidos, quizá han visto ese relieve que se alza ante sus ojos como su lugar de trabajo, tal vez como su hogar, en otros casos, infortunadamente, como una barrera que no les permite salir adelante. Quizá la belleza infinita del panorama no le cause mayor sacudida a su corazón, y es que cuando la mente está repleta de otras tan variadas consideraciones de la vida moderna, los verdaderos tesoros se ocultan a nuestra mirada. Sin embargo, habemos quienes paulatinamente hemos venido conociendo el inmenso tesoro del Romeral, en esa medida, nos hemos enamorado de todo lo que es y representa, y en consecuencia, estamos empecinados en protegerlo. Somos entonces también quienes se han comprometido en compartir y extender este conocimiento y este amor, pues creemos en el poder de la palabra para transformar la perspectiva, creemos en que es posible que todo aquel que dé la bienvenida a un nuevo día desde las ventanas, las calles y el parque de Angelópolis, advierta el regalo invaluable de habitar en una tierra repleta de riquezas que brillan más que el oro.

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